doi.org/10.17141/urvio.37.2023.5949
La declinación hegemónica estadounidense y la emergencia del
multipolarismo: desafíos para Latinoamérica
The Decline of the Hegemonic Power of the United States and the Emergence
of Multipolarism: Challenges for Latin America
O debate sobre o declínio do poder hegemônico estadunidense e a emergência
do multipolarismo: desafios para a América Latina
Fernando Estenssoro-Saavedra
1
Recibido: 3 de abril de 2023
Aceptado: 11 de julio de 2023
Publicado: 30 de septiembre de 2023
Resumen
En este artículo se expone el debate sobre la declinación del poder hegemónico de Estados
Unidos en el orden mundial, asociado con la emergencia de un nuevo orden multipolar. Se
lo relaciona con el debate sobre la vigencia de la división Norte-Sur tras el fin de la Guerra
Fría, para reflexionar respecto a las complejidades que podría enfrentar América Latina en
un nuevo orden multipolar. La metodología es el análisis histórico, basado en la revisión de
fuentes primarias y secundarias. Se exponen diacrónicamente las etapas de un debate que
inició en los años ochenta del siglo pasado y que continúa hasta el presente. Se concluye que
la unidad regional es importante para enfrentar los desafíos del nuevo orden mundial
emergente.
Palabras clave: América Latina; división Norte-Sur; Estados Unidos; multipolarismo,
unipolarismo
Abstract
This paper exposes the debate about the decline of the hegemonic power of the United States
in the world order, associated with the emergence of a new multipolar order. It is related to
the debate on the validity of the North-South division after the end of the Cold War, to make
1
Universidad de Santiago de Chile, Fernando.estenssoro@usach.cl, orcid.org/0001-6010-7115
a reflection concerning the complexities that Latin America could face, in a new multipolar
order. The methodology is the historical analysis based on a review of primary and secondary
sources. The stages of a debate that began in the eighties of the last century and that continues
to the present are diachronically exposed. It concludes that regional unity is important to face
the challenges of the emerging new world order
Keywords: Latin America; Multipolarism; North-South Division; Unipolarism; United States
Resumo
Este artigo expõe o debate sobreo declínio do poder hegemônico dos Estados Unidos na
ordem mundial, associado ao surgimento de uma nova ordem multipolar. Está relacionado
com o debate sobre a validade da divisão Norte-Sul após o fim da Guerra Fria, para finalizar
com uma reflexão sobre as complexidades que a América Latina podería enfrentar numa
nova ordem multipolar. A metodologia é histórica, baseada na revisão de fontes primárias e
secundáriase são expostas diacronicamente as etapas de um debate que começou na década
de oitenta do século passado e continua até o presente. Conclui com a importância da unidade
regional para enfrentar os desafios da nova ordem mundial emergente
Palabras chave: América Latina; Divisão Norte-Sul; Estados Unidos; Multipolarismo,
Unipolarismo
Introducción
El debate sobre la declinación de Estados Unidos como potencia hegemónica del sistema
internacional, o “declinación estadounidense”, comenzó de manera relativamente sistemática
en los Estudios Internacionales durante la década de los ochenta del siglo XX. Ha pasado por
distintas etapas que, en sentido general, se pueden calificar como más pesimistas (los
declinalistas-multipolaristas) o más optimistas (los unipolaristas), de acuerdo con la forma
en que se han desarrollado los eventos históricos que han impactado en las relaciones de
poder global desde esos años.
En la actualidad, las tesis declinalistas han cobrado nueva relevancia, repotenciando
las clásicas discusiones teóricas relativas a las transiciones hegemónicas.
2
De manera
creciente, se plantea que estamos atravesando por una etapa histórica que se define como
interregno hegemónico, en la cual el “viejo” orden mundial hegemonizado por Estados
Unidos no termina de perecer y el nuevo orden no termina de nacer (Møller 2019; Babic
2020; Sanahuja 2022). Si aceptamos estas tesis, a quienes analizamos la situación de América
Latina en las relaciones de poder mundial, nos surge la pregunta sobre los posibles desafíos
de la región, ya sea durante el tiempo del interregno hegemónico o en un nuevo orden
mundial (si es que se consolida).
Responder la pregunta y aportar al análisis de la situación de Latinoamérica frente al
desarrollo y la evolución de las relaciones de poder global son los objetivos del presente
artículo. La metodología empleada es propia de la historia de las ideas: consulta de fuentes
primarias y secundarias. La exposición está organizada con una lógica diacrónica, con el fin
de caracterizar históricamente las diferentes etapas por las que ha atravesado el debate hasta
la actualidad. A partir de lo anterior, se reflexiona sobre la posible situación de América
Latina en un nuevo orden mundial multipolar.
En primer lugar, se exponen las principales tesis que han caracterizado al debate sobre
la declinación hegemónica de Estados Unidos y sus posibles consecuencias, desde los años
ochenta del siglo pasado hasta el presente. En el acápite 1, se recogen las tesis de los años
ochenta que iniciaron el debate. En el acápite 2, se expone el fortalecimiento del optimismo
hegemónico unipolar tras el fin de la Guerra Fría. En el acápite 3, se estudia el paso del
2
Para una buena síntesis del debate teórico sobre las transiciones hegemónicas en el orden mundial, ver
Herrera Santana (2017) y Morales Ruvalcaba (2018).
optimismo unipolarista a la preocupación multipolarista en los 2000. En el acápite 4, se
exponen las tesis que señalan a los principales actores “desafiantes” del unipolarismo
estadounidense, en este tiempo de interregno hegemónico en que nos encontraríamos. En el
acápite 5, se analiza la evolución de la división Norte-Sur. Por último, se considera el peligro
para América Latina de quedar situada en una suerte de “Sur absoluto” (o sea, subordinada
y en permanente estado de “en vías de desarrollo”) dentro del nuevo orden mundial.
1. Los inicios del debate sobre la declinación de la hegemonía de EE UU
En los años ochenta del siglo XX surgió un importante debate sobre el inicio de la declinación
del poder hegemónico estadounidense, o sea, declinación de una hegemonía que comenzó
tras el término de la Segunda Guerra Mundial y que le permitió dibujar e instalar un orden
internacional liberal, entre otros aspectos.
El debate empezó con la obra de Robert Gilpin, War and Change in World Politics
(1981), donde se advertía que desde “la década de 1970 y principios de la de 1980, una serie
de acontecimientos dramáticos” indicaban “que las relaciones internacionales estaban
atravesando un cambio significativo, y el sistema internacional relativamente estable que
el mundo había conocido desde el final de la Segunda Guerra Mundial estaba entrando en un
período de cambios políticos inciertos” (1). Esta situación se debía a que, si bien en 1945
Estados Unidos se encontraba en la cúspide de la jerarquía internacional de poder y
prestigio” y tenía un poder económico y militar supremo, lo que le había permitido dirigir y
proporcionar “la base para un orden económico y político mundial”, para los años de 1980
“esta Pax Americana se encontraba en un estado de desorden” (231). El autor señalaba con
preocupación que EE. UU. experimentaba los “síntomas clásicos de un poder en declive: (…)
inflación desenfrenada, dificultades crónicas de balanza de pagos y altos impuestos” (232).
Pocos años después, Paul Kennedy (1988) reforzó esta idea en su obra The Rise and
Fall of the Great Power, en la cual concluía que en Estados Unidos había comenzado un
proceso de declinación de su poder hegemónico. Al igual que Gilpin, señalaba que las
dificultades económicas, que se manifestaron desde los años 60, dejaban claro que la mega
potencia estaba “perdiendo rápidamente parte relativa en la riqueza, la producción y el
comercio mundiales, que había poseído en 1945” (674). Al igual que antiguas potencias
desaparecidas, sufría los efectos de una “excesiva extensión imperial”, o sea, “la suma total
de los intereses y obligaciones mundiales de Estados Unidos”, eran mucho mayores “que la
capacidad del país para defenderlos todos simultáneamente”. Si bien tendría resultados
positivos a corto plazo, a largo plazo significaría un serio declive de poder, dado que se vería
obligado a dedicar, de manera creciente, parte significativa de su renta nacional a temas
defensivo-militares. Como consecuencia, reduciría progresivamente la porción de la renta
nacional dedicada a la actividad productiva (801 y 836). Kennedy señalaba que, en términos
de poder económico, para los años 1980 ya existía un mundo multipolar y, a largo plazo, esto
podría dar origen a un mundo multipolar en plena forma (económico y militar), donde la
hegemonía de Estados Unidos podría ser reemplazada por otra mega potencia.
Reforzaban estas ideas el gran crecimiento económico de Japón. Se consideraba que,
si Japón se transformaba en la primera potencia económica mundial, la declinación
hegemónica estadounidense sería inevitable, con la consecuente inestabilidad del sistema
internacional. Al respecto, Chalmers Johnson (1989) planteó que, de 1968 en lo adelante,
Estados Unidos mostraba un déficit comercial con Japón, y que “en el espacio de sólo diez
años el superávit comercial total de Japón” había crecido “de $17 mil millones a $ 92 mil
millones” de dólares (126). Señalaba una serie de estudios japoneses sobre la estabilidad
hegemónica global, en los que se advertía que el surgimiento de Japón como potencia
económica importante” llevaría a “que la estructura de las relaciones internacionales
experimentaría un cambio decisivo” (127). Para evitar una guerra hegemónica entre Japón y
Estados Unidos, Johnson proponía que era necesario implementar una “hegemonía conjunta”
como “única alternativa viable para Japón y EE.UU.” (131).
Estas tesis sobre la declinación de la hegemonía estadounidense encontraron
importantes críticas y adversarios, iniciándose así un debate que continúa hasta el presente.
Entre los primeros críticos figuraron dos “destacados académicos del establishment: los
profesores de Harvard, Samuel P. Huntington y Joseph S. Nye, Jr., quienes llegaron “a
etiquetar a Kennedy y a los demás como ´declinalistas´”. Con ello querían decir que “eran
defensores del declive de Estados Unidos más que analistas desapasionados de lo que
consideraban tendencias preocupantes en la trayectoria de Estados Unidos como gran
potencia” (Layne 2012, 207).
2. Fin de la Guerra Fría y fortalecimiento del optimismo hegemónico unipolar
Con el fin de la Guerra Fría, tras la caída del Muro de Berlín (1989) y la desaparición de la
Unión Soviética (1991), las tesis sobre la declinación del poder hegemónico estadounidense
perdieron fuerza, debido al optimismo con que inundó, tanto a la academia especializada,
como al establishment del poder estadounidense, la creencia de que se proyectaba una larga
e incuestionada era de poder unipolar para dicho país.
Al respecto, el artículo de Charles Krauthammer, The Unipolar Moment (1990-91)
marcó la tendencia. Criticaba las tesis que planteaban “que el viejo mundo bipolar
engendraría un mundo multipolar con poder disperso a nuevos centros en Japón, Alemania
(y/o ‘Europa’), China y una Unión Soviética/Rusia disminuida” (23). Por el contrario,
sostenía que, el nuevo orden que se inauguraba era claramente unipolar. El autor señalaba
que el “centro del poder mundial es la superpotencia indiscutida, Estados Unidos, a la que
asisten sus aliados occidentales (…). La característica más llamativa del mundo posterior a
la Guerra Fría es su unipolaridad” (24). Si bien no descartaba que en el futuro surgiese algún
tipo de orden multipolar, en su opinión lo que iniciaba con el fin de la Guerra Fría era “un
momento unipolar”, donde Estados Unidos seguiría siendo la potencia hegemónica
indiscutible (24).
Este optimismo también se reflejó en best sellers tales como El Fin de la Historia y el
último hombre y en la creencia de que la perspectiva liberal occidental, tanto política como
económica, terminaría abarcando al mundo entero (Fukuyama 1992). O sea, primaba la idea
de que el mundo se vería beneficiado por la globalización del orden internacional liberal bajo
la dirección estadounidense. Por ejemplo, Henry Kissinger declaraba que “la globalización
es el nuevo término para la hegemonía americana y, por su parte, Renato Ruggiero, director
general de la Organización Mundial de Comercio, en 1995 señalaba que “con la desaparición
del comunismo, el mundo se reuniría progresivamente en un único mercado común; que
habría una sola moneda, el dólar, y se eliminarían para siempre las guerras” (como se citó en
Savio 2021, 174 y 177). También el Pentágono compartía el optimismo unipolarista. En
1992, afirmaba que era necesario “preservar las ventajas que la naciente unipolaridad
generaba para la seguridad y prosperidad de Estados Unidos y sus principales aliados” y, por
lo tanto, el momento unipolar inaugurado tras el fin de la Guerra Fría, no debía ser visto
como una situación pasajera o de transición hacia un futuro orden multipolar, sino como un
ordenamiento internacional que tenía la potencialidad de “una duración a largo plazo y se
sustentaba en estrategias implícitas y explícitas de Estados Unidos, así como en las
limitaciones de los Estados aspirantes a la cima del poder mundial” (Calle y DerGhoukassian,
2003, 67). Tal optimismo se reflejaba aún diez años más tarde cuando, tras los atentados a
las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001, el presidente George Bush, quien se apoyó
en teóricos neoconservadores agrupados en el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano,
lanzó su doctrina de guerras preventivas en la lucha antiterrorista. Ello implicaba una
estrategia de política internacional marcadamente unilateral (Calle y DerGhoukassian 2003;
López 2005).
Pese a este predominante optimismo unipolarista, las tesis declinalistas no
desaparecieron totalmente del debate del mainstream. Algunos académicos como
Christopher Layne y Kenneth Waltz, en sintonía con las tesis de Gilpin y Kennedy en la
década anterior, insistían en que la declinación económica de Estados Unidos era innegable,
y que un orden multipolar surgiría mucho antes de lo que opinaban los unipolaristas. Según
Layne (1993, 7), el “momento unipolar” estadounidense sería más bien breve y había que
entenderlo como “un interludio geopolítico que dará paso a la multipolaridad entre 2000 y
2010”. Waltz (1993, 71) argumentaba que, si bien “durante algunos años por venir (…)
Estados Unidos será el país líder económica y militarmente”, estaba emergiendo un orden
multipolar que, en un plazo no muy lejano (de 10 a 20 años), reemplazaría la unipolaridad
estadounidense, debido al crecimiento económico de gran potencia que mostraban países
como Japón y Alemania, sin descartar que China terminaría sumándose a este selecto club.
Por lo tanto, Estados Unidos tendría “que aprender un papel que nunca había desempeñado:
coexistir e interactuar con otras grandes potencias” en igualdad de condiciones (64, 66 y 72).
Layne y Waltz fueron rápidamente etiquetados por sus críticos como “pesimistas
unipolares”, dado que, además de afirmar que la declinación económica de la mega potencia
del norte llevaba al nacimiento de un nuevo orden multipolar, “también cuestionaron la
sabiduría de hacer de la preservación del dominio estadounidense en un mundo unipolar el
objetivo principal de la gran estrategia de Estados Unidos después de la Guerra Fría” (Layne
2012, 204).
3. Los 2000: del optimismo unipolarista a la preocupación multipolarista
En la medida en que el siglo XXI avanzaba, el optimismo unipolarista se fue transformando
en un creciente pesimismo declinalista. Nuevamente estaba motivado por el imparable
aumento de la deuda nacional estadounidense, su creciente deterioro social interno, y
fenómenos externos tales como el acelerado crecimiento económico de China.
Se ha planteado que no solo es sorprendente lo rápido que terminó el llamado momento
unipolar, “sino también lo rápido que surgió un consenso sobre un inevitable e irreversible
cambio de poder lejos de Estados Unidos y Occidente” (Serfaty 2011, 7). Incluso Zbigniew
Brzezinski (2013, 46), crítico de las tesis que señalaban como irreversible la declinación
estadounidense, reconoce que la potencia del Norte se veía acosada por “serios desafíos
operativos: una deuda nacional masiva y creciente, una desigualdad social cada vez mayor,
una cultura cornucopia que adora el materialismo, un sistema financiero dado a la
especulación codiciosa y un sistema político polarizado”. También que, si no implementaba
las correcciones necesarias, estos problemas podían condenar a ese país al mismo destino
histórico de otras potencias hegemónicas que desaparecieron, como Roma en el siglo V d.c.
y Gran Bretaña en el siglo XX.
Una coyuntura que de manera particular estimuló este pesimismo declinalista fue la
crisis económica subprime de 2008. Aquí quedó claro que Estados Unidos y sus socios del
G-7por solos no podrían salvar el orden capitalista económico liberal, por lo cual debieron
recurrir al auxilio del G-20.
3
Como señala Layne (2012, 203), hasta los “presagios de la Gran Recesión en el otoño
de 2007, la mayoría de los académicos de estudios de seguridad estadounidenses creían que
la unipolaridad y, forzosamente, la hegemonía estadounidense serían características
perdurables de la política internacional en el futuro lejano”. Sin embargo, esta crisis estimuló
la superación de las tesis unipolaristas “por las premoniciones de la decadencia y la
transformación geopolítica de Estados Unidos”, dado que “puso de relieve el desplazamiento
de la riqueza y el poder mundiales de Occidente a Oriente, una tendencia ilustrada por el
3
El Grupo de los 7 o G-7 se creó en la década del setenta del siglo XX, conformado por “Estados Unidos, Reino
Unido, Japón, Canadá, Francia, Alemania e Italia” con el fin de ejercer un “poder de bloque en todas las
negociaciones en las convenciones internacionales organizadas por la Organización de las Naciones Unidas y
otros organismos multilaterales como la OMC”. Por su parte, el G-20 se creó en 1999 como “respuesta de las
hegemonías del Norte, para calmar la presión de las relaciones internacionales y adoptar una política exterior
que facilite el tránsito de un orden unipolar a un orden multipolar”, incluyó a los países del G-7 más Rusia, a
los que se sumaron “Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, China, Corea del Sur, India,
Indonesia, México, Sudáfrica y Turquía. El miembro número 20 es la Unión Europea” (Falconí 2014, 88,89).
impresionante ascenso rápido de China al estatus de gran potencia”. Igualmente planteó
“dudas sobre la solidez de los fundamentos económicos y financieros de la primacía de
Estados Unidos”.
En la segunda década de los 2000 aumentó el debate sobre las características que
asumía un orden mundial que había comenzado a transitar desde un orden unipolar a otro con
crecientes rasgos de multipolaridad, y que no necesariamente iba a ser controlado por EE.UU.
y sus aliados occidentales (Haass 2008; Zakaria 2008; 2011; Barma et. al 2009; Schweller y
Pu 2011; Serfaty 2011; Acharya 2014; 2017; Ikenberry 2018; Lieber 2020). Como bien se ha
señalado,
en la última década, una plétora de libros y artículos han alimentado los debates sobre el
declive del poder estadounidense y su propuesta de corolario: la transición del poder
mundial de Occidente a Oriente (…) Tras haberse esforzado por ayudar a construir un
orden internacional liberal, que aportó estabilidad y crecimiento durante más de 70 años,
los aliados de Estados Unidos deben enfrentarse ahora a la posibilidad de que el poder
hegemónico de Estados Unidos disminuya (Massie y Paquin 2020, 14).
En otros aspectos, el debate se refiere a cómo caracterizar este orden mundial emergente.
Randall y Pu (2011, 42) señalan que “si se avecina una gran transformación (…) se trata de
una transformación estructural de la unipolaridad a la multipolaridad”. Haass (2008) prefiere
hablar de un orden “no polar” en vez de multipolar, en el sentido de que un orden multipolar
implica “varios polos o concentraciones diferenciadas de poder”. Sin embargo, el mundo de
la globalización difiere “de manera fundamental de uno de multipolaridad clásica”, debido a
que existen “muchos más centros de poder, y muchos de estos polos no son Estados-nación”
(44,45). Zakaria (2008 y 2011) define este nuevo orden multipolar como un mundo pos
americano donde el poder será más difuso debido al nacimiento de nuevas potencias como
China e India, entre otras. Si bien Estados Unidos seguiría siendo uno de los principales
poderes, ya no sería el único súper poder sin contestación. Acharya (2014; 2017) argumenta
que más que un nuevo orden multipolar, el nuevo orden global sería múltiple o multiplex y
pos liberal. En este convivirían elementos del orden liberal liderado por Estados Unidos-
con múltiples órdenes internacionales transversales no liberales. Por lo tanto, el orden
hegemónico liberal, u orden mundial estadounidense, estaba en declinación. En
contradicción parcial con Acharya, Ikenberry (2018, 8) afirma que, si bien el orden
internacional estaba en transición hacia algún tipo de orden post-estadounidense y post-
occidental, no necesariamente desaparecerá el orden liberal instalado hace más de 70 años
por Estados Unido. Plantea que “a pesar de sus problemas, el internacionalismo liberal aún
tiene futuro. La organización hegemónica estadounidense del orden liberal se está
debilitando, pero las ideas organizativas más generales y los impulsos del internacionalismo
liberal están muy arraigados en la política mundial”.
Otros analistas como Barma et al. (2009) hablan de un mundo sin Occidente para
caracterizar el surgimiento de un orden internacional alternativo al occidental, dirigido por
China y otras potencias emergentes. Estas, en la medida que se hacían más poderosas,
comenzaban a crear sus propias instituciones internacionales (por ejemplo, la Organización
de Cooperación de Shanghai). Se trata de “un orden internacional alternativo al orden
predominante” occidental, “construido sobre la densidad dinámica de los flujos
transaccionales dentro de su propia esfera” (528 y 541). Serfaty (2011, 7 y 8), algo más
conciliador, plantea que, en “el siglo XXI, el mundo pos occidental, en caso de que se
confirme, no tiene por qué surgir sobre el declive de las potencias occidentales, incluido
Estados Unidos, sino sobre el ascenso de todos los demás”.
Los analistas podrán discrepar respecto de algunos rasgos específicos de un orden
multipolar en formación, pero coincidirán en que este nuevo orden será producto de la
declinación relativa (no absoluta) de Estados Unidos como potencia hegemónica, sobre todo
“debido al ascenso de China” (Massie y Paquin 2020, 15). Las ideas declinalistas también se
expresarán en las instituciones ligadas a la seguridad y defensa estadounidense. Por ejemplo,
señalan Dabat y Leal (2019, 103) que en la publicación Global Trends, de 2012, perteneciente
al National Intelligence Council, del gobierno de EE.UU., se planteó que “para 2030 el
avance de China, más el debilitamiento de EUA, llevarán al mundo hacia el fin de la
hegemonía absoluta de EUA y hacia el advenimiento de un mundo multipolar”.
4. Interregno hegemónico: los principales actores “desafiantes” de la unipolaridad
estadounidense
En la segunda década de los 2000 se hace cada vez más relevante el debate sobre la
declinación estadounidense, con la percepción de que el ciclo hegemónico de la potencia del
norte, que se inició tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, estaría llegando a su fin. Ello
ha llevado a plantear la idea de que estaríamos atravesando por un interregno hegemónico, o
sea, un periodo de tiempo dentro del orden mundial que se caracteriza por la “ausencia de
hegemonía” (Morales 2018). Los autores que han desarrollado este concepto se basan en la
idea de Antonio Gramsci de que en las crisis de hegemonía (especialmente, hegemonía
política o de autoridad) lo viejo y declinante no termina de perecer, y lo nuevo o ascendente
no termina de nacer: “la crisis consiste precisamente en que lo viejo está muriendo y lo nuevo
no puede nacer, en este interregno aparecen una gran variedad de síntomas mórbidos” (como
se citó en Møller 2019, 337). De ahí que el interregno hegemónico se trataría de un periodo
de tiempo, relativamente largo, caótico y confuso, en el cual no hay una falta total de orden
en el sistema internacional, sino un sistema semiordenado. En este interregno existe una
importante tensión entre el orden hegemónico que declina y los nuevos poderes que lo
desafían, si bien aún no ha surgido un sistema hegemónico tal que reemplace al declinante
(Møller 2019; Babic 2020; Sanahuja 2022; Baroud y Rubeo 2022).
Dos serían los fenómenos principales que desafiarían al poder hegemónico
estadounidense declinante: a) la aparición de las llamadas potencias emergentes, encabezadas
por China, y b) el desplazamiento del poder económico global del Atlántico al Indo-Pacifico,
o de Occidente a Oriente.
a) Las potencias emergentes y los BRICS
El concepto de “potencias emergentes”, si bien es algo vago, se utiliza para describir a “países
que se cree que están en proceso de aumentar su poder económico (y político) más rápido
que el resto”. Además, “generalmente necesitan ser grandes (tanto en extensión geográfica
como en población, aunque no siempre, como en el caso de Japón) y con mayor pobreza per
cápita que los países industrializados” (Stuenkel 2020). Arquetipo de potencias emergentes
serán los denominados BRIC,
4
que pasaron, de ser considerados mercados emergentes, a ser
potencias emergentes tras la crisis mundial subprime de 2008. Ello implicó un paradigmático
cambio de percepción respecto de la capacidad de Estados Unidos y Occidente para liderar
la economía global. Joseph Nye (2010), importante critico de las tesis declinalistas, señaló
que muchos analistas interpretaron “la crisis financiera mundial de 2008 como el inicio del
declive estadounidense” (2). Se considera que esta crisis abrió “un espacio para que las
potencias emergentes del Sur global” comenzaran a desempeñar “un papel cada vez más
4
BRIC es el acrónimo de Brasil, Rusia, India y China. Fue el economista Jim O’Neill quien acuñó el término
en 2001 para designar a estos cuatro países como los mercados emergentes.
activo en la reforma de la gobernanza política y económica mundial, hasta el punto de que
un ‘cambio de régimen’ en la gobernanza” pasó a ser “ahora al menos una posibilidad clara”
(Grey y Murphy 2013, 184). Más aún, “provocó un cambio dramático en las percepciones de
Beijing sobre el equilibrio de poder internacional”, dado que China comenzó a ver “a Estados
Unidos en declive y, al mismo tiempo (…), a misma como una gran potencia” (Layne
2012, 205).
El desastre económico global que significó esta crisis llevó a los BRIC, en 2009, a
constituirse como grupo específico para influir en la política económica mundial. En 2011
incorporaron a Sudáfrica y pasaron a conocerse como BRICS. Desde su conformación,
comenzaron a realizar reuniones cumbres anuales que generaron diversas áreas de
cooperación y diálogo, y llevaron a “definir acciones para promover cambios económicos e
institucionales internacionales que (…) apoyen un desarrollo global igualitario”, así como un
“mundo multipolar y justo”, junto con la necesaria “reforma integral de las Naciones
Unidas”, entre otros aspectos (Cabello, Ortiz y Soza 2021, 139, 140 y 147). En 2014,
fundaron el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS, con un capital inicial autorizado de $
100 mil millones USD y anunciaron la gestación de un grupo de reserva de divisas como
alternativa al Fondo Monetario Internacional (FMI) (Nehru 2014). En 2015, por iniciativa
China, se fundó el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII), el más reciente
banco multilateral de desarrollo, considerado una alternativa al BM y al FMI para la región
Asia-Pacifico (Jensana 2020).
Se afirma que los BRICS, con China a la cabeza, se han transformado en los arquetipos
de las denominadas potencias emergentes contemporáneas (Pelfini, Fulquet y Bidaseca 2015;
Cabello, Ortiz y Soza 2021) que estarían “desafiando cada vez más el dominio occidental”,
al generar una situación donde “la legitimidad de las reglas y roles de liderazgo de la
gobernanza global está en disputa” (Stephen 2017, 483). Tal desafío se estaría acentuando,
si consideramos que en la cumbre de agosto de 2023 anunciaron que, en 2024, incorporarían
a seis nuevos socios: Argentina, Arabia Saudí, Egipto, Etiopía, Emiratos Árabes Unidos e
Irán (Puig 2023).
b) Asia, el nuevo motor económico del mundo
El otro fenómeno que estaría desafiando a la hegemonía estadounidense (y por defecto,
occidental) radica en que Asia está transformándose en el mayor y más dinámico polo
económico del planeta. Según Brzezinski (2013), la obligada decisión de Estados Unidos y
sus aliados del G-8 (el G-7 más Rusia) de recurrir al G-20 para superar la crisis subprime de
2008, hizo “evidente una nueva realidad geopolítica: el consiguiente cambio en el centro de
gravedad del poder global y del dinamismo económico del Atlántico hacia el Pacífico, del
Oeste hacia el Este” (15).
Existen varios informes que avalan este fenómeno. En 2009 se publicó un interesante
estudio que pronosticaba que, en las próximas décadas, sería incontestable la primacía de la
economía asiática frente a la del resto del mundo. Se comparó a las mayores economías del
mundo occidental agrupadas en la OCDE, o sea, los países en el centro del orden
internacional liberal”, con las 29 mayores economías del mundo no OCDE, a las que
identificaban como “los países en juego(Argelia, Argentina, Bangladesh, Brasil, Chile,
China, Colombia, Egipto, India, Indonesia, Irán, Israel, Kazajstán, Malasia, Marruecos,
Nigeria, Pakistán, Perú, Filipinas, Rusia, Arabia Saudita, Singapur, Sudáfrica, Siria,
Tailandia, Ucrania, Uzbekistán, Venezuela y Vietnam). Estos “con su creciente poderío
colectivo, son las nuevas potencias emergentes” (Barma et al. 2009, 529). De los 29 países
en juego, 16 eran asiáticos, más Rusia que se puede definir como euro-asiático. “China y la
India son las dos potencias emergentes más importantes”, ya que “capturan una porción cada
vez mayor del comercio de los países en juego” (Barma et al. 2009, 532). En 2011, el Asian
Development Bank calculó que el PIB de Asia subiría de 17 trillones de dólares, en 2010, a
174 trillones, en 2050. Ello equivaldría al 50% del PIB mundial, cifra similar a su parte de la
población mundial. Este crecimiento estaría liderado por siete economías principales. Dos de
ellas, Japón y Corea del Sur, ya eran desarrolladas en 2010, y cinco: China, Indonesia,
Tailandia y Malasia se catalogaban como economías de rápido crecimiento. Entre 2010 y
2050, “estas siete economías representarían hasta el 91% del crecimiento del PIB total en
Asia, y casi el 53 % del crecimiento del PIB mundial. Por lo tanto, serán los motores no solo
de la economía de Asia, sino también de la mundial” (Asian Development Bank 2011, 1, 2 y
31).
El Banco Mundial (BM), al comparar la evolución de los datos económicos a nivel de
continentes, señaló que, si bien en el año 2010 el PIB de todo el continente americano y el
Caribe representaba el 33% del PIB global, y el de Asia el 28,7%, once años más tarde el
PIB de Asia representó el 36,2 % del PIB mundial, lo que relegó al continente americano al
segundo lugar, con el 31,8% del PIB global (Banco Mundial 2021a; 2021b). Según
estimación del World Economic Forum, en 2030 Asia representará el 60% del crecimiento
económico mundial, y será el mayor mercado de consumo, al contener a la clase media más
numerosa del planeta (Yendamuri e Ingilizian 2020).
El establishment de seguridad y poder estratégico de Estados Unidos también es
consciente de que el centro de gravedad del poder económico mundial se está desplazando al
Asia. Ello representa una amenaza seria para la hegemonía atlántico-anglo-occidental, con
más de 200 años de existencia (los británicos desde el siglo XIX hasta inicios del XX y
Estados Unidos, de la segunda mitad del siglo XX en lo adelante). Según un informe del
National Bureau of Asian Research (NBR), ya en 2010 se señalaba que
el poder en el sistema internacional continúa pasando a Asia desde Occidente, impulsado
por el crecimiento superior de las principales economías de Asia () El crecimiento
económico ha permitido a los estados asiáticos invertir más en capacidades militares
modernas, lo que podría amenazar la hegemonía estadounidense y la estabilidad regional
(Tellis 2010, 2).
5. Evolución de la división Norte-Sur
Una de las consecuencias del fin de la Guerra Fría, con la llegada de la globalización y el
surgimiento de potencias emergentes, será el debate sobre la pertinencia de seguir utilizando
las categorías de jerarquización del poder en el orden mundial, comúnmente utilizadas
durante la Guerra Fría: Primer Mundo (países capitalistas desarrollados), Segundo Mundo
(países comunistas industrializados) y Tercer Mundo (países subdesarrollados); así como la
división Norte-Sur. Barry Buzan (1991, 432) tempranamente señaló que
un problema inmediato es que muchos de los términos en los que normalmente se
plantearía un debate de este tipo han quedado obsoletos (…) el término ‘Tercer Mundo’
ha perdido casi todo su contenido. En ausencia de un Segundo Mundo, ahora que el
sistema comunista se ha desintegrado en gran medida, ¿cómo puede haber un Tercero?
(…) ¿Qué significa Occidente’ cuando incluye a Japón y Australia, o ‘Norte’ cuando
incluye a Albania, Rumanía y la Unión Soviética, o ‘Sur’ cuando incluye a Corea y
excluye a Australia?
Si bien podríamos concordar con Buzan en que la división del mundo en tres
estamentos ha perdido todo sentido, tenemos que señalar que la división Norte-Sur se ha
mantenido vigente. Cabe recordar que, durante la Guerra Fría, los países subdesarrollados (o
en vías de desarrollo) enfatizaron la división Norte-Sur, con el fin de salirse de la lógica del
conflicto dominante entre el bloque capitalista y el bloque comunista, o el conflicto Este-
Oeste y su categorización entre Primer, Segundo y Tercer Mundo. Tenían como objetivo
relevar la urgencia de superar el subdesarrollo que caracterizaba a sus sociedades, las cuales
representaban a la gran mayoría de la humanidad. A mediados de la década de 1970 surgió
el Diálogo Norte-Sur en la Organización de Naciones Unidas (ONU), con el fin de contestar
a las demandas del mundo subdesarrollado de crear un Nuevo Orden Económico
Internacional (NOEI) que respondiera mejor a sus necesidades. En 1977, el canciller alemán
Willy Brandt encabezó una comisión destinada a proponer un Nuevo Orden Internacional
para superar las tensiones entre el mundo desarrollado y el subdesarrollado. Tres años
después, en 1980, se publicó el informe de la Comisión Brandt, Diálogo Norte-Sur, e
igualmente se popularizó la “Línea Brandt” (mapa 1), que dividía al mundo entre países
desarrollados y subdesarrollados, o en vías de desarrollo, donde la República Popular China,
debido a su bajo PIB per cápita, quedaba en el mundo no desarrollado (Informe de la
Comisión Brandt 1981).
Mapa 1. Línea Brandt 1980-1991
Dado que, tras el fin de la Guerra Fría, la brecha entre países desarrollados y subdesarrollados
no desapareció, se siguió utilizando la distinción Norte-Sur. Además, se hizo común hablar
de Norte global y Sur global en los análisis de poder. Como dice Therien (1999, 722), a pesar
de que “la brecha entre los países ricos y pobres ya no tiene la resonancia que alguna vez
tuvo. Sin duda, la división entre el Norte y el Sur sigue siendo un área de reflexión en las
relaciones internacionales”. Y esto ocurre, como bien explica Falconí (2014, 89), porque
“tanto la política como la economía de las naciones más fuertes del planeta imponen las reglas
del juego en las relaciones mundiales”.
La “idea de Sur’ se construyó esencialmente por oposición al Norte y por
diferenciación al conflicto Este Oeste. Desaparecido este último, se reafirma la definición
por oposición al primero” (Kern y Weisstaub 2011, 87). O sea, su vigencia “responde a
consideraciones de poder y percepción y no de geografía (…) la división Norte-Sur refleja la
distribución de poder en el sistema internacional” (Del Prado 1998, 23). El Norte ha servido,
principalmente, para caracterizar a la hegemonía que estableció Estados Unidos, secundado
por sus más estrechos aliados (G-7) desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y el Sur, para
identificar a los Estados subdesarrollados y con una inserción subalterna en el sistema
internacional (Del Prado 1998; Kern y Weisstaub 2011).
Sin embargo, son evidentes los enormes cambios que, en las últimas dos décadas,
vienen ocurriendo en el poder económico que, ineluctablemente, implica cambios en el poder
político y desplazamientos de la Línea Brandt.
Por estas razones,
se plantea que “China ya
no es un país subdesarrollado periférico, sino que comienza a rivalizar con Estados Unidos.
India se está poniendo al día rápidamente. (…) Además, se espera que el crecimiento en las
economías emergentes siga siendo más fuerte que en los países de altos ingresos” (Stephen
2017, 486, 487). Por lo tanto, s
i bien esta división aún es útil para diferenciar las relaciones
de poder entre Estados ricos y pobres, también es bastante acertado afirmar
que “los
parámetros del debate entre el Norte y el Sur han cambiado radicalmente” (Therien 1999,
723). Y, todo indica que esta tendencia se acentuará aún más en las próximas dos décadas.
6. El núcleo de poder del nuevo orden multipolar y el peligro de América Latina de
transformarse en un “Sur absoluto”
Las proyecciones respecto del crecimiento de Asia señalan que, para mediados de siglo, este
continente se habrá transformado (sino todo, al menos una parte significativa de él) en uno
de los mayores polos de desarrollo económico, industrial y tecnológico del mundo, a la par
de, o incluso superior, Europa y América del Norte (EE.UU. y Canadá). Por lo tanto, también
habrá aumentado enormemente su poder real en la arena política internacional, en donde se
proyecta que China e India podrían ser parte del nuevo núcleo de poder de un orden
multipolar.
Si intentamos un breve ejercicio prospectivo para tratar de identificar a los posibles
Estados que constituirían los principales mega poderes del nuevo orden multipolar, podemos
recordar la opinión de Kissinger (2017) cuando, al vaticinar la evolución del orden mundial
en el siglo XXI, señaló que “el relativo poderío militar de Estados Unidos declinará
paulatinamente” y que el sistema internacional se caracterizará por un multipolarismo similar
al equilibrio europeo del siglo XIX, en donde el orden será determinado por “al menos seis
grandes potencias -los Estados Unidos, Europa, China, Japón, Rusia y probablemente la
India-(17,18). También, Brzezinski (2013, 23) señaló que, a pesar de todo lo impreciso que
resultaba proyectar cuales serían las mega potencias que compartirían el poder global en el
siglo XXI, a parte de Estados Unidos y China, cualquier lista debería “incluir a Rusia, Japón
e India, así como a los líderes informales de la UE: Gran Bretaña, Alemania y Francia”. Por
último, podemos tomar la definición de Jordi Palou (1993, 10) cuando señala que los rasgos
que definen a una superpotencia en el orden mundial son: “disponibilidad para intervenir en
cualquier parte del mundo, riqueza material, territorio de dimensiones continentales, recursos
humanos considerables y alto nivel de desarrollo tecnológico”, además de una “capacidad de
respuesta a un ataque nuclear masivo; es decir, la amplitud de su arsenal nuclear”.
Si tomamos las proyecciones de Kissinger y Brzezinki y las cruzamos con la
definición de Palou para caracterizar a una súper potencia, nos aparecen inmediatamente
cinco grandes candidatos a sentarse a la mesa principal del poder multipolar en un futuro
relativamente cercano: Estados Unidos, China, Unión Europea (incluimos al Reino Unido),
India y Rusia. Por tanto, la conclusión evidente de este ejercicio es que las cinco súper
potencias que integrarían el núcleo principal de poder en un futuro orden multipolar están
localizadas en el hemisferio norte del planeta.
Si América Latina y África, que no aparecen en el ejercicio anterior, mantienen su
actual situación económica, o sea, siguen sustentando su crecimiento en la exportación de
recursos naturales y productos de bajísimo valor agregado, evidentemente continuarán con
su calidad actual de integrantes del Sur, solo que ahora sin Asia, que habrá pasado al mundo
desarrollado. Esto implicaría un radical desplazamiento de la Línea Brandt en un sentido que
va del Noreste al Suroeste, en donde América Latina y África se habrían transformado en
una suerte de “Sur absoluto” (mapa 2). O sea, serán regiones en permanente estado de
subdesarrollo o “en vías de desarrollo”, además de periféricas y subordinadas a los nuevos
mega poderes que serán el núcleo del orden multipolar.
Mapa 2. Hipótesis del Sur absoluto
Conclusiones
Si estas proyecciones se verifican, del actual interregno hegemónico pasaríamos, en un futuro
relativamente cercano, a un nuevo orden hegemónico multipolar cuyo núcleo de poder estaría
constituido por cinco súper potencias, ubicadas todas en el norte geográfico y con
características de Estados-continente por sus dimensiones: dos asiáticas (China e India), dos
occidentales (Europa y Estados Unidos) y una euroasiática (Rusia). La Línea Brandt, con su
división Norte-Sur, también se habría modificado radicalmente, dejando a América Latina y
a África en el “Sur absoluto” del nuevo orden mundial. En esta nueva realidad, ¿qué
capacidad de negociación tendría, o cómo podría defender sus legítimos intereses, un país de
nuestra región, de manera aislada, con las complejidades de un orden multipolar como el que
se proyecta, donde cada mega potencia nueva o tradicional-, sedienta de recursos naturales
para alimentar a sus complejos tecno-industriales y a una población de creciente poder
adquisitivo, probablemente buscará asegurar sus áreas de influencia por todos los medios
posibles?
Todo indica que, de mantenerse las tendencias descritas, lo más prudente para América
Latina sería dar pasos acelerados en su integración, única manera de aumentar su capacidad
relativa de negociación, a como de aumentar sus posibilidades para salir de la muy
prolongada condición de “en vías de desarrollo” que amenaza con petrificarse.
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