Mundos Plurales. Revista Latinoamericana de Políticas y Acción Pública Vol.12  N.° 1, mayo 2025, pp. 11-33

ISSN 13909193/e-ISSN 26619075

DOI:10.17141/ mundosplurales.1.2025.6521

 

Sobre la violencia. Comprender, nombrar, definir: ¿una tarea imposible?

On violence. Understanding, naming, defining: an impossible task?

 

Matthieu de Nanteuil. Profesor de sociología en la UCLouvain, miembro del Instituto de Análisis del Cambio en la Historia y las Sociedades Contemporáneas (IACCHOS) y decano de la Louvain School of Management (LSM). Correo electrónico: mathieu.denanteuil@uclouvain.be

Traducido del francés al español por Dayuma Chavarría. Universidad San Francisco de Quito,dayuchavarria@gmail.com

 

Recibido: 10/08/2024 - Aceptado: 01/12/2024

 

Resumen

Este texto es un ensayo para abordar, no la violencia de una manera muy abstracta, sino lo que significa para el esfuerzo científico que busca acercarse a ella. Para ello, nuestro artículo explora tres direcciones: comprender —tanto captar como aprehender— las formas que adopta la violencia en su diversidad; nombrar lo que ocurre, al tiempo que se subrayan las dificultades del lenguaje argumentativo para lograrlo; y, por último, definir la violencia, no como una serie de situaciones fijas, sino como un espacio de problematización construido a partir de tres polaridades (fenomenológica, sociológica y ontológica). En el plano práctico, su contribución consiste en tratar de relacionar situaciones dispares, sin reducir la violencia a una forma única, como por ejemplo “la guerra”. En el plano teórico, su contribución es doble: rompiendo con el análisis funcionalista de la violencia que aún domina muchos trabajos sociológicos, sugiere un enfoque dramatúrgico; lejos de un intento sustancialista que busca identificar la violencia con tal o cual situación, promueve una perspectiva diferencial sobre la violencia.  Es en el marco de este cambio (giro dramatúrgico y enfoque diferencial) donde se sitúa nuestro intento de comprender, nombrar, definir.

Palabras clave: violencia, injusticia social, fenomenología, Sociología, ontología

 

Abstract

This text is an attempt to address violence, not in a highly abstract manner, but through what it means for scientific endeavours that seek to understand it. To this end, our article explores three directions: understanding—both grasping and apprehending—the forms that violence takes in its diversity; naming what happens, while highlighting the difficulties of argumentative language in achieving this; and, finally, defining violence, not as a series of fixed situations, but as a space of problematisation constructed from three polarities (phenomenological, sociological and ontological). On a practical level, its contribution consists of attempting to relate disparate situations without reducing violence to a single form, such as ‘war’. On a theoretical level, its contribution is twofold: breaking with the functionalist analysis of violence that still dominates much sociological work, he suggests a dramaturgical approach; far from a substantialist attempt to identify violence with this or that situation, he promotes a differential perspective on violence. It is within the framework of this change (dramaturgical shift and differential approach) that our attempt to understand, name and define is situated.

Key words: violence, social injustice, phenomenology, Sociology, ontology

 

   

El alma tropieza,

El los cuerpos caen,

los corazones se rompen

mientras el trigo crece,

mientras hablamos.

—Andrée Chedid

 

 

A partir del siglo XXI la humanidad ha entrado en una nueva era: planetaria, sobretecnificada y estructuralmente desigual. ¿Podemos precisar estos términos? El mundo que hemos heredado, desde la Revolución Industrial, estaba marcado por la importancia de la cuestión social en el análisis crítico de las sociedades occidentales. Este tema ha sido fuente de numerosos debates internos, ha alimentado la controversia o el conflicto; pero sobre todo ha impulsado políticas de redistribución a gran escala con el fin de construir un mundo más solidario y menos desigual que en el pasado. Mientras que, en el plano analítico, la justicia social se ha convertido en el referente principal de las “ciencias del ser humano y de la sociedad”.

Sin embargo, esto conlleva ciertos límites: sugiere que el tema de la violencia era por naturaleza excesivo, que las atrocidades cometidas en su nombre estaban esencialmente relacionadas con la irracionalidad y que la modernidad, surgida en Siglo de las Luces, le era ajena. Por lo tanto, esto ha convertido nuestra relación con la violencia en una forma de omisión para el pensamiento y para la acción. Es decir, no ha ocultado la violencia como tal, sino su carácter ordinario e inestable, su impureza. Esa suciedad cuyo origen no se conoce con precisión, y que, por esta misma razón, nos inquieta. Esa mugre que desearíamos no ver nunca o de la que quisiéramos deshacernos definitivamente. Todo lo que, en un libro premonitorio, Georges Bataille ha denominado la “parte maldita” (Bataille, 1967).

Con el objetivo, a pesar de todo, de aproximar esta parte oscura en el contexto actual, este artículo explora tres direcciones: comprender —tanto capturar como entender— las formas que adopta la violencia en su propia diversidad; nombrar lo que está sucediendo, al tiempo que señala las dificultades del lenguaje argumentativo para lograrlo; y, por último, definir la violencia, no como una serie de situaciones fijas, son como un espacio de problematización construido a partir de tres polaridades (fenomenológica, sociológica y ontológica).[i]


 

Comprender

El lugar que la justicia social ha llegado a ocupar en la vida intelectual de las sociedades occidentales –sobre todo, pero no exclusivamente, en el pensamiento izquierdista–, constituye un logro importante. En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, permitió instituir el Estado de bienestar y dar una dirección a la transformación social. Aún hoy, frente a las desigualdades en los ingresos que no cesan de extenderse –entre el Norte y el Sur, pero también en los países del Norte–, su contribución es decisiva para influir en las decisiones políticas y abrir el camino hacia otra globalización.

Paralelamente, sería erróneo decir que las ciencias sociales nunca se han preocupado por el tema de la violencia. Tomemos el ejemplo de Francia. Muchos autores han tratado de dar cuenta de las formas de violencia que caracterizan a este país desde el final de los Treinta Gloriosos. Además del trabajo de Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron (1970) sobre el sistema educativo, se pueden mencionar los análisis de la segregación generacional y urbana realizados por François Dubet (1987) y Jacques Donzelot (1984, 2013), las investigaciones sobre el racismo de Michel Wieviorka y Philippe Bataille o el análisis de las violencias políticas a escala europea, de Xavier Crettiez y Laurent Muchielli (2010).

Si ahondamos en las violencias bélicas (en la antigua Yugoslavia) y  contra las mujeres en diversos lugares del mundo, incluida Europa, encontramos las investigaciones antropológicas de Véronique Nahoum-Gappe (1997, 2002, 2013), sin olvidar la forma en que Jacques Semelin (2005) buscó dar una profundidad histórica al concepto de “violencia de masas” y a la resistencia –incluyendo su dimensión no violenta– que podía oponérsele (Donzelot, Mével y Wyvekens 2003; Wievieorka 1992, 2004; Bataille 1997; Crettiez 2008). A esto se suman, en un período más reciente, los numerosos trabajos relativos a la violencia de género, a las discriminaciones raciales, a la xenofobia y aquellos que ven en la destrucción de nuestros ecosistemas signos de una violencia irreversible (Rennes 2016; Simonetti 2016; Débauche 2016; Crenshaw 1995).[ii]

No se pueden subestimar estos desarrollos sucesivos. No obstante, lo que realmente llama la atención es el efecto de superposición de un tema sobre otro. En conjunto, estas investigaciones no han logrado cuestionar lo que, de manera progresiva, se ha convertido en el referente central del análisis crítico y de la acción pública: esta idea de que la injusticia social está en la raíz de todos nuestros males y que las patologías de la modernidad son esencialmente obstáculos para la igualdad. Actualmente, tal perspectiva no permite dar cuenta de una evolución que podría resultar decisiva. A pesar de seguir siendo desiguales, nuestras sociedades parecen haber entrado en una nueva fase: la que no se relacionaría solo con las patologías de la igualdad, sino que traduciría más bien una economía general de la brutalidad.[iii]

De hecho, las investigaciones que acabamos de mencionar no han logrado imaginar que las respuestas a las fracturas contemporáneas no se buscarían solamente en las políticas sociales, sino también en la “no violencia” o incluso en la “antiviolencia”. Estos términos, prácticamente tabús, son hoy considerados con condescendencia o desdén por la “gente seria” y pretenden aplicarlos realmente a la economía y a la política. Para los modernistas más dogmáticos, la resistencia a la violencia solo reduce el avance del progreso. A los ojos de los más benévolos, constituye una especie de objeto exótico para los militantes nostálgicos o para los museos oníricos. Nada que pueda poner en manifiesto la parte de violencia que acompaña la economía y la política en la modernidad, en particular en la fase contemporánea llamada “modernidad tardía”.[iv]

Este razonamiento lleva a un callejón sin salida. En la actualidad la “guerra económica” se ha convertido en uno de los fundamentos de la geopolítica contemporánea y el autoritarismo de los poderes se oculta cada vez menos. Mientras que, en su diversidad, a pesar de los esfuerzos de muchos actores por no ceder a los excesos, el capitalismo se despliega a escala planetaria y el estado de excepción se generaliza, tal orientación nos deja desarmados para contrarrestar las nuevas modalidades de dominación en el mundo. Al subestimar la parte de violencia que acompaña la economía política contemporánea, al dibujar –consciente o inconscientemente– una imagen del progreso despojada de las escorias de la brutalidad, salvo algunas excepciones, una forma de conciencia y de palancas de acción se han debilitado. En relación con esta parte de la violencia, ya no sabemos resistir, incluso hemos desaprendido a hacerlo. Este es, sin embargo, el desafío que debemos enfrentar si queremos hacer frente al mundo que se perfila ante nuestros ojos.

Al evocar la parte de la violencia que acompaña la economía y la política en la modernidad tardía,[v] no solo designamos los circuitos del crimen, las redes mafiosas, las pandillas ultraviolentas o las guerras “encubiertas” o “frontales” que desafían la crónica de una globalización feliz. Por ejemplo, la guerra de agresión llevada a cabo por Rusia en Ucrania tras años de presencia ilegal en el Donbas, o la guerra de erradicación emprendida por el Gobierno israelí contra la población palestina en Gaza después de los ataques terroristas de Hamas en octubre de 2023.

No solo apuntamos hacia las intervenciones militares realizadas fuera del mandato de las Naciones Unidas o a las prácticas represivas que los Estados, incluidos aquellos que garantizan el estado de derecho, desarrollan contra su propia población. Estos elementos son evidentemente esenciales, pero a su vez solo representan la parte visible del iceberg. A través de esto, tratamos de resaltar la banalidad de una violencia que se ha incrustado en la economía (esencialmente en la economía capitalista, a pesar de la diversidad de configuraciones existentes) y en la política (incluida la de las naciones con estados de derecho, a los niveles nacional e internacional) hasta el punto de no poder ser interrogada o mirada de frente.

Seres humanos que siembran el terror, asesinando cobardemente a poblaciones civiles, de quienes quisiéramos que fueran ajenos a toda humanidad, pero de quienes descubrimos que están formados por nuestra modernidad.

Personas migrantes y refugiadas, víctimas de guerras fratricidas o de desastres climáticos que vienen a golpear las puertas de Europa y se ahogan por miles, sin que los Estados portadores del ideal europeo sean capaces de socorrerlos.

Poblaciones de origen extranjero que se encuentran excluidas dentro de las naciones occidentales, cuyos habitantes en otro tiempo huyeron de guerras repetidas, erigiendo la hospitalidad en un principio jurídico internacional.

Suburbios de la desolación social que alimentan “desde abajo” esta cultura nihilista, que la acumulación sin fin fomenta “desde arriba”, lleva a los jóvenes más marginados a destrozar los lugares o los recursos de los que, sin embargo, necesitarían para escapar de su propio condicionamiento.

Instituciones encargadas de la protección de las poblaciones civiles –la policía, la escuela o la seguridad social– que decimos “amar” u “odiar”, pero que antes que nada deberíamos aprender a respetar por lo que son –instituciones, no personas– para darles los medios de cumplir plenamente su misión.

Acción pública incapaz de contestar a la magnitud de la violencia contra las mujeres, pero también ante el racismo y la xenofobia, encuentra múltiples prolongaciones en la escuela, en las empresas o dentro de los partidos políticos encargados de la vida pública.

Organizaciones (privadas o públicas) que desprecian la dignidad de sus trabajadores y la calidad del trabajo realizado, con el riesgo de generar formas de exclusión o de agotamiento (burn out), que destruyen el “sentido del trabajo” que pretenden promover.

Sin olvidar el contexto geopolítico, que no es solo la de las guerras de agresión o de erradicación, sino la del narcotráfico globalizado, que conecta a poblaciones en ambos extremos, donde unas producen para sobrevivir y las otras consumen para no tener que enfrentar el absurdo de una vida con la que no saben qué hacer. A lo cual se une la depredación ecológica, que combina el deterioro del clima con la destrucción de los patrimonios vivos, de los cuales la humanidad, sin embargo, necesita urgentemente para su mera supervivencia.

Hay en esta economía y esta política globalizada una práctica de la violencia que hemos dejado de ver. Aquí existe una cadena de brutalidades que ha terminado por escapársenos, especialmente porque aparece cada vez más como el reverso de una promesa de prosperidad y dignidad. ¿Debemos seguir por este camino? Durante mucho tiempo, el análisis dominante, tanto en la derecha como en la izquierda, ha sido ignorar estas cuestiones. En el mejor de los casos, cuando el pensamiento progresista no se resignaba a ver las desigualdades crecer, estas cuestiones se trataban bajo el prisma de “conflictos de distribución”, de “dificultades de inserción”, o incluso, de manera más amplia, como “problemas de integración”. Se percibe que nos falta el vocabulario para designar estos problemas en toda su complejidad y ofrecer respuestas adecuadas. En la situación actual hay una crisis en nuestra relación con el lenguaje, que dice mucho sobre las dificultades de la cultura occidental, incluso la más iluminada, para enfrentar lo que ella misma ha producido.

 

Nombrar

La socióloga Saskia Sassen elige el término “expulsión” para describir tal fenómeno: la economía política global nos enfrenta a un problema formidable: la emergencia de una nueva lógica de expulsión. Hemos presenciado durante las dos últimas décadas un aumento muy claro del número de personas, empresas o localidades expulsadas del centro del orden económico y social de nuestra época. Este movimiento hacia la expulsión radical ha sido posible por decisiones estratégicas en algunos casos, pero en otros se debe a algunos de nuestros logros económicos y técnicos ordinarios. La noción de expulsión nos lleva mucho más allá de la idea bastante familiar de una creciente desigualdad como forma de entender las patologías del capitalismo global. Además, esta noción subraya el hecho de que formas de conocimiento e inteligencia que respetamos y admiramos participan de largas cadenas de transacciones que pueden culminar en puras y simples expulsiones (Sassen 2014).

En un registro más filosófico, Judith Butler y Athena Athanasiou prefieren usar “desposesión”. Este término busca poner fin a la unidad del sujeto soberano que se poseería a sí mismo –ese sujeto prometeico que ha marcado y sostenido la modernidad desde Descartes–, pero también resistir a las formas más radicales de la injusticia:

 

Sin embargo, a pesar de todo el valor que otorgamos a las formas de responsabilidad y resistencia que emergen de un sujeto “desposeído” –un sujeto que reconoce los vínculos sociales diferenciados a través de los cuales se ha constituido y hacia los cuales tiene obligaciones–, somos al mismo tiempo muy conscientes de que la desposesión constituye una forma de sufrimiento para aquellos que son desplazados y colonizados. […] Una de las formas que adopta esta injusticia es la desposesión sistemática de los pueblos, a través, entre otras cosas, de la migración forzada, el desempleo, la pérdida del hogar, la ocupación y la conquista. La pregunta que debemos enfrentar es cómo ser desposeído de uno mismo como sujeto soberano y, al mismo tiempo, participar en colectivos que se opongan a las formas de desposesión que privan sistemáticamente a las poblaciones de sus modos de pertenencia y de justicia colectivos (Butler y Athanasiou 2016, 7-8).

 

Más cerca de nosotros, el filósofo Marc Crépon escribe:

 

Cuando decenas de miles de personas huyen de la guerra en Irak o en Siria y solicitan asilo, es una violencia terrible. No están pidiendo mejores condiciones de confort, huyen porque su vida está en peligro. Lo que piden es asilo. Cuando no somos capaces de ofrecer ese asilo, duplicamos la violencia. ¡Es importante saberlo y reconocerlo! [Además], quiero recordar que la acción política requiere primero de principios éticos. Esa brújula me parece indispensable para cerrar la brecha de la que hemos hablado entre lo deseable y lo posible. Sin principios, comienza el nihilismo, nada viene a detener o contener la violencia. [En este contexto, se habla mucho de] un rechazo absoluto, principista, e indiscutible de la violencia. [Pero] se trata de resistir a su banalización (Crépon 2016, 22-23).

 

Poco importan en este punto los términos precisos. Los intelectuales más sensibles a las masas humanas afectadas por las violencias contemporáneas buscan palabras para decir lo que durante tanto tiempo fue difícil de expresar. Lo importante no es el término exacto, sino el esfuerzo lingüístico, el trabajo con el lenguaje, la poética que nutre una política de emancipación. Sin duda demasiado reductora, la palabra “violencia” intenta captar esa capa heterogénea y subterránea sobre la que se sostiene nuestra cultura moderna. Durante mucho tiempo, estuvo oculta por la falsa ilusión encantadora de los “Treinta Gloriosos” – lo cual contribuyó a generar la sensación de una economía y política pacificadas, incluso cuando ese período estaba enmarcado por las guerras de descolonización y la Guerra Fría...–, esa capa ahora aparece a plena vista. ¿Cómo abordarla?

Aquí, nuestra aproximación es doble. Se trata, en primer lugar, de abandonar definitivamente un enfoque funcional o neofuncional de las patologías sociales, cuyas huellas siguen vivas en muchos autores contemporáneos, incluida la última generación de la Escuela de Frankfurt.[vi] Si un autor como Axel Honneth no deja de insistir, con razón, en las heridas morales que caracterizan la experiencia social –comenzando por el desprecio–, estas heridas siguen siendo entendidas como la expresión de un déficit de integración, una desconexión entre el sujeto y el sistema. La fuerza de este análisis radica en acercarse lo más posible a los sufrimientos sociales y las reivindicaciones colectivas que los acompañan. Pero sigue definiendo la sociedad como un lugar supuestamente homogéneo, que debería, al menos virtualmente, ser capaz de integrar a todos sus componentes.

Por el contrario, en este texto proponemos otro camino, que llamaremos “dramaturgia”. La dramaturgia no es un lirismo oscuro, una especie de romanticismo de la catástrofe. Al contrario, es una manera de subrayar las extraordinarias potencialidades del tiempo presente, pero también cómo las sociedades no dejan de generar, en contrapartida, fracturas, rupturas, formas múltiples de brutalidad, que tienen una relación lejana con la realidad de la guerra, hacen o deshacen el cotidiano, y se entrelazan mutuamente hasta el punto de nunca ser completamente legibles ni comprensibles. Frente a las patologías de la igualdad, se opone una economía política de la brutalidad, las alegrías y desgarros de una vida social golpeada, a la vez mutilada y creativa, opaca.

En segundo lugar, se trata de salir de una lectura sustancial –o, más precisamente, sustancialista– de la violencia, que buscaría en todas partes decir la verdad sobre lo que es violento o no, elaborar una lista de hechos y acciones caracterizadas como tales, y liberarnos de un temor. No, evocar esta parte de la violencia no consiste en descubrir un nuevo tesoro. Se trata más bien de dar respuesta a una interrogante persistente, de producir una diferencia, un desvío. No se trata de liberarnos de la suciedad, sino de asumirla y mirarla. ¿Cómo hacerlo? Eso es lo que veremos ahora.

 

Definir

¿Qué queremos decir cuando afirmamos que la economía y las políticas contemporáneas generan violencias y no solo injusticias? Un primer reflejo podría llevar a pensar que la violencia no es más que una forma radicalizada de injusticia, situada al final de un continuo de experiencias o situaciones cuyas características serían en gran medida idénticas –solo cambiaría su grado de gravedad o de soportabilidad–. Sin embargo, no será de eso de lo que se hable aquí.

Desde las “violencias de masas” (Jacques Semelin) hasta la “violencia simbólica” (Pierre Bourdieu y Jean Claude Passeron), pasando por la idea de que la violencia traduce un “desdoblamiento, una fisura entre el sujeto y el objeto en un mundo gobernado por la razón” (Michel Wieviorka), existe una gama de definiciones posibles. En un trabajo de síntesis, Xavier Crettiez ha puesto en valor la diversidad de formas que ha tomado la violencia a lo largo de la historia, pero también en la época actual (Sémelin 2005; Bourdieu y Passeron 1970; Wierviorka 2004).

Tales enfoques permiten insistir en una u otra característica de la violencia, medir su magnitud –a través de una serie de encuestas o investigaciones precisas– y dar al concepto que las subyace una profundidad que no siempre ha tenido. Son esenciales para abordar científicamente una realidad que la opinión pública generalmente trata de manera vulgar, como a la defensiva. Finalmente, permiten dar la espalda a estos dos estereotipos supuestamente generados por la violencia, particularmente en el mundo occidental: la parálisis – la cual nos condenaría inevitablemente al mutismo; el fatalismo – la presencia de un destino implacable (fatum) al que cada persona estaría sometida.

Estos estereotipos se refuerzan aún más cuando se observa que la expresión “desde siempre” se utiliza con mucha frecuencia cuando se habla de violencia, y mucho menos cuando nos referimos a otras realidades. “Desde siempre, el ser humano hace la guerra”, se escucha con mucha frecuencia. Ciertamente, pero “desde siempre” –para retomar la expresión consagrada– los hombres y las mujeres se aman, protegen a los recién nacidos, entierran a sus muertos, asumen responsabilidades educativas, transmiten valores y símbolos, se organizan para cooperar, etc. ¿Por qué esta expresión vuelve siempre en el discurso común cuando hablamos de violencia? ¿Hay algo que ocultar, algo que tendríamos dificultades para expresar realmente? ¿Tendremos miedo, no solo de la violencia, sino de esta dificultad misma?

Es en esta trampa donde fallan numerosos trabajos científicos. Todo parece indicar que basta con hacer con la violencia lo que siempre hemos hecho con las otras patologías sociales, empezando por la injusticia: describir, dar cuenta de la manera más precisa posible y, a veces, medir. Todo esto es necesario, pero ¿es suficiente? ¿Qué sucede cuando, para intentar contrarrestar los estereotipos que circulan en la opinión, buscamos reducir la violencia a un fenómeno como los demás? Tal vez se trate de esquivar lo que, precisamente, resulta difícil. En su diversidad misma, la violencia nos golpea, nos repugna. Supone que desviemos la mirada. No solo tiene que ver con la transparencia de los hechos, sino con la opacidad de lo real. Algo, irreductiblemente, se resiste al análisis. Un trastorno se aloja en el mismo lugar donde la razón crítica busca establecerse. Y ese trastorno acecha el discurso. Actúa en el discurso. Nos hace hablar y guardar silencio, desencadena una cohorte de justificaciones y nos priva de palabras justas. Opera a medio camino entre la palabra y sus dobles. Se mantiene frente a nosotros, dentro de nosotros.

Aunque varias actitudes son posibles frente a este hecho, en este texto consideramos que este trastorno forma parte de la violencia misma y que sería en vano, en este sentido, intentar construir un nuevo régimen de verdad. Por eso, en lugar de un análisis sustancial, proponemos un enfoque diferencial de la violencia. Con esto, no se trata tanto de definir la violencia en sí misma, como si este término designara una lista de situaciones dadas que bastaría con describir una tras otra, sino de situar este concepto en relación con otras modalidades posibles de aprehender la realidad. Así, denominar un conjunto de fenómenos como “violentos” solo tiene sentido porque traduce la inadecuación de otros recursos discursivos que intentan captar la parte oscura de nuestra época (Ogilvie 2012, 2013).

Para no multiplicar los ángulos de ataque, hemos optado por situar el término en relación con el de “injusticia social”. Aquí la violencia designa una categoría de análisis diferente de lo que suele referirse como injusticia social, la cual siempre alude a una serie de desequilibrios duraderos en el acceso a ingresos, derechos o “bienes comunes” (servicios públicos, acceso al agua o a la tierra, etc.), a la asimetría de las posiciones socioeconómicas y, más ampliamente, a formas más o menos radicales de desigualdad entre individuos o grupos sociales. En cambio, la violencia indicaría esa masa opaca que subyace o excede la injusticia, alimenta justificaciones interminables... mientras escapa a un análisis completamente adecuado. El suelo sobre el que caminamos, que retiene nuestros pasos o los arrastra en un deslizamiento ininterrumpido. Suciedad también, que nos repugna y de la que desearíamos poder liberarnos. ¿Cómo sondear su contenido?

Para avanzar en esta dirección, proponemos caracterizar la violencia como un espacio de problematización, delimitado por tres polaridades: una polaridad fenomenológica (marcada por la experiencia de la agresividad); una polaridad sociológica (que traduce un movimiento de desestructuración/restructuración del orden social); y una polaridad ontológica (que apunta a la exclusión del otro fuera de una comunidad de relaciones y, en última instancia, a su aniquilamiento). A continuación, detallamos cada una de ellas antes de proponer una esquematización.

La primera polaridad se refiere a la manera en que la violencia se manifiesta en la vida social. La idea es captar la violencia a través de un determinado modo de aparición en el mundo. Hablar en este sentido de “agresividad” implica considerar que el modo de existencia de la violencia es esencialmente el de la ruptura con un modo de interacción previo, en el cual nada es respetado ni preservado.

Reducir la violencia a un simple defecto de consentimiento sería, sin embargo, un error: esto implicaría hacer del “contrato” una figura de superación de la violencia, cuando la historia de la modernidad nos muestra que esto rara vez ha sido el caso. ¿Qué es un contrato de trabajo sino la expresión pública de un consentimiento asimétrico, o incluso “forzado”? Sabemos, además, que los contratos comerciales, aunque se basen completamente en la libertad de comprar o vender, no dicen nada sobre el estatus que ocupa la mercancía para las partes, ni, lo que es más grave, sobre el problema de la mercantilización de los bienes sociales o de los bienes de uso público en la fijación de los términos del contrato.

En cuanto al “contrato social” –para los teóricos que se refieren a él se supone que constituye el punto de origen de la modernidad occidental– sabemos desde Hobbes que no tiene nada que ver con el consentimiento generalizado: a menudo va de la mano con el gobierno por la fuerza o la justificación de la violencia del Estado. Por lo tanto, no es la figura del consentimiento la que está en cuestión en la agresividad, sino más bien la de una cierta manera de relacionarse. La violencia pone fin a las relaciones que se habían elegido anteriormente o que, en el pasado, pudieron haber servido como referencias para el establecimiento de relaciones significativas, aunque jerárquicas o desiguales.

Se podría añadir que la ruptura con lo existente no es la única expresión posible de la agresividad. En muchos casos, la violencia aparece en forma de una interacción impuesta, es decir, de una manera de entrar en relación que es contraria a la voluntad de las personas, como a la de su comunidad de pertenencia. Muchas situaciones de dominación obligan a las poblaciones a comportarse según modalidades que violan su intimidad o que afectan explícitamente los códigos culturales con los que se han construido. Se piensa, evidentemente, en las situaciones de promiscuidad colectiva (campos de refugiados, barrios marginales, favelas, etc.), pero también en la obligación de comportarse siguiendo los códigos de la ocupación militar, la desvergüenza forzada, la imposibilidad de establecer vínculos duraderos –en una palabra, el hecho de nunca poder crear vínculos que no sean instrumentales–.

La ruptura con lo existente o la distorsión de las relaciones de tal manera que estas sean vaciadas de su significación pasada: en todos los casos, la violencia surge como una forma de estar en el mundo, que impide a los actores entrar en relación según las modalidades que les son propias. Notemos que la agresividad no se enfoca primero en los cuerpos, sino en las relaciones: si el cuerpo es a menudo el blanco de múltiples violencias, es también porque es el asiento de sus relaciones con los demás y con nosotros mismos, el vector a través del cual una vida privada deviene en una vida social. Esta primera polaridad permite entonces poner el acento en la ruptura con un modo de interacción anterior, o aún en la idea de que la violencia es una ruptura dentro del orden de la interacción.[vii]

La segunda polaridad se refiere al modo de organización social que acompaña el desarrollo o la persistencia de la violencia en el tiempo. En el imaginario colectivo – particularmente en el imaginario europeo–, la violencia es sinónimo de destrucción generalizada. A menudo es el caso, pero solamente se trata de uno de los dos aspectos de una problemática más amplia, de naturaleza específicamente sociológica esta vez: la de la relación entre violencia y orden social.

Tomemos el caso de las violencias masivas. Existen numerosos trabajos que han aclarado el hecho, durante mucho tiempo tabú, de que la violencia suponía una parte de racionalidad en la perpetración de crímenes a gran escala. De hecho, fue necesario el trabajo valiente de algunos especialistas del genocidio para mostrar hasta qué punto éste suponía un intenso trabajo de “cálculo” y de “planificación” en la implementación de los objetivos de exterminación, ligado a la voluntad de destruir con la mayor eficacia posible. En Modernité et Holocauste, Zygmunt Bauman ([1989] 2008) nos había permitido dar un paso adicional. A sus ojos, son los fundamentos del proyecto moderno los que hicieron posible —aunque no necesario— la industrialización del crimen de masa. La división burocrática del trabajo habiendo separado el acto de trabajo de toda evaluación ética de sus efectos concretos, las estructuras políticas modernas tenían la posibilitad movilizar y desplegar largas cohortes de actores, que actuaron en condiciones de ejecución que ninguna otra civilización había inventado antes. Sin embargo, es necesario haber vivido mucho tiempo fuera de Occidente para comprender que tal análisis, aunque sea importante, sigue siendo insuficiente. Una cosa, en efecto, es saber qué genera la violencia; otra cosa es saber cómo vivir duraderamente con ella.

El testimonio de numerosas sociedades no occidentales permite superar las representaciones simplistas que asocian demasiado fácilmente violencia y caos, pero también permite plantear otra mirada sobre las propias sociedades occidentales. No solo muchas sociedades viven con la violencia, sino que ésta conforma los modos de vida, las identidades, la organización social en su conjunto. Como bien lo señaló Leopoldo Múnera, hay un orden social de la violencia –o, más exactamente, órdenes sociales de la violencia, que a menudo compiten entre sí, estructurando un espacio de vida en común (Múnera Ruiz 1997)–

En una obra importante sobre el tema, Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña han mostrado, de su lado, cómo el período de violencia en Colombia, entre las décadas de 1950 y 1966, se basaba en un conjunto de “agrietamientos estructurales”, que conducían a una duplicación de roles divididos entre “fines formales” y “fines derivados”. La misma persona (un policía, un maestro) podía desempeñar simultáneamente cierto rol desde la perspectiva de las características formales asociadas a su función, y otro completamente diferente, pero igualmente estable y codificado, dentro de las lógicas de violencia existentes (la corrupción o la práctica de desapariciones forzadas en un caso, y el activismo político y la denuncia de la violencia en el otro) (Guzmán, Fals Borda y Umaña [1962] 2016).

Así, estos autores no solo subrayan el carácter estructural de la violencia en la modernidad (la violencia del capitalismo, la violencia de Estado, etc.), también destacan su carácter estructurante, en el sentido de que la costumbre hacia la violencia termina por instituir roles sociales que, lejos de ser efímeros, inscriben a las personas en un espacio social, conforman sus identidades, etc.

Tal interpretación tiene implicaciones en la manera en que las sociedades occidentales se perciben a sí mismas. Por ejemplo, sería un error profundo referirse a ellas como “sociedades no violentas”. Independientemente de las intervenciones militares fuera del continente europeo, que practican desde hace mucho tiempo, son sociedades ampliamente acostumbradas a formas de brutalidad específicas y duraderas (estado de emergencia, rechazo de inmigrantes, restricción de libertades públicas, despidos masivos, empobrecimiento generalizado, etc.). Aunque tales sociedades ya no nombren estos fenómenos como violentos, están profundamente estructuradas por un tipo de violencia o, más precisamente, por una determinada relación con la violencia. Esta relación generalmente toma la forma de distanciamiento (Boltanski 1993) o de un juego de visibilización de la violencia de los otros y de invisibilización de su propia violencia.

Entonces, es más importante que nunca destacar el doble movimiento de desestructuración y reestructuración del orden social inducido por los fenómenos de violencia. Se trata de una dimensión a menudo ignorada por los analistas, que las sociedades no occidentales permiten poner de relieve. Si la violencia siempre desestabiliza un modo de interacción, si las fuerzas de desestructuración asociadas a ella siguen siendo importantes, la función que desempeña en las sociedades humanas no se limita al caos. Su propagación va acompañada de una reorganización duradera de los roles y las identidades, que requiere ser trabajada.

Queda una tercera polaridad, que se refiere al estatus ontológico del otro en los fenómenos de violencia. Puede parecer extraño recurrir a la ontología para abordar estas cuestiones. Sin embargo, es en este nivel donde la violencia presenta rasgos particularmente distintivos. A diferencia de la injusticia, que se refiere a los desequilibrios, a veces radicales, en la distribución de los recursos o capacidades, o incluso en el acceso a los “bienes comunes” necesarios para una vida social plena, la violencia toma al sujeto como objeto. Más concretamente, reduce el sujeto a la categoría de objeto y, en última instancia, pretende su aniquilación como sujeto[viii].

El concepto marxista de alienación describe bien lo que ocurre con la violencia. Independientemente de un análisis detallado de este término, la alienación pone fin a la posibilidad de que una persona o un grupo social exista como sujeto en la esfera de la producción, es decir, según los análisis del propio Marx, en toda la sociedad, desde el momento en que la economía ocupa el lugar que conocemos hoy en día. En sentido estricto, la alienación designa la experiencia de una “conciencia que se vuelve extraña a sí misma”. En la continuación de la teoría crítica, en particular en Lukács, esta experiencia de extrañeza hacia uno mismo tomará la forma de la cosificación, es decir, el hecho de ser reducido a la categoría de “cosa”. Como escribe Axel Honneth al respecto:

 

Se define así un comportamiento humano que viola los principios morales o éticos, en la medida en que trata a otros sujetos no de acuerdo con sus cualidades como seres humanos, sino como objetos desprovistos de sensibilidad, objetos muertos, incluso “cosas” o “mercancías” (Honneth 2007, 17).

 

En este sentido, se puede decir que la alienación constituye el trasfondo de todo fenómeno de violencia y, paralelamente, que la crítica de la violencia comienza con una crítica de la alienación y sus sucesivas encarnaciones. ¿Por qué, entonces, es necesario un análisis en términos ontológicos? Independientemente de las limitaciones inherentes al concepto de alienación, considerado demasiado idealista por el propio Marx, se pueden mencionar dos razones principales.

La primera se refiere al hecho de que la violencia se expresa en primer lugar a través de la reclusión de los sujetos sociales en “categorías del ser”, en “una ontología petrificada y petrificante” que impide comprenderlos en su “historicidad, diversidad y complejidad”. Con Mylène Botbol-Baum, ya hemos tenido ocasión de subrayar este aspecto al presentar las reflexiones de Judith Butler sobre la no violencia:

 

¿De qué se trata realmente? En el plano filosófico, la violencia remite a una ontología petrificada o petrificante, es decir, a un proceso que pretende privar a los sujetos sociales de su historicidad, su diversidad y también de su parte de complejidad, para reducirlos a «categorías del ser» e inscribirlos en estados pre-sociales de los que nunca podrán salir. Paralelamente al surgimiento de ideologías destructivas, y como complemento de la perversa sofisticación con la que se perpetran generalmente los crímenes masivos, esta «ontologización de lo social» aparece como una condición necesaria para el surgimiento de múltiples formas de violencia. En términos sencillos, esto significa que los procesos destructivos necesitan referirse a categorías fijas, desvinculadas de toda relación con los demás y con la sociedad, para justificar su marginación, o incluso su erradicación. Este fue, de manera paradigmática, el caso de los judíos de Europa en el siglo XX, experiencia que constituye el anclaje biográfico de la reflexión de Judith Butler. Pero se podrían relatar muchas otras experiencias. […] Este enfoque permite abordar el problema de la violencia en su globalidad, incluso —o sobre todo— cuando sus expresiones parecen fenomenológicamente muy dispares. En cada caso, son los marcos normativos a través de los cuales llegan hasta nosotros las situaciones violentas los que pueden ponerse en tela de juicio. Al mismo tiempo, estos marcos se aplican a una extraordinaria diversidad de situaciones, personas o grupos. Permiten centrarse tanto en la violencia contra las mujeres o las minorías sexuales como en aquella que se ejerce contra grupos culturales, étnicos o religiosos, sin olvidar las múltiples formas de discriminación que marcan la vida social cotidiana. Se dirige tanto a los grupos armados como a los actores dominantes, tanto a los Estados como a los grupos privados (corporaciones) (Botbol-Baum 2017, 10-11).

 

Butler recuerda así que toda violencia se basa en un proceso de ontologización de lo social que consiste en encerrar al otro en una “categoría de ser” de la que no puede salir. Situar la violencia en el plano ontológico permite cuestionar este dominio de la ontología —de una cierta ontología— sobre el mundo social.

Sin embargo, existe una segunda razón por la que este debate es importante. Tiene que ver con el estatus ontológico del rechazo, la exclusión y la desposesión. ¿Qué significa esto? Hablar de injusticia social siempre implica, incluso cuando ésta adopta la forma radical de la exclusión social, mantener la perspectiva de un vínculo entre incluidos y excluidos. En una exclusión considerada injusta, el otro no se sitúa afuera: permanece dentro de la comunidad que lo rechaza. “Es uno de los nuestros, a pesar de todo”, se oye decir sobre él; y es precisamente en ese sentido que su exclusión es juzgada profundamente injusta. Esta es la razón por la cual la figura implícita de la injusticia sigue siendo la del desequilibrio, de la asimetría, de la desigualdad: ninguno de estos términos pone en suspenso el principio de una humanidad común. Es incluso en nombre de este principio que la injusticia encuentra las condiciones para su eficacia y los resortes para su denuncia: solo hay injusticia porque una misma comunidad toma nota del hecho de que algunos de sus miembros son tratados peor que otros. Sin esta pertenencia común, ni la efectividad de los hechos ni los soportes de la denuncia podrían ser identificados.

Ahora bien, situar esta problemática en el horizonte de la violencia conduce a otra lectura. Si, por ejemplo, consideramos que la exclusión social es una violencia, y no solo una injusticia, el rechazo del otro adquiere una dimensión diferente. Este es rechazado fuera de la comunidad que ejerce violencia contra él, hasta el punto de que la idea de un vínculo, aunque sea simbólico, entre él y nosotros se supone que desaparece. Detrás de la suspensión del orden de la interacción se pone en marcha una escena ontológica, la del rechazo del otro al exterior de una comunidad ya existente. Más precisamente aún, el significado ontológico de la violencia reside enteramente en este rechazo, o en este intento de rechazo.

Esto es lo que distingue, por ejemplo, la pobreza ligada a la captación de la riqueza por unos pocos y la esclavitud; o también, la diferencia de trato salarial entre hombres y mujeres y la violación. A riesgo de repetirnos, es importante recordar que no hay una simple diferencia de grado entre estas situaciones: en la esclavitud o la violación, el estatus ontológico del otro es de naturaleza diferente a lo que está en juego en la pobreza o las diferencias salariales. Esto no hace que las situaciones de injusticia sean más soportables: si la injusticia no es una versión eufemizada de la violencia, si bien refleja un proceso distinto, no es por ello más aceptable.

Muchos podrán argumentar que el recurso al discurso ontológico lleva en sí mismo los gérmenes de una exclusión violenta. Habría una violencia de la ontología contenida en la propia expresión filosófica: el hecho de intentar describir la vida social en “categorías de ser” no podría sino conducir al establecimiento de una frontera intemporal entre grupos o estados sociales. Sería incluso una estrategia destinada a desentenderse de la sociedad, evacuando los procesos sociales que organizan las relaciones entre incluidos y excluidos. Es cierto. Para la sociología, el discurso ontológico presenta un riesgo recurrente, el de ontologizar lo social. Históricamente, el primero en establecer tal análisis fue Pierre Bourdieu, pero a riesgo de una oposición frontal entre sociología y filosofía. Esta perspectiva es retomada hoy de forma más matizada por Judith Butler. Lo que esta última busca impulsar, en particular en su análisis filosófico de la violencia y la no violencia, es una mutación dentro de la ontología, con el objetivo de pasar de una ontologización de lo social a una ontología social y relacional, en la que el ser humano nunca podría ser comprendido al margen de los vínculos que lo unen a los demás. Vínculos que lo convierten, de manera constitutiva, en un ser con y para los demás.

Ahora bien, este debate, cuyo resultado parece puramente filosófico, constituye un reto para la propia sociología. Es cierto que el intento de recluir a las personas y grupos en categorías inmutables lleva la marca de una cierta ontología. Pero también conlleva una serie de procesos sociales, da forma a dinámicas sociales que deben observarse de cerca. Por eso nos parece crucial definir los fenómenos de violencia a través de tal polaridad. Se trata de comprender estos fenómenos como portadores de un intento, a la vez social e histórico, de situar al otro del otro lado de una barrera infranqueable, con el fin de anular su condición de sujeto relacional y social. Un sujeto que aspira, no solo a la coexistencia, sino a una pertenencia mutua sin límites propios.[ix]

Sin embargo, acabamos de utilizar el término “intento”. Es esencial. El estatus ontológico del rechazo o la exclusión del otro es un estatus incompleto. El objetivo inherente a los fenómenos de violencia se enfrenta a múltiples resistencias que pueden obstaculizar su desarrollo. Salvo en los casos de violencia extrema —genocidio, etnocidio, parricidio, figuras a las que es esencial no reducir la violencia—, esta ruptura radical no existe. En la práctica, la ontologización de lo social se ve frustrada. Del mismo modo que no hay violencia sin recurso a la violencia legítima, se puede sostener que no existe violencia sin resistencia. Sin embargo, es importante cuestionar el estatus de esta resistencia y, prioritariamente, la idea de un sujeto de la violencia.

Muchas experiencias no occidentales muestran hasta qué punto, en contextos de violencia estructural, los sujetos sociales luchan contra su propia aniquilación. Ahora bien, el mero hecho de que esta lucha exista basta para demostrar que el término “aniquilación” es inadecuado, al menos en un plano estrictamente formal. Sin embargo, luchar en un espacio social marcado por tal intento no es una lucha como las demás: es una lucha que pone en juego el modo de constitución del sujeto como tal. Nos gustaría subrayar lo paradójico que resulta el concepto de “sujeto de la violencia”.

Negar a quienes se resisten a la violencia la condición de sujeto nunca está lejos de un cierto desprecio por las personas afectadas. Esto también equivale a subestimar el alcance histórico de estas resistencias, individuales o colectivas. La idea de que la violencia solo genera estupefacción, parálisis, incapacidad de pensar, hasta el punto de que las víctimas se ven pura y simplemente destituidas de su condición de sujetos, queda invalidada por numerosos trabajos sobre la violencia, especialmente en contextos de violencia masiva. La larga convivencia con movimientos de víctimas —en Colombia, pero no solo allí—, así como una relectura atenta de los comportamientos de las víctimas de la violencia social (burnout, despidos masivos, precariedad, etc.) revelan una sorprendente capacidad de movilización colectiva, cuya creatividad estética o profundidad existencial son dignas de admiración. Contrariamente a lo que afirmaba Arendt, la violencia hace pensar.[x] Sin embargo, nadie puede negar que el objetivo de aniquilar su condición de sujetos del mundo es una realidad; y que, como tal, tiene efectos específicos, sin los cuales la violencia misma no existiría.

En el caso de la resistencia a la violencia, nos encontramos ante sujetos sociales que luchan contra la perspectiva de su propia aniquilación, sujetos que se perpetúan o se reconstituyen en el horizonte de tal anulación. En lugar de decidir arbitrariamente sobre la existencia o no de una condición de sujeto, conviene precisar qué está en juego en estas luchas: algo así como el enfrentamiento con una paradoja. Porque la expresión de un sujeto de la violencia sigue siendo profundamente paradójica. Designa una figura específica de la vida social en la que la subjetividad se afirma en su propia negación, y en la negación de esta negación. Resistir a la violencia es enfrentarse a esta paradoja, vivirla hasta el final. De ahí dos distinciones importantes:

 

       desarrollar prácticas de no violencia es llevar esta paradoja a su paroxismo, vivirla en sus implicaciones más radicales, a través del riesgo de la muerte física y simbólica. La no violencia es una lucha, pero una lucha que se niega a recurrir a los medios de la violencia iniciales para alcanzar sus fines (la agresión contra la agresión, el asesinato contra el asesinato, la tortura contra la tortura, las armas contra las armas, etc.). Se manifiesta con mayor frecuencia a través de una puesta en escena del espacio público, donde los cuerpos se enfrentan uniéndose, expresando de este modo una especie de solidaridad desnuda. Esta desnudez tiene un poder considerable: pone de manifiesto la desnudez misma del poder, que se hace aún más evidente cuando se siente amenazado por personas desarmadas, por una sociedad desprotegida.

       por el contrario, desarrollar prácticas de contraviolencia equivale a considerar que ese riesgo es demasiado grande o que esa paradoja es literalmente inviable, psíquicamente e incluso socialmente. La contraviolencia no consiste solo en responder, como se entiende a menudo, sino en responder en los mismos términos de la violencia inicial (con los mismos medios, pero también con la misma retórica, la misma estrategia, etc.). Situarse dentro de la violencia inicial para combatirla mejor y, al mismo tiempo, rechazar el principio de una solidaridad desnuda: estas serían las características de la contraviolencia. La historia nos muestra que, al hacerlo, la paradoja no hace más que reforzarse: la violencia acaba escapando a los actores en lucha, que quedan atrapados en una espiral mortal y la sociedad civil es la primera víctima. La contraviolencia es un callejón sin salida, pero los resortes psíquicos y sociales que la sustentan deben tomarse en serio, al igual que la fragilidad de la no violencia.

 

Permítanos completar este intento de definición de la siguiente manera. Si aceptamos la idea de que los fenómenos de violencia se constituyen en la encrucijada de varias polaridades, se obtiene un espacio de problematización que permite situar la violencia en relación con otras categorías de análisis.[xi]

Es importante destacar lo abierto que es este espacio. No existen relaciones mecánicas, y mucho menos vínculos obligatorios, entre estas diferentes polaridades. Toda forma de agresividad no se traduce necesariamente en un intento de aniquilación del otro o en el establecimiento de un nuevo orden social. Todo orden social vinculado a la instauración duradera de la violencia no implica necesariamente la interrupción de un orden de interacción heredado del pasado: existen comunidades de relaciones, o se reconstruyen, a pesar del ejercicio repetido de la violencia. Asimismo, la aniquilación adopta múltiples formas, de las cuales el asesinato en masa es solo un caso muy particular, que no puede generalizarse a toda la sociedad. Por último, el objetivo ontológico de anular al otro no implica necesariamente la experiencia cotidiana de la agresividad: tal objetivo puede muy bien ser orquestado por aparatos ideológicos que se encargan de inculcar ese proyecto utilizando formas apaciguadas, discretas, a veces civilizadas, de comunicación política a gran escala. Y, con el tiempo, su vínculo con el orden social puede resultar complejo. Por el contrario, cada una de estas polaridades está implicada en un momento u otro en los fenómenos de violencia. Por eso parece preferible hablar de un espacio de problematización, que se puede esquematizar (fig. 1).

Fig. 1. Fenómenos de violencia, un espacio de problematización  

 

 

De ello se deriva una conclusión esencial, que ya hemos señalado en nuestra introducción: la violencia es todo menos un punto fijo. Circula de una polaridad a otra, sin limitarse nunca a una forma determinada. Plástica, adopta formas o expresiones distintas, híbridas, a menudo entremezcladas. Fluida, escapa a la voluntad de situarla definitivamente en un lugar determinado. Ordinaria e inestable —impura en este sentido—, solo puede ser captada de manera imperfecta a través de nuestras categorías científicas, al tiempo que trabaja el cuerpo social desde dentro. Esto es lo que la hace a la vez inasible y, sin embargo, tan cercana. Terriblemente cercana... Ahora bien, esta impureza nos obliga a cambiar radicalmente de perspectiva con respecto a los estereotipos que la sociología europea ha forjado con demasiada frecuencia en su contra: la violencia es a la vez el exacto contrario y la prolongación incesante de la racionalidad o, por decirlo como Weber, de la racionalización del mundo social.

 

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Notas



[i] Este texto retoma y adapta el primer capítulo de Face à la violence - Représentations (de Nanteuil, 2024). Es el resultado de largos años de reflexión y análisis de los fenómenos de violencia, a través de una observación prolongada del conflicto armado y del proceso de paz colombiano, iniciada en la década de 2010, pero también de una perspectiva comparada entre Europa y América Latina. Aunque ya lo habíamos anticipado en parte cuando iniciábamos esta reflexión, el contexto geopolítico actual confiere a estas cuestiones una actualidad mucho más candente de lo que imaginábamos en aquel momento. No obstante, las limitaciones de este texto radican en el hecho de que muchos de los autores citados son europeos.

[ii] El trabajo vanguardista de Kimberlé Crenshaw propone cruzar las violencias de género y el racismo a través del concepto “interseccionalidad”. El interés de este enfoque es poner explícitamente el énfasis en las violencias hacia los grupos dominados – hacia ciertos grupos en particular– y no razonarlo solo en términos de una serie de injusticias hacia ellos. Es en esta perspectiva que se enmarca el presente artículo, aunque intenta desprender perspectivas que van más allá de un campo en particular.

[iii] Tomamos prestada la expresión una “economía general de la brutalidad” de Étienne Balibar (2016), quien, defiende que estamos asistiendo a “la emergencia de una economía de la violencia generalizada”. En esta etapa privilegiamos el término “brutalidad”, empleado también por el propio autor (Balibar 2013) y por Saskia Sassen (2014).

[iv] El concepto de modernidad al que haremos alusión se sitúa en la frontera entre la historia de la sociología y de la filosofía, y apareció entre los siglos XVI y XVIII, principalmente en Europa. Se basa en la separación progresiva entre lo profano y lo sagrado y remite al principio de autonomía, es decir, al proyecto de una sociedad humana capaz de gobernarse a sí misma mediante la razón. Este enfoque se opone a una lectura unitaria de la modernidad. Existen muchas formas de ser modernos, y los occidentales no tienen en absoluto el monopolio (Todorov 2006; Borghi 2015). Ahora, una lectura estrictamente pluralista de la modernidad, visible en Charles Taylor (1998), omite el hecho de que la modernidad también se traduce en la dominación de una versión liberal-capitalista sobre otras versiones posibles. Por eso es importante continuar la crítica de la modernidad tomando caminos nuevos, en particular evocando la parte de violencia sin la cual tal dominación sería imposible. Esta es también la razón por la que en nuestro texto asociamos a menudo los términos “modernidad” y “occidental”. Con ello, queremos indicar que solo nos referimos a una versión posible del proyecto moderno, y no a este proyecto en todas sus potencialidades. La “modernidad tardía” es la forma que adopta esta modernidad en la época contemporánea, marcada por el agotamiento del modelo fordista y del Estado nación.

[v] Al designar nuestro objeto a través del sintagma “la parte de violencia que acompaña la economía y la política en la modernidad tardía”, no prejuzgamos el contenido ni el sentido de la relación entre economía política y violencia. Tampoco buscamos caracterizar de antemano lo que constituye precisamente el objeto de nuestra investigación: relación “estructural, “consustancial”, “contingente”, etc. Uno de los principales objetivos del trabajo de investigación del que se deriva este texto es problematizar esta relación, mostrando que la sociología europea siempre ha acabado proponiendo una versión restrictiva de la misma.

[vi] Surgido en Alemania con la fundación del Instituto de Investigación Social en Frankfurt, en 1923, la Escuela de Frankfurt designa una de las corrientes filosóficas y sociológicas más importantes del siglo XX, al menos en Europa occidental. Su programa de investigación se basó en la voluntad de dar lugar a una ciencia emancipadora (teoría crítica), a través de una renovación de la crítica marxista del capitalismo, pero también a partir de una crítica similar de la burocracia y de la cultura de masas. Nacido en 1949, Axel Honneth representa la tercera generación: ha construido su filosofía en torno a los conceptos de reconocimiento y desprecio, al tiempo que busca sentar las bases de una filosofía moral estrechamente vinculada a la acción colectiva y al movimiento social.

[vii] No se puede dejar de hacer referencia aquí a Erving Goffman, quien articuló una reflexión sobre los marcos (frames) que estructuran las interacciones cotidianas (Goffman [1974] 1991), junto con un análisis crítico de las relaciones en la modernidad tardía, a través de los fenómenos de “estigmatización” y “resistencia a los estigmas” (Goffman [1963] 1975). Para una aplicación del marco goffmaniano al análisis de las políticas sociales y de los nuevos pobres, ver Paugam ([1991] 2009).

[viii] El término de « aniquilación » se toma de Robert Antelme. 1957 [1947].

[ix] No estamos obligados a responder a la pregunta filosófica “¿Qué es el ser?” para ocuparnos de los efectos sociales de esta pregunta y de las respuestas –a menudo contradictorias– que se le dan. Es precisamente en este punto que este trabajo de distingue de aquel de Judith Butler, una parte de cuya actividad científica está dedicada a la reconstrucción de una ontología no excluyente.

[x] Se sabe que la hipótesis de Hannah Arendt, sobre la cooperación de ciertos dignatarios judíos con el ocupante nazi para intentar “circunscribir el mal”, así como la visión de “parálisis” del movimiento judío europeo frente al exterminio, no han sido confirmadas por los trabajos de historiadores o sociólogos. Zygmunt Bauman ofrece un útil recordatorio en Modernité et Holocauste: “El célebre veredicto de Hannah Arendt según el cual, sin la acción de los colaboradores judíos y el sello de los Judenräte, el número de víctimas habría sido considerablemente menor, no resiste a un examen minucioso.” (Bauman 2008, 191). Por otra parte, numerosos testimonios (Primo Levi, Robert Antelme, Germaine Tillion, etc.) han dado cuenta de las resistencias, a veces ínfimas, que tuvieron lugar en los campos. Tal precisión no debe conducir a idealizar las prácticas de resistencia: contrariamente a una representación dominante, especialmente en Francia, dado el lugar que ha ocupado “La Resistencia” en el imaginario nacional, estas prácticas designan un conjunto extraordinariamente dispar, que puede incluir prácticas aisladas, fragmentadas, sin consecuencias duraderas. Sobre este tema, véase: Semlin 2013 [1989].

[xi] Para no ampliar indefinidamente el debate, hemos optado por diferenciar la violencia de la injusticia, aunque caben otras distinciones. Esta aclaración es esencial si se pretende delimitar lo que abarcan los fenómenos de violencia. No podemos sino suscribir las palabras de Christophe Dejours (2007, 10-11): "Si hay que delimitar el campo que abarca la noción de violencia, es porque ésta merece distinguirse de la agresión, de las relaciones de poder o de la dominación. Pero también porque parece necesario no diluir la noción de violencia en un campo demasiado amplio, lo que tendría el inconveniente de eufemizar la gravedad del problema [...] y banalizar comportamientos que no deberían banalizarse, mientras que, por otra parte, podrían hacerse pasar comportamientos reprensibles por delitos premeditados e imponerse penas desproporcionadas [...]. Lo que puede aceptarse en la retórica ordinaria o a veces en el lenguaje cotidiano no puede justificar la laxitud conceptual en la deliberación científica". Aquí radica sin duda la debilidad del concepto de «violencia simbólica»: aunque se sitúa exactamente en la intersección de las tres polaridades antes mencionadas –puede entenderse como «violencia en tiempos de paz», lo que le confiere una evidente fuerza heurística–, su debilidad reside en la ausencia de límites que permitan distinguir claramente entre «violencia» y «socialidad», o incluso entre “violencia” y “no violencia”. Sobre el concepto de « violencia simbólica», ver Bourdieu et al 1970.