Mundos Plurales. Revista Latinoamericana de Políticas y Acción Pública Vol.12  N.° 1, mayo 2025, pp. 57-94

ISSN 13909193/e-ISSN 26619075

DOI:10.17141/mundosplurales.1.2025.6455

 

 

Una propuesta de enfoque para estudiar las políticas públicas latinoamericanas: barroco, resonancia y discrecionalidad burocrática

A approach to the study of latin american public policy: baroque, resonance and discretionary bureaucracy

 

André-Noël Roth Deubel. Profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá.

anrothd@unal.edu.co

Recibido: 06/01/2025 - Aceptado: 28/02/2025

 

Resumen

El contexto histórico y sociocultural de América Latina implica estudiar los procesos de las políticas públicas en la región desde perspectivas distintas a las generalmente empleadas en el campo académico dominante. La cultura barroca, introducida en el siglo XVII por la Iglesia católica y la monarquía española, ha dejado una impronta duradera en el comportamiento y en la mentalidad de las personas; al inicio ha sido reapropiada y luego constantemente renovada. Partiendo de esa premisa, en este artículo se argumenta que si bien en lo formal, las políticas públicas se presentan con el lenguaje y las formas dominantes de la modernidad occidental, el proceso y el artefacto son producciones imbuidas por una racionalidad diferente que emana de condiciones societales y culturales particulares. Esta situación justifica el desarrollo de teorías específicas para interpretar el proceso de las políticas públicas en América Latina. A partir de una caracterización de lo barroco en la historia del arte, se esboza un enfoque teórico y metodológico alternativo para dicha interpretación. Se propone hacerlo mediante una articulación de los conceptos sociológicos de ethos barroco (Bolívar Echeverría) y de resonancia (Hartmut Rosa), y de la perspectiva conocida como “burocracia a nivel de calle” (Lipsky), empleada para analizar las condiciones de los agentes públicos. Se concluye que lo barroco también permite abrir una vía para redefinir y desarrollar soluciones de política pública desde una perspectiva inter o transparadigmática.

Palabras clave: barroco, burocracia a nivel de calle, ethos, modernidad; racionalidad, resonancia, teoría crítica.

 

Abstract

The historical and socio-cultural context of Latin America requires that the study of public policy in the region be based on perspectives different from the dominant rationality. Formally, public policies are presented using the dominant languages of Western modernity; however, the process and its artifacts are productions imbued with a Baroque rationality. The Baroque is expressed in the history of art through its hybridization, exuberance, rhetoric, formalism, theatricality, emotionality and secrecy, which leads to as a particular way of relating to the world. An alternative approach is outlined based on an articulation of the concepts of Baroque ethos (Bolívar Echeverría), resonance (Hartmut Rosa) and discretionary bureaucracy (Lipsky). This perspective could allow for interpretations and development of more appropriate public policy solutions for the region.

Keywords: baroque, street-level bureaucracy, ethos, modernity, rationality, resonance, critical theory.

 

La experiencia demuestra que el proceso por el que se diseña, adopta e implementa una política es tan importante como su contenido. Las políticas no se aplican en el vacío, sino que se implementan en un contexto moldeado por las instituciones y tradiciones políticas y culturales del país.

—CEPAL 2024, 24

 

Introducción

Las dos últimas décadas del siglo XX se caracterizaron por un proceso de globalización que se aceleró y que se amplió con el fin de los regímenes del bloque del socialismo autoritario en los años 90. En general, el mundo académico no ha sido ajeno a este proceso. El estudio de las políticas públicas, consideradas herramientas de gobierno para la transformación de la vida cotidiana, inicialmente se concentró, hasta los años 80, en los países desarrollados anglosajones, en particular en Estados Unidos y en Europa occidental. Posteriormente, se ha difundido, en un movimiento del centro a las periferias, a todos los países (Roth Deubel 2014).

Con el enfoque tradicional basado en el ciclo de las políticas públicas y en sus diferentes fases, el análisis permitió desarrollar teorías y explicaciones parciales del proceso para cada una de las fases. Con ello, se pretendía racionalizar el diseño y el uso de herramientas políticas, jurídicas, administrativas y económicas para mitigar los problemas públicos y transformar el entorno. Los efectos de esas herramientas se evaluaron mediante criterios entre los que se encuentran la eficacia y la eficiencia, complementados con el de la viabilidad política (Ingram y Schneider 2006). Combinado con las teorías de elección racional y del neoinstitucionalismo económico, este enfoque explicativo racionalista de las políticas públicas representa la perspectiva paradigmática y teórica mainstream en este campo, dominado por las disciplinas económicas y politológicas. Sin embargo, esta perspectiva racionalista empezó a ser criticada y cuestionada, considerando, de una parte, la necesidad de tener en cuenta normas sociales, irracionalidades y acciones colectivas (Howlett y Leong 2022), y de otra, el desarrollo de enfoques alternativos al mismo tiempo que se expandía por todo el mundo.

En América Latina el estudio de las políticas públicas y el despliegue de estas, en tanto que dispositivos político-administrativos gubernamentales, tomó fuerza en los años 90. Se hizo popular la idea de “gobernar por políticas”, una estrategia presuntamente más eficaz y eficiente que el uso de la sola normatividad y de su traducción a través de la burocracia clásica, en un contexto en donde las prioridades de la época eran reducir el déficit presupuestal público y las brechas de implementación. Se trataba de hacer más (obras y servicios) con menos (presupuesto), o siguiendo a un expresidente colombiano: “de hacer rendir la platica”. Su introducción se hizo en concomitancia con el auge de la orientación política y económica neoliberal, implicando una reforma del Estado orientada por el denominado Consenso de Washington.

Sin embargo, después del optimismo inicial, se ha señalado que la importación y transposición acríticas y descontextualizadas de la perspectiva mainstream de acción pública no resultó del todo exitosa, provocando frecuentemente consecuencias no previstas (Weyland 2009). Dicha transposición se hizo bajo los enfoques dominantes, sin tener en cuenta el contexto y las características de las instituciones públicas latinoamericanas (Aguilar 2011, 28). Se había considerado, erróneamente, que el uso de estas teorías predictivas, basadas en un postulado de un comportamiento racional de los agentes (homo economicus), permitirían una mejor previsión, control, eficacia y eficiencia de las políticas.

Si bien se admite generalmente en el campo de estudio de las políticas públicas, en teoría, la idea de racionalidad limitada de Herbert Simon, en la práctica se suele olvidar esta característica comportamental subóptima de los agentes públicos y privados, y considerar la parte que no entra en la lógica reductora de la racionalidad del homo economicus como desdeñable. Y se termina, por no ser (fácilmente) medible objetivamente, por no tomarla en consideración, por simplemente constituir un eventual margen de error y el factor o sesgo político (considerado este como problemático o entorpecedor). Al igual que sucede con la CEPAL (2024) y la cita que aparece en el exergo del presente texto, que señala la importancia de la política y la cultura para olvidarla enseguida en el resto de su estudio. Así, en el terreno del análisis economicista de las políticas, suele prevalecer la idea de que la economía explica el 85 % de la variabilidad de las políticas (Meny y Thoenig 1992, 87; Dye 1979). A partir de este postulado de racionalidad económica de los actores y de cierto desprecio por la “política”, se considera entonces factible usar modelos formales para un adecuado diseño de las instituciones (reglas formales, políticas públicas, normas jurídicas). De allí, se espera que las consecuencias o los resultados de la acción gubernamental, si esta privilegia la “técnica” (jurídica, económica) sobre la “política”, resultarán conformes a las previsiones.

Con estos presupuestos, se institucionalizó en la enseñanza de las políticas públicas y en la práctica gubernamental, como concepción dominante del gobierno por políticas públicas, el modelo instrumental y lineal por etapas del ciclo de las políticas, inicialmente guiado por la teoría económica neoclásica, luego complementada por la teoría económica neoinstitucional (Roth Deubel 2016) y en los últimos años incluyendo un giro comportamental (Howlett y Leong 2022). De hecho, la organización de las fases del ciclo de las políticas corresponde en buena parte a la estructura de las instituciones administrativas públicas: unas instituciones políticas y administrativas diseñan, otras de tipo ejecutivo o político deciden y luego, las idealmente más técnicas, implementan y evalúan.

Aunque, en las diferentes etapas del ciclo, particularmente en las primeras –definición, formulación y decisión–, se suele admitir la influencia de factores más subjetivos, principalmente políticos, se considera que las fases subsiguientes son o deben ser de carácter netamente técnico. En las últimas dos décadas se ha buscado reducir la influencia de factores políticos, subjetivos o intuitivos con el desarrollo de un enfoque de políticas basadas en evidencias (Sutcliffe y Court 2006), prosiguiendo el sueño de construir una sociedad racional basada en la experimentación científica (Campbell 1991, 1998).

Estos enfoques permitieron a los economistas-tecnócratas conquistar el poder político y asesorar a la clase política y a la alta función pública. Desarrollaron una ingeniería jurídica y político-administrativa mediante el diseño de nuevas instituciones y de políticas públicas “técnicas” guiadas por la eficiencia económica. Estas reformas fueron basadas en los principios de la economía neoinstitucional y en el diseño de nuevas reglas (instituciones administrativas y jurídicas) retroalimentadas por (algunas) evidencias y por lecciones empíricas. Esta perspectiva se tornó dominante desde finales del siglo XX, pues permitía legitimar el retorno del Estado en el rol de diseñador de reglas para regular eficientemente a los mercados mediante las instituciones adecuadas. Con ello, la ciencia política y el análisis de las políticas públicas se reducían a la mera descripción y a la legitimación de los procesos de las políticas en cuanto procesos racionales en busca de eficiencia.

Sin embargo, la insatisfacción con estos enfoques economicistas generó, desde el campo politológico, la necesidad de establecer “mejores teorías” (Sabatier 2007, 7) para dar razón de la mayor complejidad del proceso de las políticas públicas. En particular, para explicar los cambios de políticas ocurridos en los años 80 con el giro neoliberal. Para su explicación, se hizo énfasis en la importancia de los factores cognitivos, especialmente en los enfoques advocacy coalitions (ACF) de Sabatier y de los referenciales de Müller. Posteriormente, desde la última década del siglo XX, asistimos a una multiplicación de propuestas que se sumaron a la diversidad epistemológica de las ciencias sociales. Con cierta tardanza en relación con otras ciencias sociales, estudiosos y estudiosas de las políticas públicas introdujeron perspectivas pospositivistas, posestructuralistas, constructivistas, críticas e interpretativas para abordar el objeto de estudio. Ver, por ejemplo, las sucesivas ediciones del libro de Sabatier Theories of the policy process, los estudios de Roth Deubel (2010, 2018), Fischer (2003), Bacchi (2009) y la propuesta de refundación del campo publicada en 2017 por Cairney y Weible.

Frecuentemente, estas nuevas teorías se han expresado en forma de giros: cognitivo, argumentativo, deliberativo, retórico, afectivo, feminista, comportamental entre los más conocidos. Se han caracterizado por tomar en cuenta no solo más factores institucionales (reglas en uso), políticos y sociales objetivos, sino también algunos más subjetivos y contextuales para la explicación o interpretación del proceso de las políticas. En particular, es preciso señalar del lado del neoinstitucionalismo económico, los nuevos institucionalismos, histórico y sociológico, que se distinguen del primero y de su “enfoque en el cálculo”, pues desarrollan un “enfoque culturalista”.

Se trata de un enfoque donde la cultura pasa a ser una institución que genera cambios de comportamientos (Hall y Taylor 1996). Con la llegada de estos nuevos enfoques se generó una división en el campo entre defensores de la explicación racional (más o menos limitada) y partidarios de la interpretación más o menos relativista, subjetiva o culturalista (Fischer et al. 2015; Durnová y Weible 2020). Lo anterior conllevó al primer grupo a argumentar la validez universal de su enfoque teórico aportando como prueba su difusión y uso en los diferentes continentes y defendiendo una perspectiva más “científica” basada en hipótesis causales (Sabatier 2007, 217-220). Mientras que los defensores de la segunda postura cuestionaban epistemológicamente los presupuestos positivistas de validez universal de las principales teorías usadas por sus antagonistas y sus fracasos, destacando la importancia central de los discursos, entre otros elementos contextuales y subjetivos (Fischer 2003).

Recordemos que Horowitz (1989), ad portas de la aceleración del proceso globalizador provocado por el derrumbe del bloque soviético, en su indagación sobre las diferencias y coincidencias en los procesos de políticas públicas entre países desarrollados y el tercer mundo, concluyó que sería mucho mejor que los estudiosos de políticas en Asia, África y América Latina no siguieran el mismo camino que en los primeros. Se abrió el debate sobre si era preferible para estudiar las políticas públicas en las periferias, o en contextos diferentes a los “desarrollados”, adaptar teorías ya existentes o desarrollar teorías específicas.

En esta línea, y desde una perspectiva interpretativa, se pretende aquí esbozar un enfoque para estudiar los procesos de políticas públicas pensado más desde y para el contexto latinoamericano (Roth Deubel 2018). Se considera que existen en esta área geopolítica y cultural factores contextuales originales, objetivos (Horowitz 1989; Bentancur 2023) y subjetivos o socioculturales, que resultan determinantes para la comprensión de los procesos de políticas públicas. Me concentraré particularmente en factores de tipo sociocultural que condicionan las actitudes sociales y políticas de los actores y el comportamiento individual y colectivo y, de allí, el proceso mismo de manufactura de las políticas públicas.

En un primer momento, argumento sobre el carácter construido y situado de las políticas públicas. Posteriormente, sustento la existencia y persistencia de comportamientos específicos, diferentes al postulado por los enfoques dominantes basados en el cálculo racional: se trata de comportamientos generados por un denominado ethos barroco producto del proceso histórico particular de modernización de la región. Luego, apoyándome en los trabajos de caracterización del barroco en el arte latinoamericano y en la perspectiva de la sociología de las relaciones sociales o de la resonancia, desarrollada en el marco de la teoría critica de la Escuela de Frankfurt por Hartmut Rosa, esbozo un enfoque comprensivo barroco del proceso de las políticas públicas. De este modo, se espera sentar las bases para el desarrollo de una teoría específica del proceso de políticas públicas que permita orientar y construir unas herramientas de interpretación de las políticas, más apropiada al contexto latinoamericano.

 

Las políticas públicas como un artefacto sociocultural

Las políticas públicas no existen en la naturaleza y están hechas de palabras (Majone 1997). Con eso se afirma que las políticas son productos construidos y que resultan de una actividad sociocultural situada. Las políticas públicas son artefactos, es decir, objetos de fabricación deliberada, condicionados, y a su vez, destinados a modificar o mantener ciertas condiciones y aspectos de la vida de las sociedades humanas. Estos artefactos están imaginados, manufacturados[i] e implementados, desde otros artefactos llamados Estados, constituidos por construcciones políticas, institucionales, administrativas, normativas, legislativas y judiciales. Son actos oficiales (discursos, planes, normas, etc.) hechos con palabras que tienen la pretensión performativa de producir y desencadenar actos concretos (Austin 1982).

Debido a que se consideran artefactos manufacturados, su proceso de formación, en el sentido de dar forma, su estética y su contenido, tendrán variabilidad según contextos y actores específicos y mediante interacciones sociales concretas y situadas en espacios geográficos, culturales y temporales particulares. Así, Ascher y la ya mencionada CEPAL, consideran que los procesos de política pública difieren según “las variaciones en las condiciones y las dinámicas económicas, políticas, socioculturales y de gobernanza de los países” (Ascher 2017, 15 [traducción del autor personal]). Otro autor reconocido en el campo académico señala que estos procesos corresponden a un complejo juego de interacciones entre numerosas y diversas voces y percepciones de actores sociales e institucionales, condiciones objetivas, eventos inesperados y situaciones contextuales (Weible 2017, 2023).

Aquí se considera, en contravía a las perspectivas tradicionales o mainstream de análisis de políticas públicas (y del mismo Ascher), que los aspectos contextuales de tipo sociocultural juegan un papel no solo menor o marginal, sino esencial para la comprensión del proceso de las políticas públicas. En este intervienen un conjunto complejo de interacciones entre factores racionales y objetivos con factores irracionales o extrarracionales, algo que ya planteaba Dror ([1970] 1992) en la década de los 70. Este autor señalaba la necesidad de considerar como variables en el proceso de políticas públicas

 

las ideologías, los fenómenos de masa, las variables de sicología profunda y fenómenos no racionales similares, e igualmente la conducta social y la formación legítima de metas; aceptar, además la percepción, la intuición y la experiencia como fuentes valiosas de conocimiento y comprensión (Dror [1970] 1992, 132).

 

De manera general, la perspectiva interpretativa en políticas públicas ha enfatizado en resaltar la importancia decisiva de estos factores subjetivos, de poder, de percepción, de lenguaje y culturales, necesariamente situados y frecuentemente singulares en este proceso, minimizando a su vez el peso de la determinación de las condiciones objetivas (Fischer 2009) o del cálculo utilitarista. Este tipo de reflexiones sobre el impacto de la cultura atraviesan también el campo relacionado de la gestión pública y de las organizaciones (Schedler y Proeller 2007). De modo que, para la perspectiva interpretativa, la construcción de una política pública es un proceso complejo y es imposible reducirlo a un resultado obtenido por una ecuación complicada de condiciones empíricas medibles objetivamente.

Con Cassirer ([1923] 1979) se puede entender que los factores contextuales de tipo sociocultural se convierten, ya aguas arriba de las instituciones formales, en generadores y organizadores de principios que regulan los actos que se constituye en una “forma simbólica”. Esta es una manera de comprensión del mundo y de ser en él, que se expresa en todas las manifestaciones humanas, espirituales y materiales, por ejemplo, el lenguaje, el arte, el mito, la religión, la política e, incluso, el pensamiento científico, haciendo del ser humano ante todo un animal simbólico. Una forma simbólica que actúa como una “fuerza formadora de hábitos” (Panofsky 2011, 147).

Panofsky (2011) muestra la manera en que el pensamiento escolástico, que constituye una fuerza formadora de hábitos, se encuentra presente en la arquitectura gótica. Asimismo, el pensamiento moderno racional se expresa en la estética de los edificios y de las instituciones políticas modernas y en las actividades humanas cotidianas. En estos procesos de formación y reproducción de hábitos, intervienen en particular las instituciones educativas, en sentido amplio: la familia, la Iglesia, el Estado y la escuela, etc., las cuales generan, para los individuos, aprendizajes incorporados de forma consciente e inconsciente constitutivos de una cultura particular.

Estas maneras de ser en el mundo, se vuelven atajos mentales, corporales y comportamientos naturalizados. Con ello, Panofsky (2011) hace ver que la cultura no es solo un código o un repertorio común de respuestas a problemas comunes, sino un conjunto de esquemas fundamentales asimilados con anterioridad, constantemente reproducidos, y a partir de los cuales se engendran una infinidad de esquemas particulares que se aplican a las situaciones concretas. Una cultura es una gramática que condiciona pensamientos, percepciones y acciones (Déotte 2010). En este sentido, según la sociología neoinstitucional, la cultura se aleja de las formulaciones que la asocian de modo exclusivo con actitudes o valores afectivos, para considerarla una red de rutinas, símbolos o guiones que proporcionan modelos de pensamientos, actitudes y comportamientos que corresponden más a una lógica de adecuación social que a una lógica racional instrumental (Hall y Taylor 1996, 948-949).

Para avanzar hacia una operacionalización de esta forma simbólica, se recurre aquí al concepto sociológico de ethos, que corresponde al momento en que una cultura o un espíritu (de una época, de una profesión, de un grupo social, etc.) está puesto en práctica: es una ética incorporada dentro de las prácticas. El concepto ha sido usado por Max Weber y Norbert Elias porque, según Fusulier (2011), permite revelar la racionalidad social y éticamente incorporada de los comportamientos:

 

El ethos es uno de los conceptos interpretativos que permiten captar una recurrencia de comportamientos por parte de actores que comparten una misma inserción social. Sobre todo, tiene una vocación heurística para pensar la relación entre la historia colectiva y las lógicas de la acción, la inserción en un medio social y las prácticas, desde una perspectiva más estructuracionista que determinista (Fusulier 2011, 107 [traducción del autor]).

 

Bourdieu (1984) también empleó este concepto antes de optar por el de habitus, por considerarlo más englobante. Para el autor se trataba de “un conjunto objetivamente sistemático de disposiciones con una dimensión ética, de principios prácticos (siendo la ética un sistema intencionalmente coherente de principios explícitos), (…). Podemos tener principios en un Estado práctico, sin tener una moral sistemática, una ética” (1984, 133). Además, planteo que constituía “el sistema de valores implícitos que las personas han interiorizado desde la infancia y a partir del cual generan respuestas a problemas muy diversos” (228 [traducción del autor]).

Se considera entonces que las políticas públicas son artefactos producidos deliberadamente en un proceso que no se realiza en y desde un espacio vacío, sino que este proceso está condicionado por una cultura o por una forma simbólica que se manifiesta en la práctica a través de un ethos. Este último, al tratarse de sistema de valores interiorizados orientadores de los comportamientos, influye en los actores del proceso de políticas públicas que se inscriben al interior de un espacio concreto y situado de interacciones. De una cierta manera, el ethos se institucionaliza en el sentido que el nuevo institucionalismo sociológico da a la noción de cultura.

El ethos actúa como una suerte de matriz cognitiva y normativa o referencial (Muller y Surel 1998) y es fuente de un tipo de conocimiento tácito (Polanyi 2015), no del todo consciente. Sin embargo, no produce comportamientos o prácticas idénticas para todos los individuos, ya que está ligado a su inserción social. Pero sí ayuda a comprender ocurrencias en un contexto específico de interacciones ocupado por representaciones simbólicas colectivamente compartidas. Corresponde más a un principio organizador de prácticas, a una gramática que a determinaciones causales (Bédard 2015). En conclusión, el ethos de los actores influye sobre la política pública y su proceso de formación, al tiempo que deja una impronta ya sea en el contenido, en la forma o en la estética de la política pública.

 

América Latina y el ethos barroco

América Latina está constituida por países que comparten elementos de una historia similar: colonización hispánica, catolicismo, idioma, herencia de cultura y tradiciones hispánicas, existencia de poblaciones indígenas, afrodescendientes, mestizaje, desarrollo dependiente, entre otros. A este conjunto de países se le podría incluso agregar a Filipinas. Coincide en gran medida con los límites en los cuales la monarquía española estableció en el siglo XVII su proyecto de una economía-mundo de modernización católica (Gruzinski 2010), un modelo alternativo a la modernización capitalista de las naciones de Europa occidental y del norte, inspirado por la reforma protestante (Weber 1964). Esta historia compartida ha sido generadora de una forma simbólica, de instituciones y de ethos que se diferencian de las de la modernidad occidental dominante en sus versiones europeas continentales o anglosajonas.

Para el filósofo Bolívar Echeverría (2013), retomando a Marx, el surgimiento de la modernidad y del capitalismo en Europa Occidental ha permitido el desarrollo de un nuevo ethos civilizatorio histórico. El desarrollo y la expansión de esta modernidad capitalista han sumido al individuo en una contradicción permanente entre el disfrute cualitativo de los bienes (el valor de uso de los productos del trabajo en la vida natural) y el nuevo deber o mandato ético, que encontró su justificación en la nueva ética protestante (Weber 1964), de la acumulación cuantitativa de capital –como señal divina de su salvación individual– y del valor de cambio en el sistema capitalista.

Esta contradicción sería desde entonces una característica fundamental de la vida social moderna. Sin embargo, este proceso de modernización no fue homogéneo ni simultáneo en todos los lugares y para todos los grupos sociales (incluso en el continente europeo). Debido a la diversidad de circunstancias históricas y sociales, dentro de las naciones nacientes y entre ellas, en las que este nuevo ethos histórico civilizatorio se desplegó, resultó en una variedad de formas de modernidad. Es decir, para asumir esta contradicción en la vida cotidiana, entre valor de uso y valor de cambio, los grupos sociales respondieron constituyendo, según las circunstancias contextuales, diferentes ethos de modernización.

Echeverría argumenta que el ethos histórico de la modernidad capitalista se subdividió en cuatro ethos con características diferenciadas, los cuales, sin embargo, no se encuentran en una forma pura en la realidad empírica (a la manera de los tipos ideales weberianos). Fundamentalmente, ofrecen al individuo una estrategia diferente para relacionarse con el mundo. Cada ethos permite así al individuo soportar, asumir o enfrentar la contradicción entre valor de uso (de índole cualitativo, la vida buena) y deber de acumulación (valor de cambio de índole cuantitativo, la vida alienada), inherentes a la vida moderna dominada por el capitalismo. Así, Echeverría considera la aparición de tres ethos que aceptan el nuevo orden capitalista: el realista, el romántico y el clásico. Además, propone un cuarto que, aunque reconoce la existencia ineludible del capitalismo, lo considera inaceptable: es el caso del ethos barroco. Todos estos ethos son formas diferentes de encontrar la necesaria armonía para la existencia cotidiana, es una manera de ser en el mundo con el fin de soportar la contradicción, de “vivir lo invivible” (Echeverría 2013, 38).

El primer ethos, el realista, produce un comportamiento que se identifica con la convicción de la necesidad natural de la acumulación de capital y del desarrollo de las fuerzas productivas. No se conciben alternativas. Aquí la contradicción se resuelve plenamente en el sentido de una naturalización del capitalismo. El segundo, el romántico, naturaliza el capitalismo, considerándolo una aventura individual y colectiva en curso en la que las fuerzas del bien acabarán por vencer a las fuerzas malignas del capitalismo y conducirán a la humanidad a una era de abundancia y disfrute. El tercer ethos, el clásico, reconoce y acepta la existencia del capitalismo, adoptando una actitud comprensiva y constructiva, pero distanciada ante el trágico curso de los acontecimientos.

Finalmente, la cuarta y última manera de abordar la contradicción que produce el capitalismo en la vida cotidiana es la actitud barroca. Con ella, el individuo se distancia del hecho capitalista, pero a diferencia de la actitud clásica, si bien entiende que es ineludible, no lo acepta. El ethos barroco consiste entonces en “una afirmación de la ‘forma natural’ (o cualitativa) del mundo de la vida que parte paradójicamente de la experiencia de esa forma ya vencida y enterrada por la acción devastadora del capital” (Echeverría 2013, 39). El ethos barroco pretende restablecer las formas naturales de la vida, de manera informal o furtiva, como “cualidades de ‘segundo grado’” (Echeverría 2013, 39), en un contexto dominado por el capitalismo victorioso, pero sin enfrentarlo directamente.

Así, y a diferencia de los otros tres ethos modernos, el ethos barroco reconoce la existencia del capitalismo, pero no lo acepta, se resiste a él. Comprende la existencia de una contradicción no resuelta en el mundo de la vida cotidiana de la modernidad capitalista. La actitud barroca busca entonces recrear el mundo vencido del disfrute de lo cualitativo en otra dimensión, en un segundo grado (Echeverría 2013), es decir, una forma de resistencia al capitalismo, pero sin que represente una alternativa.

En consecuencia, el ethos barroco favorece un comportamiento socialmente adecuado a la situación contextual, que combina de forma simultánea actitudes de sumisión y de resistencia ante el avance inexorable de la lógica cuantitativa de la acumulación capitalista, representada por el ethos realista, en el mundo de la vida cotidiana. Echeverría considera que América Latina ha sido particularmente impregnada por esta manifestación barroca, traída por la conquista española y la contrarreforma católica como “aliada estético-político del aparato monárquico y eclesiástico del siglo XVII” (Rossi 2022, 174), y que luego ha sido reapropiada –lo que José Lezama Lima (1957) ha llamado la contraconquista– por los latinoamericanos como un “artefacto estético-político” (Rossi 2022, 174) alternativo o más bien de resistencia o de desafío furtivo, en segundo grado a la cultura realista o racionalista dominante. Para Echeverría “es barroca la manera de ser moderno que permite vivir la destrucción de lo cualitativo, producida por el productivismo capitalista, al convertirla en el acceso a la creación de otra dimensión, retadoramente imaginaria, de lo cualitativo” (Echeverría 2013, 91).

En su forma simbólica, el barroco encontró una expresión particularmente clara en las artes (pintura, literatura, arquitectura) y se convirtió en un instrumento de propaganda, de educación y de formación de la mente desplegado por la Iglesia católica en su lucha “contra el veneno luterano” (Brading 1991, 275) y contra el racionalismo (Fernández Uribe 2008). Por medio, no de un llamado a la razón, sino apelando a las emociones, la Iglesia católica pretendió establecer un principio organizador del comportamiento individual alterno al del producido por el ethos realista. Este ethos barroco se caracteriza por “la presencia de actitudes aparentemente incompatibles y evidentemente contradictorias en un mismo sujeto” (Echeverría 2013, 13).

Esta actitud paradójica articularía entonces, a diferencia del ethos realista, simultáneamente el tradicionalismo y la búsqueda de innovación, el conservadurismo y la rebelión, el amor a la verdad y el culto al disimulo, el valor y la locura, la sensualidad y el misticismo, la superstición y la racionalidad, la austeridad y el consumismo, la consolidación de la ley natural y la exaltación del poder absoluto (Villari 1993). La forma barroca de vivir estas contradicciones conlleva al uso de estrategias entre las que sobresalen la hibridación o el mestizaje (expresadas en la pintura mediante la técnica del esfumato), la exuberancia, la retórica, el formalismo, la parodia, la teatralidad y la emocionalidad, las cuales constituyen actividades subversivas en “segundo grado”.

En la acción política lo barroco se traduce también en el uso de estrategias basadas en el secreto y en la sorpresa, que presiden en la invención de los golpes de Estado. La “teoría” de esta práctica política fue publicada en 1639 por Gabriel Naudé (1600-1653), bibliotecario del cardenal Mazarino, bajo el título “Science des Princes ou considérations politiques sur les coups d’État”. Dicho estudio es considerado por Marin (2005) el manifiesto de la teoría de la acción política barroca por excelencia. En este sentido, parece pertinente considerar que el uso de estrategias políticas basadas en el secreto y en la sorpresa, se traduce, en la época contemporánea, ya no tanto en golpes de Estado, sino de manera menos dramática, en golpes de “brillo” o de efecto, es decir, en actividades y comportamientos políticos que buscan generar golpes tácticos o mediáticos sorpresivos e inesperados para distinguirse y hacerse notar, atraer la atención sobre su persona ante la opinión pública y los círculos políticos.

Surgida en Italia y en España en las últimas décadas del siglo XVI como expresión de la crisis espiritual, cultural y científica de la época (reforma protestante, heliocentrismo), la cultura barroca llegó a la América hispánica de la mano de la contrarreforma llevada a cabo por la Iglesia católica. Allí se encontró con realidades locales pluriculturales y con una naturaleza exuberante. En este contexto, confrontado a la realidad colonial, el ethos barroco se adaptó y se renovó constantemente, americanizándose.

En América Latina, el catolicismo romano tuvo que enfrentarse a las culturas indígenas (el otro) que habían sido derrotadas, pero no que desaparecieron (Rivera Cusicanqui 2010; Espinosa Fernández 2015). Estas fueron percibidas como amenazas y contradicciones a la civilización moderna europea. Conformadas a partir de la cultura hispánica y de los escombros de las culturas indígenas y africanas, las sociedades latinoamericanas fueron entonces un terreno fértil para la adaptación y la renovación del ethos barroco (Echeverría 2013, 47-48). Se llegó a la conformación de sociedades muy heterogéneas, o para retomar la expresión propuesta por Zavaleta (Antezana 2009), abigarradas. De acuerdo con Lezama Lima (1957), el primer humano auténticamente americano habría sido el señor barroco. En el mismo sentido,

 

la modernización de la América Latina en la época “barroca” parece haber sido tan profunda que las otras que vinieron después –la del colonialismo ilustrado en el siglo XVIII, la de la nacionalización republicana en el siglo XIX y la de capitalización dependiente en este siglo (XX)–, no han sido capaces de alterar sustancialmente lo que ella fundó en su tiempo (Echeverría 2013, 57).

 

De modo que el ethos barroco, en cuanto forma de ser en el mundo, resultó el comportamiento adecuado para que los individuos vivan con las múltiples contradicciones que atraviesan las sociedades latinoamericanas. Se reconoce la hegemonía del capitalismo, sin embargo, no se acepta totalmente. La modernidad es anhelada, pero rechazada al mismo tiempo. Esta característica contradictoria de reconocimiento y de rechazo, en un segundo grado, de la modernidad capitalista, constituye entonces una marca predominante de la actitud barroca que sigue perdurando en el periodo postcolonial latinoamericano, es decir, en la época contemporánea. Dicho de otra manera, el barroco pretende realizar una articulación contradictoria o incompatible de paradigmas diferentes presentes en la sociedad y en los individuos.

¿Es posible corroborar empíricamente la persistencia en la actualidad de esta particularidad sociocultural barroca al observar los sistemas de valores? El trabajo de mapeo mundial de los valores realizado por la Encuesta Mundial de Valores parece confirmarlo (figura 1) Se distingue claramente que existen cercanía y coherencia culturales entre los países latinoamericanos (incluyendo también Filipinas) a la vez que se diferencian de otras culturas. Valores que, además, son consistentes a través del tiempo (Inglehart y Carballo 2008).

La Encuesta Mundial de Valores establece un mapa de expresiones de valores cruzando dos variables actitudinales sintéticas: valores tradicionales y valores seculares, representados en la dimensión vertical, y valores de supervivencia o materialistas y valores posmaterialistas y de autoexpresión, situados en la dimensión horizontal[ii] (figura 1). En relación con los valores denominados posmaterialistas, los países latinoamericanos (y más generalmente hispánicos) se sitúan en una posición intermedia, en el centro, podríamos decir sin definición clara o en transición, manteniendo una postura ambigua, ambivalente o mixta (¿barroca?) entre los valores de survival y los posmaterialistas. Mientras que en la otra dimensión (tradicional vs. secular), se ubican claramente en el lado de la tradición (religión), que expresa la importancia de los lazos comunitarios en detrimento del individualismo secular.

Según los autores, los resultados muestran “que la tradición religiosa y la historia colonial, así como otros factores históricos esenciales de una sociedad, dan sitio a la formación de tradiciones culturales distintivas que siguen influyendo sobre el sistema de valores de una sociedad, a pesar de las fuerzas de la modernización” (Inglehart y Carballo 2008, 20). Consideran que “las sociedades católicas conforman un grupo que se caracteriza por valores más tradicionales y por enfatizar los de “supervivencia” (survival), en comparación con la mayoría de las sociedades protestantes” (Inglehart y Carballo 2008, 30). Además, señalan que

 

las sociedades históricamente católicas y las históricamente protestantes aún muestran valores muy distintos, incluso entre los segmentos de población que actualmente no tienen ningún contacto con la iglesia. Estos valores persisten como parte del legado cultural de determinadas naciones, pero ya no por influencia directa de las instituciones religiosas. Ese legado o patrimonio cultural ha sido moldeado por las experiencias económicas, políticas y sociales de un determinado pueblo incluyendo el hecho, por ejemplo, de que las sociedades protestantes se hayan industrializado antes que la mayoría de las sociedades católicas (Inglehart y Carballo 2008, 30).

 

Figura 1. El mapa del mundo cultural de Inglehart-Wezel (2023)

Fuente: World Values Survey (2023).

Nota: Se agregó la ubicación predominante de los ethos realista y barroco.

 

Los análisis muestran la existencia de distintas sociedades, bastante homogéneas en términos de valores, ligadas a los aspectos religiosos: islámicas, africanas, ortodoxas, confucianas, protestantes, anglosajonas e hispanoamericanas. Los países católicos europeos muestran en general un carácter más secular que los latinoamericanos, algunos de estos entre los que se encuentran Argentina, Brasil y Uruguay, se acercan a las posiciones ocupadas por Portugal y Polonia. En términos generales, los países de tradición católica y confuciana y los países asiáticos se encuentran en una posición igualmente intermedia horizontalmente, pero mucho menos comunitarios (eje vertical) que América Latina.

Los países considerados más desarrollados (es decir, los más modernos, donde prevalece el ethos realista, son predominantemente protestantes o anglosajones, con excepción de Francia, Bélgica y Austria) ocupan un lugar específico en el mapa, expresando valores altamente seculares y posmaterialistas. Mientras que los países bajo la influencia histórica hispánica y católica se ubican conjuntamente en la parte inferior y central del mapa, donde se postula el predominio de un ethos particular, el barroco. Este ethos se caracteriza por expresar la importancia de los valores tradicionales comunitarios y religiosos.

Cruzando las tesis de Echeverría con estas constataciones empíricas, todo parece indicar que los latinoamericanos expresan, en general, valores y actitudes diferentes frente a los habitantes del grupo de países anglosajones y de la Europa Occidental, principalmente protestante (y también de otras regiones). En este mismo sentido, limitándose por ejemplo a la cultura mexicana, recientemente Ramírez, Guijarro y Gallardo (2024, 150) plantean que la sociedad de ese país se diferencia mayoritariamente de los valores del “individualismo-utilitario” por presentar un “espíritu comunal” y por la reivindicación de la “gregariedad y el solidarismo” (Ramírez, Guijarro y Gallardo 2024, 219). Eso nos permite postular que los latinoamericanos son más proclives a desarrollar actitudes en relación con un ethos y con una racionalidad de tipo barroco que articula de forma específica el conservatismo y la modernidad. Mientras que, los habitantes de los países más “desarrollados” se encuentran claramente del lado de los valores posmaterialistas y seculares correspondientes a un desarrollo asumido del capitalismo, del individualismo y de la racionalidad instrumental (el ethos realista).

Inglehart y Carballo parecen confirmar lo anterior al señalar que

 

la elección racional obvia de un norteamericano típico, puede no ser la elección racional de un islámico fundamentalista. Para entender la visión del mundo de un pueblo dado y sus implicaciones, es necesario tener un conocimiento detallado de la historia y la cultura de esa sociedad. A pesar de la evidente importancia de los factores económicos, siguiendo la línea de la teoría de la modernización (y de la supervivencia/autoexpresión), también las instituciones religiosas, la experiencia política, el lenguaje, la ubicación geográfica y otros factores de una sociedad, tienen un papel importante en la formación de su sistema de valores. Los factores económicos no determinan por sí solos lo que la gente desea y su manera de comportarse (Inglehart y Carballo 2008, 36-37).

 

Sin embargo, hay que reconocer que las sociedades no son culturalmente totalmente uniformes y herméticas. Existe obviamente porosidad entre los diferentes sistemas culturales. Igualmente, hay diferencias entre las naciones, por ejemplo, entre los países andinos, con importante población indígena y mestiza, y otros entre los que se encuentran Argentina y Uruguay que presentan historias poblacionales y políticas migratorias distintas y con muy poca población indígena reconocida, o con Brasil, con más poblaciones afrodescendientes y pardas y proporcionalmente muy poca población indígena. Es importante precisar que el mestizaje no es solo una cuestión biológica en términos de mezcla étnica, sino que se produce y se reproduce a través de procesos sociales y culturales.

También hay grandes diferenciaciones socioeconómicas y culturales al interior de los países (ver Ramírez, Guijarro y Gallardo 2024). De modo que, a la manera de los tipos ideales de dominación weberianos o de la distribución de capitales en Bourdieu, habrá en cada individuo o grupo social una distribución diferente de la importancia de cada ethos (realista, barroco, romántico, clásico). Así, individuos pertenecientes a ciertos grupos sociales tendrán, según su proceso de socialización (origen familiar, grado y tipo de educación, modo de vida urbano o rural, experiencia laboral, etc.), actitudes y comportamientos más o menos realistas, más a menos barrocos, etc.

Los procesos de difusión de valores correspondientes al ethos realista, mediante el intenso proceso de globalización de estas últimas cuatro décadas, significaron probablemente una mayor penetración de estos valores en las diferentes naciones. Se presume que, en el caso de las sociedades latinoamericanas, por su abigarramiento, las relaciones entre grupos sociales que presentan una distribución diferente de ethos, serán aún más complejas. En efecto, la influencia de la modernidad realista será probablemente mayor en los grupos socializados intensamente (educación) con la cultura occidental moderna y posmoderna (individualista, utilitaria y posmaterialista), hasta prácticamente nula en los grupos alejados geográfica y culturalmente de esta, por ejemplo, los pueblos indígenas que viven en casi autarcía y aislamiento. Entre estos dos extremos, existirá toda una gradación de posiciones intermedias, híbridas o mestizas de poblaciones influenciadas diferencialmente por los diversos ethos de la modernidad. Situación que se puede visualizar en el mapa de distribución promedia de valores de los países (figura 1).

También, y a pesar de la penetración realista en todas las sociedades por efecto de la globalización neoliberal señalada, la crisis contemporánea de la civilización moderna, expresada por la posmodernidad, puede conllevar a que el ethos barroco tome mayor importancia y desafíe la predominancia del ethos realista en los mismos países desarrollados (Roth Deubel 2021, 2023) donde se perciben muestras de actitudes políticas (neo)barrocas (contradicciones, exageraciones, exuberancias, teatralidad, espectacularidad, emotividad) cada vez más similares a las que ocurren en América Latina. De acuerdo con Eugenio D’ Ors (1993), lo barroco busca siempre desafiar lo clásico. Épocas más barrocas suelen alternar con épocas más clásicas. En este sentido, se posibilita la pertinencia del uso de un enfoque barroco (en lugar de realista o racional) para interpretar adecuadamente políticas también en otros lugares.

En conclusión, reconocida la existencia de actitudes diferentes para relacionarse con el mundo según las culturas, se trata entonces de definir un patrón de comportamiento que caracterizaría la actitud barroca en materia de política pública que se considera predominante en América Latina (¿y en Filipinas?).

 

Un enfoque barroco para las políticas públicas y su proceso de construcción

Considero que analizar los procesos de formación o de manufactura de los objetos socioculturales como las políticas públicas, a partir de una perspectiva teórica basada en un sistema de valores o de un ethos de tipo realista (racionalidad instrumental, individualista-utilitarista), que no corresponde al sistema de valores o al ethos dominante de los actores, no permite dar cuenta de este proceso de manera adecuada. La perspectiva de la sociología comprensiva weberiana considera necesario esclarecer la intencionalidad o la motivación, consciente o inconsciente, que provoca la acción social (Weber 1964, 1987).

De lo contrario, se estaría interpretando un proceso a partir de un instrumento heurístico, de un mirador, basado en una concepción o en una forma de racionalidad que no corresponde a la que predomina en el comportamiento de los actores de las sociedades latinoamericanas. Si se usa el punto de vista moderno legal-racional de mirador de referencia, se tenderá a mostrar la distancia que separa los procesos sociales y políticos que ocurren en los espacios socioculturales observados del de referencia y así a medir qué tan cerca o lejos están de esta, por tanto, se lee su grado de atraso o de subdesarrollo en relación con el modelo de referencia.

Por eso, a continuación, se pretende desarrollar lo que podría ser un enfoque teórico latinoamericano del proceso de políticas públicas concebido a partir de un punto de vista barroco[iii] como paradigma de inteligibilidad o modelo de referencia. Para ello, se acude al concepto de ethos ya presentado. El ethos, en la medida que constituye una gramática generadora de actitudes y comportamientos derivada de una forma simbólica, establece una manera particular de ser en el mundo y de relacionarse con este. Si se considera que este ethos es predominantemente barroco, es preciso establecer las categorías conceptuales que permiten dar cuenta del comportamiento barroco en su forma de ser en el mundo, en particular en relación con los procesos de políticas públicas. Para ello, me refiero a las categorías con que se ha especificado lo barroco en la historia del arte, en particular en Severo Sarduy, Eugenio D’ Ors y Bolívar Echeverría. Eso nos permitirá guiar el estudio de las políticas públicas, entendidas como artefactos compuestos de palabras y textos (discursos, planes, normas, actos administrativos, etc.) y dotados de una estética particular.

En el mismo sentido es posible interpretar los procesos de las políticas públicas. Es en estos procesos que los actores concernidos se revelan relacionándose con el mundo, es decir, con los demás y con su entorno. ¿Quiénes son?, ¿dónde se interrelacionan?, ¿cuáles son sus actitudes?, ¿qué valores e intereses defienden?, ¿de qué forma argumentan y se comportan? Para ello, me apoyo en la sociología de las relaciones sociales desarrollada recientemente por Hartmut Rosa (2019, 2019a) de la Escuela de Frankfurt. De su propuesta teórica de interpretación de las relaciones sociales en la sociedad tardomoderna desarrollada, retomo en particular su concepto de resonancia y su forma de relacionarse con el mundo, ajustándolo al contexto latinoamericano y barroco.

Según Cairney y Heikkila (2014, 366), un punto central de toda teoría del proceso de política pública que pretende explicar las acciones de los actores involucrados en su proceso, debe incluir varios elementos. Estos son el modelo de individuo, el alcance y los niveles de análisis, un vocabulario y conceptos compartidos, suposiciones o postulados definidos y relaciones identificadas entre los conceptos centrales. A continuación, abordo, sin mayor desarrollo por ahora, un esbozo de lo que podría ser una teoría interpretativa barroca de los procesos de políticas públicas, acercándome a la definición de estos elementos.

La propuesta se basa en la hipótesis de la existencia de un patrón de comportamiento “comprensible”, que se diferencia del modelo del individuo racional clásico que se usa en la teoría y en la práctica gubernamental, al igual que en buena parte de las teorías explicativas del campo académico, es decir, de un individuo cuyo comportamiento normal o previsible es utilitarista, racional, más o menos limitado, un tipo de homo economicus. En este caso, es preciso definir cuál sería entonces un comportamiento correspondiente a un tipo ideal “barroco racional”.

Desde Echeverría (2013, 13) se caracteriza el barroco por “la presencia de actitudes aparentemente incompatibles y evidentemente contradictorias en un mismo sujeto”. Actitudes que el autor asocia con la visión liderada en América Latina por los jesuitas durante los siglos XVI al XVIII, periodo barroco por excelencia, y su proyecto evangelizador y civilizatorio que pretendía articular o integrar paradigmas diferentes y opuestos. Este proyecto reconocía fundamentalmente, a partir de la crisis espiritual y científica europea del siglo XVI, el valor del racionalismo como fuente de verdad, pero sin que este sustituya o desplace otras vías para llegar a la verdad última, la de Dios. En particular, es a través de la emoción y de la sensibilidad suscitadas por las imágenes, por la música y por las artes en general, que un individuo puede acercarse a la verdad divina. Implicaba también valorar positivamente la vida comunitaria, la comunidad católica, en contravía del individualismo utilitarista defendido por la Ilustración (y hoy por el neoliberalismo). En suma, se trataba de articular o de combinar, en vez de oponer, la razón y la fe, el cálculo y la sensibilidad o la emoción, la ciencia y el arte, lo cuantitativo y lo cualitativo, la alienación y la vida buena o plena.

Esta perspectiva peculiar se expresó mediante la contrarreforma católica plasmada en los mandatos del Concilio de Trento (1545-1563). Estos se difundieron utilizando un intenso proceso educativo y propagandístico a través de todas las artes, pero en particular de las visuales. Se considera que la época barroca histórica es la del reino de la imagen. En la pintura, más allá de las escenas religiosas –la vida de los santos y las representaciones marianas–, el carácter barroco se reflejó en el uso de la técnica del esfumato, inventada por Leonardo da Vinci. Esta técnica diluye los contornos, colores y formas entre los objetos, generando un continuum que sugiere la no separación entre el ser humano y su entorno, la naturaleza.

Esta actitud de articulación de contrarios o de no separación correspondía a los procesos de mestizaje que pusieron en práctica, por necesidad de sobrevivencia, los colonos españoles y los pueblos indígenas en América Latina (Echeverría 2013). Así, el esfumato se expresaba en la realidad social a través del mestizaje étnico y cultural (Sousa Santos 2009, 245). También las representaciones del sufrimiento o de la muerte son simultáneamente extáticos: el dolor de la muerte es al mismo tiempo el placer del feliz reencuentro con Dios (Miralpeix 2017, 113).

En la arquitectura lo barroco constituyó una contestación de los hábitos en forma de una “sublime exploración de todas las posibilidades del espacio arquitectónico” (Castex 1994, 223), se derriban las murallas de los edificios y ciudades que protegían de un entorno y de una naturaleza considerados hostiles e inhóspitos. Desde 1620 se reemplazó la contemplación clásica de la naturaleza por su explotación al servicio del hombre. Mediante el uso de la técnica, la naturaleza se vuelve inofensiva, se la puede cuestionar, imitar y reproducir. Los edificios se conectan, se articulan o se prolongan con el entorno, con la naturaleza, mediante jardines y plazas. El barroco se convierte en un “asunto de integración plástica y espacial”, de “yuxtaposición pulsante” (Castex 1994, 217).

Esta actitud de fusión o hibridación de contrarios contrasta con las prácticas de los colonizadores del centro y norte de Europa (Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda, Alemania) en otras regiones del mundo, y en particular de Estados Unidos, que tendían a establecer una forma simbólica que favorecía la separación entre colonizadores y colonizados, generando así prácticas de segregación o de apartheid, de vidas separadas, asociando lo blanco a la pureza (Echeverría 2013). Actitud típicamente clásica que se opone así a la hibridación característica de lo barroco (D’ Ors 1993).

La perduración de este modo mestizo, hibrido o barroco de ser en el mundo en América Latina, puede verse reflejado empíricamente en la posición intermedia de la región en la escala de valores materialistas vs. posmaterialistas (dimensión horizontal) y en la pregnancia de los valores tradicionales y comunitarios (dimensión vertical) (figura 1). Ese posicionamiento original de los sujetos muestra una posición intermedia entre los aspectos de seguridad (material, afectiva) y el reconocimiento de los valores de libertad individual, secularidad y de autorrealización, que se articula de manera original con una clara valoración de lo comunitario y lo religioso frente a lo secular.

De esta manera, los comportamientos individuales y colectivos se verán tensionados, por un lado, entre la aspiración y los deseos de libertad individual y de los comportamientos racionales, como perspectiva oficialmente dominante (capitalismo, ethos realista), y por otro, de compromiso comunitario y místico: racionalidad y al mismo tiempo sensibilidad religiosa. Contradicción que los individuos viven en lo cotidiano de manera diferenciada según su grupo social o su inserción social en el marco de sociedades abigarradas, plurales y heterogéneas. Ejemplos de esto son, en cada extremo cultural, el estudio reciente sobre la cultura mexicana (Ramírez, Guijarro y Gallardo 2024) que destaca la mayor importancia acordada por los mexicanos por lo comunitario sobre lo individual, y en el caso de las culturas indígenas, además de las interrelaciones comunitarias, señala las relaciones simbióticas con la naturaleza.

Asimismo, se encuentra en la cultura africana el concepto de ubuntu que valora la lealtad y las obligaciones de reciprocidad del individuo con su comunidad de pertenencia, lo que se expresa con el lema: “soy porque somos” (Bukuluki 2013). También está presente en las innumerables actitudes oficiales y académicas que, expresando los valores realistas, denuncian las prácticas de clientelismo, patrimonialismo, nepotismo y otras formas de corrupción a la meritocracia individualista en los asuntos públicos.

Prácticas que se podrían considerar de cierta manera, desde la primera perspectiva, como actitudes de lealtad, reciprocidad, solidaridad y compromiso con su comunidad de pertenencia (familiar, barrial, étnica, política, social, clánica, rosquera). Así, el individuo barroco, de manera oficial, reconoce la perspectiva moderna racional, capitalista como paradigma dominante, pero, en segundo grado, busca hacer revivir aspectos socioculturales de la vida cualitativa comunitaria y convertirla en un paradigma de lo sensible, de la relación con el otro y con la naturaleza.

Estos aspectos socioculturales se encontraban precisamente entre las características de las sociedades barrocas históricas de los siglos XVII y XVIII, según Espinosa (2012, 78-79), al señalar que entre las “ruinas barrocas” destacables, aún presentes en las sociedades contemporáneas latinoamericanas, se encuentran “la sociabilidad del espacio público, la ubicuidad del arte, la pasión por la heterogeneidad, la compenetración de lo sagrado y lo profano y la incrustación de la vida económica en contextos sociales y políticos”. Así, estas “ruinas” siguen haciendo parte del modo de ser en el mundo barroco contemporáneo, de manera renovada (neobarroco). Al interior de la modernidad capitalista, el actor barroco hace revivir, en segundo grado, el mundo cualitativo perdido. Este mundo perdido se caracteriza entonces no solo por la importancia de la lealtad comunitaria, también por la no diferenciación entre las esferas económica, social y política, la importancia de las artes y la mezcla entre lo sagrado y lo profano.

Por esta vía, consideramos que es posible relacionar con el modo de ser en el mundo barroco, el mantenimiento e importancia de comportamientos y prácticas percibidas como tradicionales o atrasadas desde el punto de vista realista-racional: el neopatrimonialismo, el clientelismo y el liderazgo carismático o místico que se encuentra en la actividad política y en las burocracias latinoamericanas (Echebarría 2006; Meza y Pérez-Chiqués 2024). Aunque estas prácticas conviven con comportamientos racionalistas utilitaristas. En otras palabras, se trata de la incrustación o inclusión de la economía, con predominancia del cálculo racional, en la vida política, social y familiar, a pesar de todos los intentos institucionales y jurídicos formales de modernización que pretenden diferenciar estos espacios y acabar con este fenómeno asociado con la corrupción desde el punto de vista moderno racional.

Igualmente, el uso prolífico (¿exagerado, teatral?) del derecho para demostrar el reconocimiento de los valores modernos, combinado con la persistencia de estas prácticas patrimonialistas y clientelistas, puede ser interpretado como un comportamiento típicamente barroco donde lo oficial es usado con mucha minucia hasta la caricatura, y es, a su vez, subvertido o burlado por la práctica. Indica la hibridación en la vida cotidiana del discurso de la modernidad, expresado en un tecnicismo jurídico paródico y en prácticas de pervivencia de la herencia histórica de no diferenciación de los asuntos públicos y privadas o comunitarios, que se expresa por la lealtad y por la reciprocidad social. Comprueba la perduración de un ethos barroco que se resiste a disociar tajantemente la vida privada y la pública, el individuo y la comunidad; lo que se expresaba, en el arte barroco en el “el rechazo a la separación entre géneros” y en la “contestación” al lenguaje clásico (Castex 1994). Sin olvidar que lo barroco es también sinónimo de “una confianza maravillada en la técnica” hasta el exceso, por su minucia y por su profusión de detalles para llenar los espacios –horror vacui– “por su impaciencia por querer decirlo todo a la vez, con el riesgo de la sobrecarga y la indecisión” (Castex 1994, 224). Se usa la técnica como una proeza efectista, emotiva, exuberante para mostrar su dominio sobre la naturaleza y para deslumbrar. Por ejemplo, en el siglo XVII se ilustra con el dominio de la técnica hidráulica para construir fuentes ornamentales monumentales en los jardines de Versalles para el goce y para maravillar a los invitados. En la actualidad, en el ámbito de lo político-administrativo, se muestra la virtuosidad a través del uso retórico de la técnica jurídica, símbolo del estado moderno de derecho. Se adhiere formalmente a los mandatos de la modernidad racional dominante, pero no para beneficio económico, sino para producir asombro, deslumbramiento y admiración, golpes de brillo, ironía o parodia artística.

De manera general, esa articulación entre dos posiciones contradictorias resulta constitutiva de la brecha existente entre Estado formal y Estado real, donde la conocida profusión de normas jurídicas (Jaramillo Sierra y Buchely Ibarra 2018) se traduce, de manera paradójica, en el desarrollo de relaciones de poder informales y zonas de incertidumbres (Crozier 1963) que permiten reconfigurar lealtades en un contexto dominado por la exigencia formal de racionalismo, pero que terminan burlándose de esta. Hay allí una dimensión irónica o paródica, y también una perspectiva teatral que permite resolver los problemas en el imaginario, de manera retórica, mediante debates y controversias jurídicas sofisticadas o inextricables que no pretenden siempre tener efectos concretos en la vida real.

Se da forma a políticas públicas, consciente o inconscientemente, de manera retórica, holística y detallada, no con la preocupación de que se implementen. Así, en sociedades abigarradas, individuos pertenecientes a grupos sociales modernizantes actúan (¿teatralmente?) mediante una sofisticada retórica jurídica moderna, como si existiera una sociedad moderna realista que le correspondiera. Mientras que individuos pertenecientes a otros grupos sociales (o a los mismos), más alejados física y culturalmente de la concepción moderna realista, acatan, pero incumplen sus normas[iv] y viven la actuación de los primeros de manera más o menos distanciada, en una especie de representación teatral. Aunque también pueden oponer resistencia, pero de una forma que poco o nada afecte su vida cotidiana: Estado formal vs. Estado real.

Así, se reconoce que, en las sociedades modernas realistas, la formación de una política pública se debe concretar a través de la producción de documentos escritos para respetar la forma, el lenguaje y la estética de esa modernidad. Estos son productos de la interacción compleja de una variedad de actores. A su vez, los documentos, en un proceso reiterativo, suelen ser reinterpretados por diferentes actores para orientar sus acciones públicas o privadas. En este sentido, la forma escrita toma relevancia porque se convierte en un artefacto calcificado y en una metáfora de la realidad, producto de un proceso de interacciones entre actores portadores de ethos variados que se entrecruzan y que luchan por instalar su visión y dominio sobre el tema. Por tanto, se ha de encontrar también las marcas del ethos barroco en las cadenas de palabras, en la gramática, con las cuales se redacta una política pública.

Para aprehender estas marcas en los discursos, propongo fundamentarme en los trabajos del escritor y crítico literario cubano Severo Sarduy (2011, 7) en su propósito de “reducir [lo barroco] a un esquema operatorio preciso”, para analizar el arte latinoamericano, y en particular la literatura. Además, para aprehender e interpretar el comportamiento de los actores, las interacciones entre ellos, y entre actores y sus contextos, me apoyaré en la perspectiva del “burócrata de nivel de calle” de Lipsky (2010) y en la desarrollada por Hartmut Rosa (2019a, 2019b) y su sociología de la relación con el mundo. De este modo, se va precisando el modelo de individuo y los niveles de análisis y, a su vez, unos conceptos y la relación entre estos.

 

Las políticas públicas como textos y narrativas barrocos

 

Los estudios textuales, discursivos o narrativos de las políticas públicas ya tienen precedentes en la literatura especializada. Roe (1994) propuso el análisis narrativo, esclareciendo las diferentes narrativas y contranarrativas para construir luego una metanarrativa para solucionar la controversia política. Alternativamente, propone también el uso del análisis literario de Michel Riffaterre, en particular de la intertextualidad, para llegar a solucionar controversias. También ha sido usada en estudios etnográficos, por ejemplo, para dar cuenta del trabajo cooperativo en el contexto hospitalario (Christensen 2016). El análisis crítico del discurso y el análisis retórico (Throgmorton 1991, 1993; Majone 1997; Finlayson 2007, 2012; Roth Deubel 2008, 2017; Chica 2022), han sido herramientas que han incursionado en este campo para analizar la argumentación en los discursos de política pública. En este caso, dado el postulado del enfoque barroco, me centro en autores que han estudiado las particularidades del texto barroco.

Sarduy (2011), en su estudio Barroco y neobarroco, distingue claramente la comunicación barroca de su opuesto racional y eficiente. Considera que

 

el espacio barroco es el de la superabundancia y el desperdicio. Contrariamente al lenguaje comunicativo, económico, austero, reducido a su funcionalidad –servir de vehículo a una información– el lenguaje barroco se complace en el suplemento, en la demasía y la pérdida parcial de su objeto (Sarduy 2011, 32).

 

Según Sarduy, esta caracterización del lenguaje barroco en la literatura se expresa fundamentalmente de dos maneras. En primer lugar, se expresa por la artificialización, la cual se concreta mediante la sustitución, la proliferación y la condensación (Sarduy 2011). En segundo lugar, por la parodia, la cual se puede observar mediante la inter y la intratextualidad (Sarduy 2011, 18-32).

En este sentido, un estudio interpretativo barroco de la política pública, entendido como un artefacto textual, tendrá la tarea de centrar su mirada en su carácter artificioso, el cual se evidencia por tres elementos. En primer lugar, en la sustitución, que en este caso es el uso de metáforas o de eufemismos y que consiste en el empleo de una figura retórica para nombrar algo con otra palabra, permitiendo poner a distancia al significante. En segundo lugar, se encuentra la proliferación. Este mecanismo consiste en “obliterar el significante de un significado dado (…) por una cadena de significantes que progresa metonímicamente y que termina circunscribiendo al significante ausente” (Sarduy 2011, 11). Es decir, mediante rodeos y perífrasis se alude a un significante sin nombrarlo directamente. Por último, tenemos la condensación. El mecanismo consiste aquí en la unificación de dos significantes que crea un nuevo significado (por ejemplo, la invención de un neologismo).  

En caso de la parodia, esta se expresa a través del uso de dos elementos. Uno de ellos es la intertextualidad, la cual se da mediante el uso de la cita o el collage, por ejemplo, la incorporación de un texto extranjero en el texto, y de la reminiscencia, que consiste en la fusión de un texto extranjero en el texto, sin señalar sus marcas, pero que constituye los estratos más profundos del texto receptor. En otras palabras, basarse en un texto sin indicar su existencia. El otro elemento es la intratextualidad, que consiste en el texto detrás del texto, los elementos comunes que se encuentran entre los diferentes textos elaborados y publicados por un autor.

Esta perspectiva se aplica particularmente al texto jurídico, forma común de traducción de la política pública, el cual pone a distancia o sustituye la realidad mediante el uso de un lenguaje técnico metafórico, es decir, generando la pérdida parcial del objeto. La extensión de los textos jurídicos y político-administrativos es muestra de la proliferación y del horror vacui que pretende reglar en los más mínimos detalles la situación concreta en todas sus dimensiones, imitando así a la superabundancia y minuciosidad características de la arquitectura barroca. Igualmente, en la elaboración de los textos jurídicos, se denota la inter y intratextualidad por el uso de referencias, con o sin marcas, a textos jurídicos anteriores, análogos o jerárquicamente superiores.

 

La política pública como proceso barroco

 

Más allá del texto escrito, Sarduy (2011, 59) considera que el método barroco debe hacer visible “un universo de condicionamientos y cronologías múltiples” y que en la producción simbólica no ocurren relaciones de causalidad o de tipo determinista, sino retombées (repercusiones). Este concepto se ha definido por el autor como la “resonancia (…) sin noción de contigüidad ni de causalidad”, y más adelante como “una similaridad o un parecido en lo discontinuo: dos objetos distantes y sin comunicación o interferencia pueden revelarse análogos; uno puede funcionar como el doble del otro: no hay ninguna jerarquía de valores entre el modelo y la copia” (Sarduy 2011, 59).

Este concepto corresponde a lo que Agamben ha denominado un “sistema análogo bipolar”, o sea, un sistema sustitutivo de la lógica dicotómica o un paradigma (Sarduy 2011, 60; Agamben 2009, 42). Se entiende de este modo, que lo barroco resuena a través de retombées en el artefacto textual. Para nuestro caso de interés, habrá entonces que develar estas repercusiones en los documentos de política pública y en los comportamientos y argumentos de los actores concernidos por las políticas públicas a lo largo de su proceso.

Para ello, se recurre al concepto de resonancia, el cual ha sido recientemente desarrollado desde una perspectiva fenomenológica por Hartmut Rosa (2019a, 2019b), pues constituye un modo reflexivo de la relación entre el individuo y el mundo. La resonancia es una experiencia de relaciones con personas u objetos que nos hacen “vibrar”, que generan emociones positivas, buena vibra y que no son ni de indiferencia, ni de agresión, ni conflicto y que son lo opuesto al programa de la modernidad del incremento que apunta a la extensión infinita del control y de la dominación (el ethos realista). La resonancia es un modo alternativo de relacionamiento con el mundo, genera emociones de felicidad, por ejemplo, en el caso de encontrar el amor, la amistad o el entusiasmo por una causa política o al realizar una actividad deportiva, artística u otra, sin que se busque alguna utilidad. Es el opuesto a una relación alienada, es la expresión de la vida lograda, de la vida buena.

En el caso de Rosa, las retombées se presentan de forma no tan radicalmente discontinuas como lo son en Sarduy y Agamben. Las coincidencias encontradas con el concepto de ethos barroco y su manera de ser en el mundo desarrollado por Echeverría, permiten introducir los conceptos desarrollados por Rosa en su sociología de la resonancia al campo de estudios de las políticas públicas. Rosa retoma la contradicción entre alienación (lo cuantitativo) y vida buena (lo cualitativo), provocada por la lógica capitalista y a partir de la cual Echeverría introdujo sus diferentes ethos para asumirla. Para Rosa (2019a), la resonancia

 

implica, en primera línea y, ante todo, un estado o modo de relación dinámica con el mundo en la cual éste (en tanto algo en cada caso particular que nos encuentra como mundo) y el sujeto se conmueven y transforman recíprocamente. Desde una perspectiva fenomenológica, esto significa que el modo de la resonancia debe diferenciarse del estado de alienación por un movimiento doble entre sujeto y mundo: por un lado, el primero es afectado por el segundo; es decir, el sujeto es conmovido o movilizado de manera tal que desarrolla un interés intrínseco en el segmento del mundo que lo encuentra y se siente “interpelado” por él. Los seres humanos tienen esta experiencia cuando se sienten conmovidos por la mirada o la voz de un otro, por un libro que leen, una melodía que escuchan o un lugar que visitan. Por otro lado, solo puede hablarse de resonancia cuando a esta conmoción (o interpelación) le sigue una respuesta activa y propia. (…). Sin embargo, solo puede hablarse de una relación de resonancia genuina cuando esta respuesta contiene la experiencia de la propia autoeficacia [Selbstwirksamkeit]; lo cual significa que el sujeto también puede alcanzar el segmento del mundo y, de esa manera, establecer una vinculación en la que puede experienciarse como autoeficaz (Rosa 2019a, 75).

 

Para Rosa, en el caso de la sociedad tardomoderna, la resonancia constituye un modo específico de relación con el mundo, “es un modo de ser en el mundo, esto es, una manera específica de entrar en relación entre sujeto y mundo (…). Se trata, más precisamente, de una relación responsiva y dialógica con un segmento del mundo” (citado en Gros 2020, 497). Rosa considera que existe una dialéctica entre alienación y vida buena, donde la primera hace referencia a la inserción del individuo en la dinámica de la racionalidad instrumental desarrollada por el capitalismo y la modernidad dominadas por el cálculo (el ethos realista de lo cuantitativo en Echeverría), y la segunda constituye un modo alternativo de relación con el mundo, donde el individuo entra en resonancia con su entorno, se pone a la “escucha” reflexiva del mundo en vez de querer controlarlo o dominarlo.

Ese modo alternativo es también ejemplificado a partir de la dicotomía confrontacional existente desde el siglo XVIII entre el modo de ser en el mundo del carisma y el de la jaula de hierro de Weber, del vínculo mimético versus el monismo de la razón instrumental en Adorno, a la cual Walter Benjamin contrapone el aura y Herbert Marcuse el modo de existencia erótico-órfico (Rosa 2019a, 74). Así, señala que “la teoría de la resonancia intenta conceptualizar de manera coherente y consistente las ideas vagas de un ser-en-el-mundo, carismático, erótico, aurático o mimético” (Rosa 2019a, 74). En la perspectiva weberiana y en la de los ethos de Echeverría, ninguna de las alternativas se encuentra empíricamente en el estado puro, en la realidad empírica estas maneras de ser en el mundo se entremezclan, con predominancia de alguna de ellas. La resonancia se considera un parámetro normativo para la “vida buena” (Rosa 2019a).

 

El intento cultural de solucionar este dilema que se observa por doquier consiste en aceptar el modo de ampliación del alcance para las esferas dominantes de la cotidianeidad y compensarlo con la estadía transitoria en “oasis de resonancia pura” (como el lugar de vacaciones, la sala de concierto o el fin de semana de meditación) (Rosa 2019a, 80).

 

De acuerdo con Rosa, el individuo tardomoderno encuentra su eje de resonancia en el oasis de resonancia. Entonces, en estas sociedades, esta forma de relación con el mundo no se asocia necesariamente con una negación o con el rechazo del hecho capitalista, algo que sí ocurre con el ethos barroco. La forma de resolución de la contradicción, para Rosa, se diferencia de la característica del individuo barroco de Echeverría, ya que en este caso el individuo barroco intenta hacer revivir, en segundo grado, el mundo de lo cualitativo, de la vida buena, en el mismo tiempo y lugar de la alienación. Con el ethos predominantemente racionalista tardomoderno de Rosa, la contradicción se vive, pero se soporta separando en tiempos y lugares las relaciones de alienación (particularmente en el mundo del trabajo sometido al incremento cuantitativo por métodos de gestión cada vez más intensivos y en todos los sectores incluidos a los sectores del cuidado, entre ellos la educación, la salud, etc.) de la búsqueda de resonancia, de la buena vida.

Se establecen oasis de resonancia, por ejemplo, las vacaciones o la asistencia a un concierto. Estos espacios de resonancia son compensaciones para soportar los espacios de alienación cada vez más intensamente colonizados por lo cuantitativo. Sin embargo, ese comportamiento o modo de ser en el mundo es diferente según la inserción sociocultural de los individuos: “los ejes (individuales) de resonancia se constituyen de manera característica en los espacios de resonancia culturalmente establecidos” (Gros 2020, 503). En términos generales, un eje individual de resonancia es un vínculo resonante habitual, “establecido” y “estabilizado” (Gros 2020, 503). En cambio, en el caso del individuo predominantemente barroco, considero que este buscará establecer ejes de resonancia de buena vida en los mismos espacios alienados, intentando consciente o inconscientemente subvertirlos.

Según Rosa, se puede distinguir en las sociedades modernas occidentales tres tipos fundamentales de esferas de resonancia: las esferas “horizontales”, las “diagonales” y las “verticales”. Las esferas horizontales corresponden a las relaciones familiares, de amistad y políticas que se estructuran con otros seres humanos. Las diagonales priorizan las cosas materiales (“trabajo”, “educación”, “deportes”, “consumo”). Por último, las esferas verticales corresponden a la “religión”, a la “naturaleza”, al “arte” y a la “historia”, se basan en “vínculos con seres, entidades o ideas que se manifiestan como superiores y/o trascendentes al sujeto” (Gros 2020, 503). La tesis fundamental del autor es que

 

las relaciones humanas con el mundo –y, por tanto, la vida humana– son logradas cuando tiene éxito la conformación de ejes de resonancia sociales u horizontales (con otros seres humanos), diagonales o materiales (con las cosas) y, finalmente, verticales (con el mundo o una realidad última como una totalidad) (Rosa 2019a, 76-77).

 

Siguiendo la interpretación de Gros,

a lo largo de estos ejes de resonancia biográficamente definidos, los sujetos pueden experimentar resonancia con cierta “regularidad” y “confiabilidad”. Si bien las esferas de resonancia son siempre realidades socialmente producidas y reproducidas, en las formaciones sociales (tardo)modernas cada sujeto está en cierto modo obligado a desarrollar sus propios ejes de resonancia individuales. Así, por ejemplo, un sujeto puede buscar resonancia en el trabajo y la naturaleza, y otro en la política y amistad. E incluso dos individuos que experimentan resonancia en la misma esfera cultural, por ejemplo, en el Arte, pueden habitualizar diferentes ejes de resonancia: uno puede resonar con el jazz y el otro, con la literatura rusa clásica. Para redondear estas consideraciones acerca del análisis sociológico de las relaciones de resonancia, debe introducirse un último concepto: el de “resonancia disposicional”. De acuerdo con Rosa dentro de esferas colectivas y a lo largo de ejes biográficos, el sujeto desarrolla un habitus de resonancia, esto es, una “disposición habitual” a adoptar una “actitud” resonante. (…) esta actitud implica una cierta “presteza” [Bereitschaft] por parte del sujeto a abrirse hacia el mundo tanto pasiva como activamente, esto es, a ser afectado, e incluso transformado, por el mismo y a responderle emotivamente. Por supuesto, adoptar esta actitud de apertura implica asumir el “riesgo” de ser “herido” por el mundo de maneras impredecibles (Gros 2020, 504).

 

Se deduce entonces que la disposición a resonar, la “presteza” del sujeto, es variable. En las sociedades tardomodernas se diferencian los espacios donde el sujeto está disponible para resonar o no. Mientras que, en mi consideración, el sujeto barroco estaría predispuesto a resonar, en segundo grado, en todos los espacios. Así, las disposiciones para aceptar una manifestación resonante no siguen un patrón universal, sino que responden diferencialmente según la cultura y la inserción social específica del individuo. Lo anterior autoriza entonces a reflexionar sobre la existencia de una diversidad de modo de inserción en el mundo, según las sociedades consideradas, y a postular la existencia de un modo de ser en el mundo singular para el espacio sociocultural latinoamericano.

Así, y a diferencia de la propuesta de Rosa basada en la predominancia (en las sociedades tardomodernas) de un ethos realista, en las sociedades en donde predomina un ethos barroco –el caso de América Latina–, los individuos y sus comunidades de pertenencia, a pesar del reconocimiento de la dominación capitalista, rechazan o se resisten a esa separación y a esa diferenciación de tiempos y de lugares. Buscan vivir momentos de resonancia, en segundo grado, como expresión de resistencia, subvirtiendo los espacios de alienación. Es decir, se intenta crear ejes de resonancia en sus relaciones horizontales, diagonales o verticales de resonancia, de buena vida, en todas las esferas de relaciones sociales o con el mundo.

Desde el punto de vista barroco, la buena vida consiste, para el individuo, en recrear consciente o inconscientemente el mundo perdido o derrotado. Encuentra ejes de resonancia recreando en los espacios de alienación, los lazos comunitarios, familiares o sociopolíticos que generan confianza interpersonal y la no diferenciación de la vida pública y privada de las esferas económica y social. Ejes que, a partir de este modo o patrón general barroco, pueden conyugarse en una multitud de derivaciones individuales y colectivas más específicas, dependiendo de la inserción social.

Considero que esta categorización de las relaciones sociales –distintas esferas de resonancia, ejes individuales de resonancia–, son pertinentes para la aprehensión e interpretación de las resonancias que se dan entre diferentes tipos de actores, con inserciones sociales diferenciadas, en un proceso de política pública. En particular, la resonancia disposicional parece encuadrar con la idea de individuos con una disposición basada en un ethos barroco que buscan encontrar ejes de resonancia en las diferentes esferas de resonancia con las cuales se relacionan, por ejemplo, en el trabajo, y que permite conectar entre contexto y comportamiento individual adecuado. De modo que el individuo, predominantemente barroco, tendrá disponibilidad para establecer ejes de resonancia en sus relaciones con personas y cosas materiales que permiten que resuene el modo barroco de ser en el mundo para hacerlo revivir en la esfera de encuentro relacional.

Sin embargo, esta búsqueda de resonancias está condicionada por las posibilidades que ofrece la situación objetiva o percibida en la cual se encuentra el individuo. De modo que, es necesario analizar estas condiciones concretas (laborales en particular) en las que se desempeña el individuo. Para ello, se propone recurrir a la perspectiva desarrollada por Lipsky (2010) en sus trabajos sobre la implementación de políticas y la discrecionalidad de la burocracia a nivel de calle. Lipsky señala que las condiciones reales o percibidas de trabajo de los burócratas de nivel de calle (o de primera línea) les obligan a o les permiten inventar soluciones específicas, actuando en el margen de la discrecionalidad para desempeñar (o no) su labor. Se propone ampliar este concepto a cualquier actor o funcionario, ya que a todo nivel y fase de la política pública existen espacios para la discrecionalidad o zonas de incertidumbre, margen de libertad, según Crozier y Friedberg (1977), restricciones de recursos y necesidad de salir al paso. Considero que estos márgenes de discrecionalidad que se generan por diversos motivos (contextos, ambigüedad normativa, recursos escasos, lazos comunitarios, etc.), ofrecen a todos los burócratas (de nivel de calle o no, en la implementación y en la formación de la política) espacios fundamentales para el establecimiento de ejes de resonancia. Son áreas que pueden sustraerse al imperativo de la racionalidad instrumental o del ethos realista y son ocasiones de hacer revivir, en segundo grado, valores alternos. A mayor margen de discrecionalidad, mayor posibilidad de despliegue del ethos barroco.  

Para aprehender metodológicamente la lectura de esta impronta barroca en el proceso de la política pública y en su traducción textual, sugiero distinguir los objetos de investigación y seguir los siguientes pasos. En primer lugar, con las herramientas metodológicas de Lipsky (2010) se propone:

 

1.             Objetivar la situación concreta del actor o funcionario, en particular sus condiciones laborales y de contexto en el cual se establecen las relaciones sociales (análisis de documentos, entrevistas, biografía), comprender la percepción e interpretación que hace el actor de esta situación e interpretar su comportamiento discrecional (entrevistas).

2.             Luego, se interpreta de la forma más objetiva posible esta situación en el espacio de las interacciones entre los actores (incluyendo el mismo investigador) y entre los actores y entorno. Es en estas interacciones, que ocurren a lo largo de todo el proceso de las políticas públicas, que los actores buscan vivir ejes de resonancia en sus relaciones horizontales, diagonales y verticales (emoción, secreto, etc.).

3.             El producto de las interrelaciones, es decir, el artefacto textual o los documentos escritos (y audiovisuales), principalmente los textos de tipo político, administrativo y jurídico que dan forma a la política pública, pueden ser el resultado del proceso de formulación y reformulación constante de la política. Los textos corresponden a la cristalización temporal de la forma simbólica y del ethos barroco (artificialización, exuberancia, metáforas, ambigüedad, minucia, tecnicismo, etc.) en el lenguaje y en la retórica de la autoridad política, resaltando así la estética del Estado.

 

En la figura 2 se expone este proceso y sus componentes. Las flechas dobles indican el carácter resonante de las relaciones. En la parte superior se ubica el proceso de formación (dar forma) de las políticas públicas, mientras que en la parte inferior se hace referencia al proceso general de implementación. Debido a que los dos procesos no están totalmente separados, su interconexión se representa con la flecha doble ubicada en el centro.

 

Figura 2. Esquema del proceso de política pública

Fuente: Elaborada por el autor

 

 

 

Conclusiones

En este artículo me propuse argumentar que se debe considerar una política pública y su manufacturación (definición de problema, formulación, decisión, implementación, evaluación), procedente de un proceso sociocultural estructurado por una fuerza formadora de hábitos o por una forma simbólica. Esta fuerza se despliega mediante actores que interactúan en el proceso de las políticas públicas. De modo que las políticas públicas son artefactos socioculturales. Para captar los efectos de esta fuerza formadora en la práctica cotidiana de los individuos en su relación al mundo, se consideró pertinente el uso del concepto de ethos, ampliamente trabajado en las ciencias sociales.

Luego, apoyándome en los trabajos de Echeverría e Inglehart, se sustenta la existencia de un ethos particular en América Latina, un ethos diferente al realista o al racional hegemónico difundido desde los países centrales hacia las periferias externas e internas. Este ethos diferente es el barroco. Se pretende mostrar que con este ethos se contribuye a generar una manera específica de interpretar la realidad y de procesar las políticas públicas, distinta a la que presupone las teorías mainstreams del campo de las políticas públicas.

Esto conlleva a la consideración de que en América Latina las políticas públicas y su procesamiento corresponden a procesos y artefactos híbridos o barrocos y cuya intensidad barroca dependerá de la disponibilidad individual y del margen de discrecionalidad de los actores. De allí, se postuló que desde este mirador barroco es posible desarrollar una teoría alternativa para interpretar de manera más adecuada, o con mayor inteligibilidad, los procesos de políticas públicas en América Latina. Se presentó luego un esbozo de esta teoría, con elementos para su operacionalización y con una esquematización a partir de una articulación de los estudios sobre el arte barroco de Sarduy, del ethos barroco de Echeverría, de la sociología de la resonancia desarrollada por Rosa, en la línea de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, y del análisis de la situación objetiva y de la discrecionalidad de los actores (y su percepción), según la perspectiva de Lipsky.

Tras esta formulación inicial, se espera que se desarrollen una serie de investigaciones empíricas para comprobar su validez y pertinencia. En particular, se pretende interpretar las motivaciones de los actores para dar forma y elaborar las políticas públicas y entender el proceso de ejecución de estas y sus brechas. Considero que, en un contexto científico o académico general que promueve el estudio de los problemas públicos desde una perspectiva inter, transdisciplinar o mejor transparadigmática, la perspectiva barroca constituye precisamente una manera de articular diferentes paradigmas y saberes. Con ella, se pretende integrar en un mismo movimiento, la racionalidad científica, las humanidades, los saberes populares, las artes y las emociones que inciden en los comportamientos y actitudes.

Finalmente, las políticas públicas deben ser también entendidas como un bien común producido por y para la sociedad. La transformación de estas, pasa por una interpretación adecuada de sus procesos actuales. Se espera que, con este enfoque barroco, restituyendo mejor fama a este concepto frecuentemente llamado negativo o peyorativo, se logrará proponer una interpretación pertinente de los procesos de políticas públicas en contextos complejos, develando y reconociendo las situaciones concretas, los comportamientos y valores profundos que motivan a los actores involucrados. Sin embargo, esa tarea de develación, de por sí nada fácil, no es suficiente. Las investigaciones deben generar nuevos conocimientos y nuevas problematizaciones (Bacchi 2009) que permitan incidir en los procesos de las políticas y, a través de estas, abrir caminos hacia el bien común y en pro de una buena vida para todos los miembros de una sociedad.

 

 

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Notas



[i] Las políticas públicas son artefactos hechos “a mano”, son el producto de una manufactura, es decir, sin máquinas y entre varias personas. En este sentido, no son productos artesanales, ya que no son creados por un único artesano (o artista) que hace toda la obra o el artefacto. Tampoco son artefactos producidos por máquinas, en serie, en una fábrica. De modo que la palabra manufactura parece más adecuada para describir el proceso de producción de una política pública. Se parece más a una obra de alta costura, a medida, que a un artefacto estandarizado de prêt-à-porter.

[ii] En la primera dimensión (vertical), los valores tradicionales hacen hincapié en la religiosidad, en el orgullo nacional, en el respeto a la autoridad, en la obediencia y en el matrimonio. Los valores seculares-racionales enfatizan lo contrario en cada uno de estos aspectos. En la segunda dimensión (horizontal), los valores de supervivencia implican una prioridad de la seguridad sobre la libertad, la no aceptación de la homosexualidad, la abstinencia de la acción política, la desconfianza en los extraños y un débil sentido de la felicidad. Los valores de autoexpresión implican lo contrario (World Values Survey 2023).

[iii] El término barroco tiene una connotación peyorativa que considero necesario revisar, rehabilitar y reivindicar, considerándolo como la expresión de una articulación original de paradigmas contradictorios u opuestos que se relaciona con la idea de inter y transdisciplinariedad o, mejor aún, transparadigmático. Se opone a lo clásico, como expresión de una verdad o dogma único tal como se expresa en el positivismo y en el racionalismo. Lo barroco busca formas de convivencia entre diversas maneras de ser en el mundo, es decir, entre diversas culturas, celebra la heterogeneidad. Lo que genera también comportamientos contradictorios y ambiguos particularmente en momentos de incertidumbre y de crisis o transición civilizatoria.  

[iv] Reminiscencia de famoso “se acata, pero no se cumple” de la época colonial, que significa que no se desconoce la autoridad, pero que no se aplican sus mandatos. Se puede ver un estudio de caso en Rodríguez Gallo (2018) y su permanencia en el siglo XVIII en Ochoa y Flores (2014). En la época moderna, la autoridad real española ha sido sustituida por el Estado nacional. Ver reflexiones contemporáneas sobre el fenómeno desde la sociología jurídica en Araujo (2009).