Mundos Plurales. Revista Latinoamericana de Políticas y
Acción Pública Vol.11 N.° 2, noviembre 2024, pp. 146-157
ISSN 13909193/e-ISSN 26619075
DOI:10.17141/mundosplurales.2.2024.6306
Teoría feminista y pensamiento político: repensar los derechos, la libertad y la igualdad
Feminist theory and political thought: Rethinking rights, freedom and equality
Anabella Di Tullio. [i] Instituto de Investigaciones de Estudios de Género (IIEGE-UBA) / CONICET y Universitat Oberta de Catalunya.
Correo: anabella.ditullio@gmai.com
Recibido: 27/06/2024 - Aceptado: 24/08/2024
Resumen
En el presente artículo se propone un recorrido sobre tres conceptos centrales y estructurantes tanto de la teoría política feminista como del pensamiento político moderno occidental: las nociones igualdad, libertad y derechos. En un primer momento se realiza un recorrido en clave histórica sobre la situación de las mujeres a partir de las transformaciones económicas y políticas que el capitalismo trajo aparejadas. En el segundo apartado, se abordan en clave teórica los modos en los que el liberalismo da forma a las nociones que nos ocupan y las críticas que la teoría feminista realiza a ese abordaje. Por último, se presentan las ideas que aporta la teoría política feminista a los conceptos de derecho, igualdad y libertad.
Palabras clave: ciudadanía; derechos; feminismo; igualdad; libertad; liberalismo.
Abstract
This paper proposes a review of three central and structuring concepts of both feminist political theory and modern western political thought: the notions of equality, freedom and rights. First, a historical overview of the situation of women is presented, starting with the economic and political transformations brought about by capitalism. In the second section, the ways in which liberalism gives shape to the notions we are dealing with and the criticisms that feminist theory makes of this approach are discussed from a theoretical point of view. Finally, the ideas that feminist political theory contributes to the concepts of right, equality and freedom are presented.
Keywords: citizenship; rights; feminism; equality; freedom; liberalism.
De desplazamientos y paradojas
Para iniciar esta reflexión, en términos históricos, podríamos decir que el creciente proceso de industrialización, el surgimiento de los Estados nación y el desarrollo de regímenes democráticos representativos, alteraron de manera drástica la situación de las mujeres hacia fines del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX. Estos cambios estructurales impactaron en el lugar que las mujeres ocupaban en la sociedad debido principalmente a la transformación del significado económico y político de la familia (Jaggar 1983).
El capitalismo industrial desplazó la producción del hogar a las fábricas y en este traslado se produjo el resquebrajamiento de la centralidad que las mujeres detentaban en esas economías familiares cuyo núcleo de producción era la unidad habitacional familiar.[ii] La importancia que las mujeres de la clase trabajadora revestían para el sostenimiento y para la reproducción del orden social, mediante su inserción activa en el sistema de trabajo productivo –necesario para la supervivencia de su familia–, fue minada a la vez que crecía simultáneamente la dependencia económica hacia sus esposos. Así, siguiendo la argumentación de Alison Jaggar (1983), con anterioridad a la Revolución Industrial las mujeres se encontraban en su mayoría integradas a un modo de trabajo productivo destinado a la supervivencia del núcleo familiar.
Lo que hoy entendemos por tareas de cuidado (trabajo doméstico, cuidado de personas adultas mayores y de niños y niñas) ocupaba solo una porción del tiempo de trabajo de las mujeres. La mayoría de ellas realizaban importantes contribuciones a la producción de alimentos para consumo familiar (crianza de animales, cultivo de vegetales), procesaban y conservaban dichos alimentos, hilaban algodones y lana, y tejían y cosían las ropas que vestían sus familias, fabricaban productos de uso corriente en el hogar (por ejemplo, velas y jabones) y diversas medicinas naturales y remedios herbales. La importancia de la contribución de las mujeres a la supervivencia social era tan evidente que no parecían existir razones para suscitar cuestionamientos sobre ello: el lugar de las mujeres en el orden social era una necesidad natural (Jaggar 1983, 3-4).
Del mismo modo, las mujeres pertenecientes a las clases altas aristocráticas, que gozaban de una cierta influencia política dado el carácter de su pertenencia familiar, vieron declinar ese poder junto con el estatus de la nobleza y de la aristocracia. La familia sufrió transformaciones sustanciales y con ella el rol de las mujeres en el seno familiar, en el trabajo y en la sociedad.
La teoría feminista ha analizado ampliamente el modo en que el desarrollo del sistema capitalista trajo aparejada una forma específica de división del trabajo por sexos. Las esposas “precapitalistas” eran socias o compañeras en la producción económica, sin embargo, una vez que esa producción salió del espacio del hogar pasaron a depender de sus maridos para su subsistencia y así se conformó el ideal de modelo de familia respetable hacia mediados del siglo XIX, con un padre de familia proveedor y una esposa dependiente. En el caso de los sectores socioeconómicos más bajos, las mujeres de la clase trabajadora se vieron obligadas a buscar empleos remunerados en determinados sectores laborales donde eran admitidas para garantizar su propia supervivencia y la de su familia (Pateman 1991).
El liberalismo, teoría política que acompaña estos procesos y transformaciones, albergó desde sus inicios una fuerte ambigüedad: a la vez que proclamaba que todos los hombres habían nacido libres e iguales, excluía a las mujeres de esa igualdad y libertad sobre la que se erigían los nuevos tiempos. No obstante, esas mismas ideas de igualdad y libertad individual comenzaban a establecer el terreno que posibilitaría el cuestionamiento de la “natural” subordinación de las mujeres con respecto a los hombres. Una vez instaurada la idea de que los seres humanos son iguales, resulta imprescindible por lo menos una razón que explique por qué se sigue tratando a las mujeres de forma diferente a los hombres.
En las nuevas sociedades liberales el lugar de las mujeres deviene una paradoja: la promesa aparentemente radical y emancipatoria que el nuevo orden presentaba contrastaba con la subordinación social, política y económica en la que se encontraban.[iii] Esta contradicción comienza a hacerse cada vez más visible a partir de este momento, pero tiene sus orígenes filosóficos y teóricos en el nuevo lugar que a partir de Hobbes se le asignó al individuo en cuanto sujeto autónomo de la política.[iv] En referencia a esto, Ángeles Perona (1995) nos invita a pensar la paradoja en clave hermenéutica para entender la génesis y la estructura de ese nuevo espacio de lo político que se estaba conformando. Para esta autora, el primer momento lo representó la obra de Hobbes, donde se instituyó un principio de igualdad universal en el marco del supuesto teórico del estado de naturaleza para rápidamente pasar a defender un concepto de igualdad restringida a los individuos pactantes.
Esta contradicción fue rápidamente puesta de manifiesto por mujeres y hombres que alzaron sus voces para denunciar la exclusión de las mujeres de la sociedad política naciente. Mary Astell, Poulain de la Barre, D’Alembert, Diderot, Condorcet, Olympe de Gouges o Mary Wollstonecraft, por mencionar algunos de los nombres más reconocidos (O’Neill 1998), evidencian esa crítica temprana a una sociedad que, confiada en la idea del progreso, dejó fuera a la mitad de la humanidad.
Reactualizando las palabras con las que se definiera Olympe de Gouges, “una mujer que solo tiene paradojas para ofrecer y no problemas fáciles de resolver” (Scott 1996, 4), la paradoja parece ser el espacio en el que el feminismo se sitúa para reflexionar. Pues, de acuerdo con Fina Birulés,
“detenerse en la paradoja también puede ser un buen indicador, ya que pone de manifiesto nuestra disposición a prestar atención a la complejidad de un asunto. Y aun podemos ir más allá: también es un indicio de nuestra capacidad o de nuestro deseo de desestabilizar de manera creativa lo que nos ha sido dado” (Birulés 2015, 17-18).
De este modo, las paradojas no serían dilemas excluyentes, sino tensiones teórico-políticas que nos permiten elaborar alternativas para una redefinición de lo político desde el feminismo. Porque habitar la paradoja, vivir los espacios de contradicción y dar cuenta de las tensiones permanentes de la teoría –crítica– y de la práctica –afirmativa– “es tanto la condición histórica de existencia del feminismo como su condición teórica de posibilidad” (De Lauretis [1989] 1999, 34).
De universalidades excluyentes
Es posible observar en los fundamentos de la teoría liberal un doble movimiento: el surgimiento de la noción de individuo, de sujeto poseedor de una identidad singular, es acompañado por la creación de un Estado que se convertiría en institución universal, unificadora e integradora de una identidad colectiva en un espacio determinado. Pero, para que esa identidad colectiva pudiera forjarse las identidades individuales tendrían que borrar sus características de individualidad y convertirse en idénticas.
Ante la necesidad de la manifestación de una única voluntad racional para su conformación, el contrato que creó la sociedad liberal aparecía como un pacto que negaba la diferencia –y excluyó de su realización a aquellas personas consideradas diferentes–, ya que el ideal de universalidad y totalidad que promovía la creación de la comunidad política solo era realizable entre “iguales”. En tal sentido, Iris Marion Young estableció que “la idea de ciudadanía como expresión de una voluntad general ha tendido a imponer una homogeneidad de los ciudadanos” (Young 1996, 100).
El contractualismo, a partir de una tesis profundamente radical y disruptiva como lo era afirmar la igualdad de las personas ante una sociedad feudal estamentada y jerarquizada, parecería negar lo evidente: que las personas son diferentes y diversas y que es la construcción del orden político y normativo legal aquello que las iguala. Al mismo tiempo, al oponerse a las concepciones de la autoridad y de la comunidad política debido a su constitución de forma natural, lo cual revela la artificialidad de esta creación humana a través del pacto, la teoría deja al descubierto el carácter artificial e injusto de la exclusión de las y los “diferentes”.
El liberalismo, en su afán de privilegiar al individuo por encima del colectivo o de los colectivos a los que pueda pertenecer, no toma en cuenta a los grupos de pertenencia como constitutivos de la individualidad. En este sentido, no parecería capaz de dar cuenta de la particularidad y de la diferencia, o la situación de desigualdad y la subordinación en la que se encuentran las mujeres y las diversidades en vitales aspectos de las sociedades contemporáneas. La noción de ciudadanía liberal trasciende las diferencias y las desigualdades –de poder, de recursos, de riqueza–, estableciendo que todas las personas son pares en la vida pública. De este modo, la igualdad liberal es definida en términos de identidad, privilegiando lo común sobre lo diferente y legislando sin considerar las diferencias individuales y grupales. La lógica de la identidad parece ocultar la alteridad tras el ideal de unidad.
Por otra parte, la libertad es la posibilidad de los miembros de la sociedad de perseguir sus fines y de realizar sus capacidades sin obstaculizar a sus semejantes –y sin ser obstaculizados u obstaculizadas por los demás–, y aparece como “el principio ético central de la tradición liberal occidental” (Dietz 1990, 116). Esta concepción de “libertad negativa” se encuentra estrechamente vinculada a la noción de individuos que son portadores de derechos formales: estos derechos vienen a garantizar iguales oportunidades a todos los individuos y a protegerlos de la interferencia de los demás en la consecución de sus fines. En este sentido, Mary Dietz planteó que
para los liberales, la fuerza motivadora de las acciones humanas no se encuentra en ningún noble deseo de alcanzar “la buena vida” o “la sociedad moralmente virtuosa”, sino más bien en la inclinación hacia el progreso individual o –en términos capitalistas– en la búsqueda de la ganancia de acuerdo con las reglas de mercado (Dietz 1990, 118).
Desde una mirada similar, Alison Jaggar argumenta que “la tradición liberal en teoría política ha estado siempre asociada con el sistema económico capitalista. La teoría política liberal emergió con el ascenso del capitalismo y expresó las necesidades del desarrollo de la clase capitalista. Los valores liberales de autonomía y autosuficiencia han estado generalmente ligados al derecho a la propiedad privada” (Jaggar 1983, 34).[v] Son varios los análisis críticos que sostienen que el liberalismo está mucho más preocupado por la libre elección individual que por cada vida humana en un mundo de iguales. Para el liberalismo la igualdad, en términos políticos, supone poseer un estatus igual de ciudadanía, es decir, iguales derechos formales.
Desde sus inicios, el feminismo ha establecido una compleja relación con el liberalismo. En ocasiones se ha planteado que el feminismo es heredero del liberalismo, en el sentido de que sería la culminación del proceso comenzado por las revoluciones burguesas, pues representaría la búsqueda de la extensión de los derechos liberales de los que gozan los hombres a las mujeres. Las obras de Mary Wollstonecraft y de John Stuart Mill son testimonio de que el feminismo y el liberalismo no siempre han estado enfrentados. Sin embargo, y a pesar de tener un origen común en el surgimiento de los individuos libres e iguales en cuanto fundamento de la sociedad, y en la radical crítica a toda forma de jerarquías y de subordinaciones tradicionales, la teoría feminista ha sido fuertemente crítica con la teoría liberal.
Los principales cuestionamientos que desde la teoría feminista ha merecido el liberalismo se han centrado en desvelar que aquellas categorías que se pretendían universales y que, por tanto, agrupaban a todos los seres humanos, no lo eran en modo alguno. Así, las mujeres no estaban incluidas en los pretendidamente universales términos de “hombre” o “individuo”, y por ende tampoco eran tomadas en cuenta cuando se hablaba de voluntad libre, de consentimiento, de autonomía, de igualdad y de libertad. El contrato era un pacto entre caballeros. En este sentido, Seyla Benhabib argumentó que las teorías morales universalistas de Hobbes hasta Rawls eran “sustitucionalistas” dado que el universalismo que estas sostenían “es definido subrepticiamente al identificar las experiencias de un grupo específico de sujetos como el caso paradigmático de los humanos como tales. Estos sujetos invariablemente son adultos blancos y varones, propietarios o al menos profesionales” (Benhabib 1990, 127). De este modo quedaba al descubierto la paradoja a la que ya hemos hecho referencia: a la vez que se proclama la condición universal de la igualdad y la libertad de los hombres, se excluía de esos atributos “universales” a la mitad de la humanidad, dejando en evidencia la falsa neutralidad del término “hombres”, el cual debe leerse en masculino.
Desde la teoría política feminista Anne Phillips ensayó una respuesta a la pregunta acerca de qué es lo que molesta tanto a las feministas del liberalismo. “Una objeción clave es (…) que, al promover una igualdad meramente formal entre los sexos, falla al ofrecer una igualdad sustantiva de poder” (Phillips 2009, 131). La teoría feminista ha resignificado la idea de igualdad, extendiendo su alcance de modo tal que amenaza otros valores liberales y pone en discusión la propia estructura del liberalismo político. Estas autoras han ido más allá de la concepción liberal tradicional de igualdad y del rol del Estado, el cual no solamente debería tener un papel activo en la promoción de programas de “acciones positivas”, sino hacer materialmente posible que las mujeres y las diversidades puedan ejercer sus derechos. En la medida en que existen diferencias materiales y simbólicas que constituyen desventajas para ciertos grupos de personas, una política pública justa requiere la aplicación de un trato diferenciado y no de un principio estricto de igualdad.
Iris Marion Young y otras autoras afirman que las diferencias no están originadas en atributos naturales o biológicos inmodificables, sino en la relación con los cuerpos, con las normas, reglas, leyes y convenciones. Y en ese sentido, se explica la noción de derechos especiales para determinados colectivos, postulado político que procede “no de la necesidad de compensar una inferioridad, como podría interpretar alguien, sino de la valoración positiva de la especificidad en diferentes formas de vida” (Young 1996, 122).
En el mismo camino, cuando la teoría política feminista entiende el matrimonio y la familia en términos políticos, y utiliza conceptos entre los que sobresalen igualdad, libertad o justicia para analizar las relaciones familiares, cuestiona abiertamente las nociones liberales de privacidad o de derecho a la intimidad, y con ello, la división de lo público y lo privado, al igual que se concibe en el liberalismo. En este sentido, Carole Pateman (1996, 31) sostiene que “el intento de universalizar el liberalismo tiene consecuencias de mayor alcance de las que se acostumbra a considerar, porque al final este intento acaba por cuestionar el liberalismo en sí”.
Hemos afirmado que la dicotomía público-privado de la manera en que es presentada por el liberalismo invisibiliza las relaciones de poder y de desigualdad que se dan en el ámbito privado, especialmente en el familiar. Angela Davis (2005) y bell hooks (2020), a partir de sus análisis sobre la intersección entre raza, clase y género, nos permiten complejizar esta crítica. Estas autoras no solo analizan el modo en que las mujeres negras sufren una opresión específica que la división público-privado invisibiliza, sino que además demuestran con solvencia la necesidad de estudios interseccionales en el desarrollo de las políticas feministas.
La igualdad de oportunidades formal, conseguida gracias a la valiente lucha de tantas mujeres a lo largo de la historia, es importante en el análisis de los orígenes de aquellos principios que rigen nuestras vidas políticas y es necesaria para mejorar nuestras vidas como ciudadanas, pero resulta insuficiente en la práctica política cotidiana en la cual tal vez deberíamos, siguiendo a Drucilla Cornell (2001, 21), liberarnos del “uso de la comparación de géneros como ideal de igualdad”. Avanzar hacia un ideal de igualdad y de libertad implica cuestionar esta comparación, a la vez que se cuestionan las instituciones que se pretenden neutrales e irrefutables y que pertenecen a un orden simbólico masculino. Para Mary Dietz (1990, 120) “el acceso no basta”, ya que una vez en el terreno de “el acceso igual”, quedamos atrapadas en toda una red de conceptos liberales: derechos, intereses, contratos, individualismo, gobierno representativo, libertad negativa. Dietz y otras investigadoras nos han alertado de lo peligroso que puede resultar aceptar sin cuestionamientos estos conceptos, especialmente de la forma en que son entendidos en nuestra modernidad política occidental.
Tal vez, asumiendo que la igualdad debe ser una categoría política que sustente la diversidad de las acciones humanas y las experiencias de las personas en cuanto prácticas de la libertad, podamos avanzar en la desidentificación de la igualdad de la manera en que se entiende actualmente y de los supuestos de abstracción, identidad y homogeneidad. Quizás ese sea el punto de partida que el feminismo nos ofrece para comenzar a transitar esas nuevas concepciones de la política, de la ciudadanía y de la “buena vida”.
¿Libres e iguales?
Ahora bien, también deberíamos preguntarnos: ¿qué implica reclamarnos iguales en el marco de las sociedades contemporáneas? Ya hemos dicho que la igualdad ante la ley o la mera igualdad formal no bastan, pero ¿nos referimos a una igualdad social?, ¿al reconocimiento de las diferencias?, ¿a la ausencia de relaciones de dominación? ¿Todas las diferencias son relevantes para la vida política? Nancy Fraser (1997) realizó un esfuerzo por pensar en el reconocimiento de las diferencias y en la necesidad de igualdad social, de modo que ambos términos se apoyen el uno al otro, es decir, propuso combinar la política cultural de la diferencia con la política social de la igualdad. En el marco de la teoría liberal, estrechamente vinculada al principio de la igualdad humana, se encuentra la idea de que la sociedad debe garantizar la libertad de cada uno de sus miembros para perseguir su propio bien.
Recordemos que Pateman señaló que la astucia de la teoría del contrato ha sido justamente la de presentar la subordinación de manera que parezca que se trata de la libertad. Su conceptualización sobre la libertad se encuentra estrechamente ligada a la noción de consentimiento: solo a partir de personas que consienten obedecer a un poder político determinado podemos hablar de libertad. El problema que la autora destacó en el planteo liberal es que a la vez que el consentimiento resulta esencial para la libertad, la libertad vendría ser una precondición para el consentimiento. La teoría liberal no pareciera ser de este modo la mejor herramienta para distinguir la libertad de la dominación.
El liberalismo propone una noción de libertad en términos negativos, en la que sería la ausencia de impedimentos externos para realizar lo que alguna persona quisiera: ser libres es estar libre de la interferencia de otras y de otros. Este principio, central para la tradición liberal, se encuentra asentado sobre una definición particular de individuo: autosuficiente, sin lazos con sus semejantes. La libertad parece reducirse a la libre elección, la libertad es siempre libertad individual. Entendida de este modo, la libertad puede restringirse a la lógica de los derechos, o sea, a la idea liberal de individuo portador de derechos, que gracias a ellos puede elegir entre distintos rumbos de acción.
En el marco de la política liberal, la noción del individuo como portador de derechos no solo refuerza los principios de igualdad formal y de libertad individual, sino que estructura la separación de los ámbitos público y privado. Bajo la idea de que los derechos individuales crean un espacio de libertad separado del ámbito público y fuera de la órbita e intromisión del Estado, el liberalismo legitima esta distinción y sus ya conocidas consecuencias. En este escenario, más derechos no necesariamente se traducen en más libertad.[vi]
En esta dirección, Wendy Brown alertó sobre los riesgos de confundir el ámbito de los derechos con el de los reclamos y de las luchas políticas. “Los derechos no deben confundirse con la igualdad, ni el reconocimiento legal con la emancipación” (Brown 1995, 133). Está claro que el discurso de los derechos es sumamente potente. Pero su potencia política reside en su construcción ideal de personas iguales por su sola condición humana –contrastada por las desigualdades sociales reales– más que en el contenido concreto de esos derechos. En su formulación negativa y en la positiva –por ejemplo, contra la violencia o por la libertad de expresión–, hablar de derechos en el contexto del liberalismo implica referirse a límites de otras y otros y al Estado.
En este sentido demarcatorio y organizador, los derechos separan, delimitan y sostienen el espacio entre una y otra persona bajo el supuesto de la afirmación de la autonomía o independencia en el marco de un orden social. Su opuesto constitutivo, las necesidades, se esconden en el ámbito privado donde se da rienda suelta a relaciones de desigualdad en un marco de intimidad y dependencia. Estos dos mundos de lógicas distintas se necesitan mutuamente, mejor dicho, el reino de los derechos no puede sostenerse sin el confinamiento de las mujeres en el mundo de la satisfacción de las necesidades. Para las mujeres y las diversidades el paradigma de los derechos no necesariamente ha sido un horizonte de libertad.
¿Debemos descartar entonces el lenguaje de los derechos?, por supuesto que no. Nadie puede no querer tener derechos. Esto no impide que podamos sostener que la proliferación de derechos ha mitigado, pero no resuelto, la subordinación de las mujeres. “Si bien los derechos pueden atenuar la subordinación y las violaciones a las que somos vulnerables las mujeres en un régimen social, político y económico machista; no pueden vencer ni al régimen ni a sus mecanismos de reproducción” (Brown 2020, 246). De este modo, aunque actuando sobre muchos de sus efectos, los derechos no han eliminado la desigualdad o la violencia de género.
La teoría feminista establece que cuanto más neutral o ciega con respecto al género sea una ley, un derecho, o una política pública, más probable es que refuerce los privilegios y el poder de los hombres hegemónicos e invisibilice las necesidades de las mujeres y de las diversidades, a la vez que consolida su subordinación. Los derechos generales y universales aumentan el poder de las personas poderosas.
En el discurso legal –y en el de las políticas públicas– se considera a las mujeres en sentido general sin diferenciar entre unas y otras, o se nos trata de pobres, lesbianas o indígenas, etc., pero nunca somos percibidas como las personas complejas y diversas que somos. Los derechos además de consolidar la ficción del individuo autónomo y autosuficiente, consolidan las identidades homogéneas al momento de darles protección. Y si bien ambas instancias son problemáticas, ninguna persona que detente una posición de subordinación podría no quererlas. “Lo que no podemos no querer es también lo que nos atrapa en términos de nuestra dominación” (Brown 2020, 256). Necesitamos de los derechos para afirmar nuestro estatus de individuas e individuos, incluso sabiendo las trampas que presentan los caminos a recorrer para lograrlo.
Es importante que estos derechos sean concretos con respecto a la problemática que afecta a las mujeres y a las diversidades, a pesar de que en esa misma especificación se refuerce nuestra subordinación. Las paradojas planteadas no tienen necesariamente que ser condiciones de imposibilidad política, sino más bien oportunidades de cuestionar los límites y las verdades sostenidas por determinadas formaciones políticas. Los derechos en cuanto paradojas abren la posibilidad de concebirlos no como medios ni fines, sino en una articulación –mediante su representación, siempre imperfecta e inconmensurable– de aquello en lo que podrían consistir la igualdad y la libertad.
El modelo político liberal, al entender que la igualdad sería también identidad, encierra a las mujeres y a las identidades disidentes en la imposible elección entre igualdad y diferencia. Salir del encierro implica redefinir el concepto de libertad, puesto que, sin libertad, el costo que se paga por la igualdad es la homogeneización y la asimilación. Es necesario entonces alejarnos de las definiciones que la reducen a la libre elección. Una alternativa posible sería pensar la libertad en cuanto forma de autodesarrollo y de autodeterminación, lo cual requiere tanto la ausencia de impedimentos como la garantía de las condiciones sociales, simbólicas y materiales para alcanzarla (Gould 1988).
Para poder elegir, las opciones deben estar ahí y ser reales, pero resulta imprescindible que también se enmarquen en un contexto que nunca es meramente individual. Necesitamos pensar una noción de libertad que nos permita ser nosotras mismas, expresar nuestras diferencias, perseguir en nuestros propios términos nuestra propia felicidad, pero sabiendo que esto siempre se da en relación con otros y otras. En este contexto, la libertad nunca es puramente individual, la libertad de cada persona es siempre libertad política. Es necesario cuestionar el credo liberal que reza que menos intervención política es igual a más libertad. Solo inauguraremos nuevas formas de pensar y de ejercer la libertad en el marco de una concepción de la política que no la reduzca a la gestión o la administración de lo público, ni a la elección de representantes, ni a la relación gobernantes-gobernados y gobernadas.
Pensar la política desde una perspectiva de género nos mueve a buscar nuevas formas de habitar el mundo común. Pero, sobre todo, implica la posibilidad de “decir” la diferencia de ser, de estar y de devenir las diversas identidades que encarnemos, sin que ello conlleve ningún acto de discriminación o de violencia.
Referencias
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Notas
[i] El presente articulo es una reelaboración de algunas ideas vertidas en diversos apartados de mi tesis doctoral denominada Teoria feminista y liberalimo: el devenir de una relación problemàtica (2016).
[ii] Para un análisis del modo en que el proceso de industrialización capitalista afectó a las unidades familiares, se sugiere el texto de Engels ([1884] 2008).
[iii] Resulta evidente que no solo las mujeres se encontraban en una situación de subordinación socioeconómica y política, pero en el presente artículo me interesa analizar específicamente la contradicción propuesta a partir de subordinación de las mujeres.
[iv] En este sentido, Macpherson (1979, 15) afirmó que “el individualismo, como posición teorética básica, se remonta cuando menos a Hobbes. Aunque difícilmente cabe calificar de liberales a sus conclusiones, sus postulados fueron en cambio altamente individualistas”.
[v] Para un análisis de la relación entre liberalismo y capitalismo, véase Macpherson (2003).
[vi] No se trata de negar los avances que la inclusión y el reconocimiento de los derechos han traído para la vida cotidiana de las mujeres: leyes contra el abuso sexual, de abordaje integral de violencias de género, sobre salud sexual y reproductiva, legalización del aborto, aumento de la duración de las licencias por maternidad, implementación de planes de igualdad, instalación de espacios en los edificios de oficinas para el cuidado de niños y niñas, por solo nombrar algunas, pues representan luchas y conquistas invalorables.