Mundos Plurales. Revista Latinoamericana de Políticas y
Acción Pública Vol.10 N.° 2, noviembre 2023, pp. 9-27
ISSN 13909193/e-ISSN 26619075
DOI:10.17141/mundosplurales.2.2023.6090
Antropoceno y acción política: la emergencia de una nueva era barroca
Anthropocene and Political Action: The Emergence of a New Baroque Era
Anthropocène et action politique: l’émergence d’un nouveau temps baroque
André-Noël Roth Deubel[i]. Universidad Nacional de Colombia.
Recibido: 01/07/2023 - Aceptado: 03/10/2023
Resumen
El Antropoceno, en cuanto hecho geológico y biológico, constituye un momento barroco en la medida en que es un encuentro de resultado incierto entre dos verdades irreconciliables. La verdad hasta ahora considerada como tal, la verdad clásica, se ve desafiada por otra verdad, aunque esta última no pueda imponerse. La conciencia de este enfrentamiento, irreconciliable por el momento, incita al género humano a una acción política espectacular y retórica, es decir, barroca.
Palabras clave: capitalismo; civilización occidental; cultura; mentalidad; racionalidad; transición.
Abstract
As a geological and biological fact, the Anthropocene is a baroque moment insofar as it is a meeting with an uncertain outcome between two irreconcilable truths. To date, the truth considered as classic is confronted by another truth even though the latter cannot impose itself. The awareness of this confrontation, which is irreconcilable for the moment, favors in the human species a spectacular and rhetorical political action, which is to say, baroque.
Keywords: capitalism; culture; mentality; western civilization; rationality; transition.
Résumé
L’anthropocène, comme fait géologique et biologique, est un moment baroque dans la mesure où il s’agit de la rencontre à l’issue incertaine entre deux vérités irréconciliables. La vérité jusqu’alors considérée comme telle, classique, est mise en doute par une autre vérité, sans que celle-ci puisse s’imposer. La prise de conscience de cet affrontement, irréconciliable pour l’instant, favorise chez l’espèce humaine une action politique spectaculaire et rhétorique, c’est-à-dire baroque.
Mots-clés: capitalisme; civilisation occidentale; culture; mentalité; rationalité; transition.
1. Introducción
Aunque el término “era barroca” se utiliza a menudo para describir un periodo histórico convulso del final de la Edad Media (aproximadamente ente 1600 y 1750) que desembocó en la Modernidad, para algunos es más bien el producto característico de una época en transición o de momentos históricos opuestos a los periodos denominados clásicos. Se trataría, pues, de una constante histórica más que de un momento particular en la marcha lineal de la historia (D’Ors 1993). En el presente artículo nos inspiramos en esta última idea para ofrecer una lectura de nuestra época.
Partimos de la idea de que la era antropocena en la que vivimos es otro paso característico e importante hacia una nueva época barroca o neobarroca. En primer lugar, pretendemos mostrar la emergencia contemporánea de la percepción de un mundo en transición, presa de la duda existencial exacerbada por el Antropoceno, y que es precisamente el contexto ideal para el desarrollo de lo que llamaremos un ethos o habitus barroco. Tras algunas precisiones conceptuales, basadas en los trabajos de varios historiadores del arte y de la cultura, examinaremos a continuación las resonancias actuales del espíritu barroco en los comportamientos y en las mentes de los individuos y de las instituciones públicas de la actualidad. Para concluir, abrimos algunas pistas prospectivas.
2. Emergencias
El reconocimiento desde finales del siglo XX de que la expansión de las actividades del Homo sapiens ha dado paso a una nueva era geológica y biológica, el Antropoceno, es un hecho histórico y cultural de primer orden. Algunos geólogos sugieren que esta nueva era comenzó en torno a 1610, cuando la colisión de los pueblos del Viejo y el Nuevo Mundo condujo a la homogeneización de once biotas distintas (el intercambio colombino), que coincidió con el descenso más pronunciado del dióxido de carbono atmosférico (CO2) (Lewis y Maslin 2015). A partir de esta fecha la proporción de CO2 en la atmósfera empezó a aumentar de forma constante, acelerándose bruscamente a partir de los años cincuenta. Esta emisión de CO2 es una de las principales causas del aumento de la temperatura media de la Tierra y del cambio climático (Lewis y Maslin 2015).
Este hecho geológico no fue reconocido hasta el siglo pasado. En el proceso, la conciencia de la finitud del mundo ha aumentado, poniendo en entredicho el modo de desarrollo iniciado por la civilización Occidental que en la práctica se extendió a casi todo el planeta, basándose en la explotación ilimitada de los recursos naturales. Aunque no existe un acuerdo unánime sobre esta fecha inicial debido a la divergencia de criterios propuestos, este comienzo coincide también, y no es casualidad, con el advenimiento de una transformación particular que ciertos “Homo sapiens” que vivían en el continente europeo establecieron con su entorno y su territorio (la relación hombre-naturaleza).
Este fue el preludio de la nueva civilización creadora de un sistema-mundo moderno y capitalista (Wallerstein 1974) que se desarrollaría durante los cuatro siglos siguientes y hasta nuestros días. De hecho, el siglo XVII vio tanto el inicio de una transformación geológica y biológica antropocéntrica, establecida a partir de los criterios de la cantidad de emisiones de CO2 y de la homogeneización biótica, como el surgimiento de una civilización occidental moderna impulsada por la revolución copernicana del siglo XVI, reforzada por el método cartesiano y por el racionalismo del siglo siguiente.
De hecho, es la emergencia de esta nueva civilización, a través de la relación de exterioridad, incluso de independencia y superioridad que el ser humano establece con la naturaleza, la que está en el origen del aumento continuo de las emisiones de CO2. René Descartes (1596-1650) expuso sin ambigüedades el programa del nuevo paradigma de una civilización antropocéntrica basada en la razón humana y en el uso instrumental o utilitario de la racionalidad para obtener el control del mundo circundante.
[...] Conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de las estrellas, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean, [...] podríamos utilizarlos de la misma manera para todos los fines para los que son aptos, y hacernos así dueños y poseedores de la naturaleza (Descartes 1840, 64. [traducción propia] Edición original: 1637).
Sin embargo, el momento de la emergencia de esta nueva era civilizatoria, biológica y geológica es también una fase particular de la historia y de la cultura humana, en la que el viejo mundo teocéntrico aún no ha muerto, y el nuevo antropocéntrico aún no se ha impuesto. En consecuencia, los discretos comienzos de la era antropocéntrica, coincidiendo con la aparición de la racionalidad humana, cuya pretensión era imponerse como único principio de conocimiento y verdad, concurren con la entrada en un momento histórico que según los historiadores del arte está dominada por el barroco. Sin embargo, como han demostrado numerosos estudios, la expresión artística no puede considerarse de manera aislada del resto de las expresiones y comportamientos sociales. Así pues, podemos hablar de la aparición, en sentido amplio, de una cultura y una mentalidad barrocas que abarcaron aproximadamente el periodo comprendido entre finales del siglo XVI y mediados del XVIII (Maravall 1975).
Esta cultura se desarrolló precisamente en una era de transición, la época del interregno ambivalente en el que Europa occidental oscilaba, dudaba y vacilaba entre la antigua convicción de la verdad del mundo procedente de la magia y lo sobrenatural, lo divino, y la nueva convicción de una verdad del mundo racional, calculable o humanista. ¿A quién creer? Comenzaba así un periodo de tensión entre dos epistemes.
Fue una época en la que las mentes estaban sometidas a mandatos contradictorios y en la que, con relación al paradigma emergente, hubo que experimentar e inventar nuevas formas institucionales basadas en la razón, por ejemplo, las del Estado moderno, para garantizar el gobierno de las ciudades en expansión y de los Estados nación recién reconocidos por los Tratados de Westfalia de 1648. Estas nuevas instituciones adoptarían sus formas más o menos definitivas hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX, con el triunfo de la modernidad y con la Ilustración sobre lo que sería desde entonces calificado como el antiguo régimen.
Antes de eso, a lo largo del siglo XVII, la incertidumbre y las dudas existenciales se apoderaron de los habitantes de la vieja Europa, presa de numerosas convulsiones debidas a las transformaciones sociales y económicas de la época. A ellas se sumaron los cambios políticos y culturales derivados de las Guerras de Religión tras el cisma entre los católicos y los reformadores protestantes, luteranos y calvinistas. Ratificado por la nueva doctrina católica del Concilio de Trento (1545-1563), este divorcio puso fin al sueño de la unidad de los cristianos bajo la autoridad del papa romano, y al mismo tiempo, marcó el inicio de una ofensiva católica sin cuartel contra el puritanismo de los reformadores protestantes.
Estas tensiones dieron lugar a grandes rivalidades. Por un lado, estaba el inmenso Imperio español, que se extendía desde el sur de Europa hasta América Latina y Filipinas, como zona católica fiel al nuevo dogma contrarreformista establecido por el Concilio de Trento. Mientras que, en el otro lado se encontraba la Europa centro-occidental y septentrional y sus expansiones coloniales norteamericanas, más inclinada hacia el reformismo protestante durante los siglos XVII y XVIII.
Este movimiento contrarreformista, encabezado en particular por la Compañía de Jesús y por la Inquisición, desembocó en una auténtica guerra fría con largos episodios de guerra “caliente” en el seno de la cristiandad, entre católicos y reformados, unida a rivalidades políticas, económicas y comerciales. Este agitado contexto fue el crisol de la civilización moderna, con la aparición y el desarrollo de una nueva ética económica defendida por los protestantes, que resultó propicia para la expansión desenfrenada del espíritu capitalista (Weber 1964). El despliegue de esta nueva civilización moderna, implementada por una lógica económica capitalista racional legitimada por la ética protestante, pudo apoyarse en el nuevo paradigma moderno de la explotación de la naturaleza.
Esta civilización emergente se dedicó con romántico vigor a la tarea de domesticar y superar la naturaleza en un intento de emanciparse de ella.[ii] Su expansión ha sido incesante hasta nuestros días, afectando prácticamente a todo el planeta. Esto puso en marcha un proceso de colonización del mundo de la vida cotidiana que, a través de la nueva relación con la naturaleza que promueve, condujo a un aumento continuo de las emisiones de CO2 a la atmósfera mediante la explotación ilimitada de la naturaleza.
Esta dinámica civilizatoria de una naturaleza puesta en valor por el capitalismo ha llevado, a partir de posiciones críticas con el término “Antropoceno” propuesto por Crutzen y Stoermer (2000), a sustituirlo por “capitaloceno” para describir esta nueva era (Malm y Hornbog 2014; Haraway 2015; Ulloa 2017; Vega Cantor 2019). Se trata de subrayar la especificidad del desarrollo de un tipo particular de civilización, la de Europa Occidental, en particular a partir del siglo XVII. Estas transformaciones culturales y societales de los siglos XVI y XVII condujeron a la formación y consolidación entre los individuos europeos de un conjunto de comportamientos sociales que los situaban en una posición de superioridad no solo en relación con su entorno natural, sino también en relación con otras civilizaciones humanas, instigando una jerarquía entre las razas y, dentro de su propia civilización, con el género femenino en general. Estos nuevos comportamientos racionales, utilitaristas, jerárquicos, a menudo racializados y patriarcales, formarían un nuevo ethos histórico, el ethos de la modernidad occidental.
3. El ethos de la modernidad capitalista y su despliegue global
El concepto de ethos tiene una larga historia en las ciencias sociales. Weber lo utilizó precisamente para dar cuenta del traspaso de la ética protestante al espíritu capitalista (Weber 1964), pues consideraba que la empresa capitalista necesitaba un tipo particular de individuo. Weber encontró en las convicciones religiosas del protestantismo la fuente de una mentalidad económica singular que ordenaba al individuo aumentar su capital económico como señal divina de la salvación de su alma.
Así, este rasgo del comportamiento económico promovido por el puritanismo protestante “apoyaba el ethos de la empresa burguesa racional y la organización racional del trabajo” (Weber 1964, 143) en su búsqueda de la eficiencia (Alexander 2008). El concepto de ethos establece el vínculo entre una ética religiosa y un comportamiento práctico derivado, permitiendo “detectar la racionalidad social y éticamente arraigada del comportamiento” (Fusulier 2011, 97-109 [traducción propia]). Pierre Bourdieu, por su parte, retomó el término y le dio el significado de “sistema de valores implícitos que las personas han interiorizado desde la infancia y a partir del cual generan respuestas a problemas muy diversos” (Bourdieu 1984, 228). Más tarde abandonó este término en favor de otro más abarcador: el de habitus.[iii]
Para Bourdieu, el habitus “moldea el comportamiento ordinario de los individuos, haciéndolo automático e impersonal” (Izam s.f.,1[trad. propia]) Se trata de un conjunto de disposiciones que son, por un lado, impuestas por el orden social y, por. otro, reproducidas consciente e inconscientemente por cada individuo. Así pues, tanto el ethos como el habitus tienden un puente entre el individuo y la sociedad. El ethos de Weber, al igual que el habitus de Bourdieu, se sitúa en el centro del proceso de socialización de los individuos en función del entorno social concreto al que pertenecen.
Este entorno estructurado y estructurador “históricamente sedimentado” favorece, “a través de la experiencia y el aprendizaje, la interiorización de normas, valores y principios éticos que nos permiten adoptar una relación particular con el mundo, en particular atribuyéndole un valor en el registro de lo ‘bueno’, lo ‘justo’, lo ‘normal’” (Fusulier 2011, 97-109). Además, caracterizan el conjunto de comportamientos prácticos legítimos adquiridos por el individuo en su entorno social particular.
Sin embargo, según Echeverría, quién se basa en Marx, la modernidad y el capitalismo han sumido al individuo en una nueva contradicción permanente que es una característica de la vida social moderna (Echeverría 2013). Se trata de la contradicción entre el disfrute cualitativo de los bienes (el valor de uso de los productos del trabajo) y el deber o mandato ético de la acumulación cuantitativa de capital. Y es precisamente el ethos de la modernidad el que construye conjuntos de comportamientos que hacen soportable la contradicción de la nueva condición humana exigida por el capitalismo. Así, especialmente durante la primera fase de la modernidad, se trataban de desarrollar estrategias culturales y de comportamiento que permitieran soportar la tensión provocada por la contradictoria rivalidad entre la episteme bíblica o divina y la de la razón humana durante el interregno que transcurrió entre la gradual irrupción de la modernidad y su triunfo en el siglo XVIII.
Sin embargo, la entrada en esta vida moderna no fue homogénea y simultánea para todos los grupos sociales. Debido a la diversidad de circunstancias históricas, antes brevemente mencionadas, tanto dentro de las naciones como entre ellas, en las que este nuevo ethos civilizatorio tuvo y pudo desplegarse, adoptó varias formas diferentes (Echeverría 2013, 38-39).
Según Echeverría, este proceso civilizatorio dio lugar a cuatro ethos modernos. Cada uno de ellos despliega una estrategia diferente para permitir al individuo hacer frente a las contradicciones de la vida moderna dominada por el capitalismo. Así, Echeverría considera la aparición de tres ethos que aceptan el nuevo orden capitalista: el ethos realista, el romántico y el clásico. Y un cuarto que, aun reconociendo la existencia ineludible del capitalismo, le considera sin embargo inaceptable: el ethos barroco. Todos ellos son formas diferentes de garantizar la necesaria armonía para la existencia cotidiana, con el fin de “vivir lo invivible” (Echeverría 2013, 38).
El primer ethos, el realista, produce un comportamiento que consiste en identificarse plenamente con la convicción de la necesidad natural de la acumulación de capital y del desarrollo de las fuerzas productivas. Esta forma de estar en el mundo no concibe la posibilidad de una alternativa a lo que ya existe. En esta actitud, la contradicción se resuelve plenamente en el sentido de una naturalización del capitalismo. La estrategia romántica, en cambio, adopta una actitud diferente, incluso opuesta a la anterior. Aquí la naturalización del capitalismo se consigue valorándolo como una aventura individual y colectiva en curso en la que las fuerzas del bien acabarán por vencer a las fuerzas malignas del capitalismo y conducirán a la humanidad a una era de abundancia y disfrute. La tercera vía, la del ethos clásico, consiste en reconocer la existencia del capitalismo en cuanto hecho ineludible, inapelable y adoptar una actitud comprensiva y constructiva, aunque distanciada, ante el trágico curso de los acontecimientos.
La cuarta y última manera de abordar la contradicción del capitalismo en la vida cotidiana es la actitud barroca. También aquí el individuo se distancia del hecho capitalista, pero a diferencia de la actitud clásica, no lo acepta. El ethos barroco consiste en “una afirmación de la ‘forma natural’ del mundo de la vida que parte paradójicamente de la experiencia de esa forma como ya vencida y enterrada por la acción devastadora del capital” (Echeverría 2013, 39). A través de su comportamiento, el individuo con mentalidad barroca pretende restablecer las formas naturales de la vida “informal o furtivamente como cualidades de ‘segundo grado’” en un contexto dominado por el capitalismo victorioso (Echeverría 2013, 39). Por este motivo, y a diferencia de los otros ethos modernos, el ethos barroco no se enfrenta ni niega la contradicción del mundo de la vida cotidiana en la modernidad capitalista. Aunque reconoce que esta contradicción es inevitable, se resiste a aceptarla. El comportamiento barroco busca entonces recrear y desafiar el mundo vencido del disfrute y de lo cualitativo en otra dimensión (Echeverría 2013). En definitiva, se trata de una lógica que combina, a la vez, actitudes de resistencia y de sumisión ante el avance inexorable de la lógica de la acumulación capitalista y de lo cuantitativo en el mundo de la vida cotidiana.
Sin embargo, similar a los tipos ideales de dominación legítima de Weber (y también a las distintas composiciones del capital individual de Bourdieu), no deberíamos esperar encontrar estas diferentes variantes del ethos moderno en estado puro en situaciones concretas. De hecho, el ethos se expresa de una forma compuesta en la que uno u otro pueden predominar en la conducta individual y colectiva, dependiendo de las situaciones históricas concretas relacionadas con el despliegue del capitalismo. En términos generales, podemos considerar que el ethos realista de la modernidad se desarrolló inicialmente, y de modo predominante, en las sociedades del centro-oeste y norte de Europa. En cambio, el ethos barroco se encuentra más bien en las sociedades del sur de Europa que resistieron la dominación del ethos realista adoptado por los herejes protestantes y por los racionalistas. Así pues, esta nueva frontera cubría aproximadamente las líneas de fractura entre el mundo católico latino, con la notable excepción de la Francia cartesiana y del mundo reformado.
Para competir con los avances políticos y económicos de las naciones protestantes e industriales, la monarquía española intentó construir un sistema de economía-mundo alternativo de modernización católica que, sin embargo, fracasó (Gruzinski 2010). El objetivo de la Iglesia católica contrarreformista, liderada por los jesuitas, era construir una sociedad moderna y católica al mismo tiempo, que mantuviera o restaurara la centralidad de la dicha institución en cuanto lugar de socialización y entidad política. En concreto, la cultura barroca se utilizó como medio de propaganda y educación para convencer a la gente de esta nueva relación entre fe y razón, reconociendo a esta última, pero quedó subordinada a la primera. Este ethos barroco, que articulaba ambos elementos, encontró una expresión particularmente clara en las artes como instrumento de propaganda y de formación de la mente desplegado por la Iglesia católica en su lucha “contra el veneno luterano” (Brading 1991, 275).
Esto fue especialmente cierto en América Latina, donde el catolicismo romano también tuvo que enfrentarse a culturas indígenas que habían sido derrotadas, pero no desaparecidas (Rivera Cusicanqui 2010; ver también Espinosa Fernández 2015). En esta situación particular este ethos se renovó. Las sociedades americanas, formadas a partir de la cultura hispánica y de los escombros de las culturas indígenas y africanas percibidas como amenazas y contradicciones a la civilización moderna europea, fueron terreno fértil para este ethos barroco que, según Echeverría, sigue predominando hasta nuestros días (Echeverría 2013, 47-48). Primero importado de España en el siglo XVII, luego confrontado con las realidades locales multiculturales y mestizas, se adaptó y renovó constantemente, americanizándose.
Según el poeta cubano Lezama Lima, “el señor barroco”, reinterpretado por los latinoamericanos, es incluso la identidad fundadora del primer ser humano auténticamente americano (Lezama Lima 1957). Sería incluso la expresión identitaria de una “contraconquista” (Lezama Lima 1957). Para Echeverría, el ethos barroco es el que ha dejado la huella más profunda en la identidad y en el comportamiento social de los latinoamericanos hasta nuestros días,[iv] a pesar del fracaso de la Corona española. Esta particular situación también debe ponerse en relación con los procesos de construcción de identidades singulares nacidas en el Caribe francés y denominadas por el escritor martiniqués Edouard Glissant como creolización (Glissant 1981, 1990, 1997). De forma similar al barroquismo latinoamericano, la creolización consiste en la creación de identidades culturales originales fruto del encuentro entre diferentes culturas, un fenómeno que, según Glissant, se está expandiendo en diversas partes del mundo en la actualidad (Le Monde 2011).
Sin embargo, la difusión del ethos realista, el de la racionalidad capitalista, a través de los diversos avances tecnológicos, militares y económicos permitió y facilitó la colonización del resto del mundo por parte de los europeos. Esta civilización occidental, inicialmente europea, luego euronorteamericana, se erigió en el modelo cultural hegemónico que se impondría como referente de la modernidad y que borraría casi por completo la posibilidad de una alternativa a esta cultura realista.
La posición dominante de esta última consagró la racionalidad y el cálculo como componentes centrales de una ciencia objetiva que es fuente de verdad absoluta y que debía imponerse naturalmente al resto del mundo (Santos 2009; Dumoulin Kervran, Kleiche-Dray y Quet 2018). Con ello, el triunfo de esta gramática del comportamiento social realista, a finales del siglo XVIII, puso fin a la contradicción característica de esta fase histórica barroca y se erigió en cultura clásica. Relegó otros comportamientos a la categoría de sociedades bárbaras, atrasadas y basadas en creencias míticas. Un atraso que solo puede compensarse mediante el “progreso” y el “desarrollo”, basados en la adopción de la cultura realista moderna en detrimento de todas las demás. La civilización occidental, con el triunfo de la razón moderna en su versión realista en los albores del siglo XIX, autoasumió así la idea de que había sido investida, en aras del humanismo, con la misión propiamente teísta y romántica de llevar la nueva verdad, las ideas de la Ilustración y el racionalismo científico a todos los rincones del mundo.
El apogeo de la dominación civilizatoria euronorteamericana sobre el mundo (y de la Unión Soviética durante un corto periodo del siglo XX) se produjo precisamente en torno a 1950, cuando comenzaron a acelerarse las emisiones de CO2 (Lewis y Maslin 2015) y cuando la instrumentalización de la racionalidad técnica empezó a desplegarse, a través de la rivalidad este-oeste, en una frenética carrera por el “progreso” mediante la extracción de energía de combustibles fósiles. Esto fue apoyado y compartido tanto por las ideologías liberales como por las socialistas y por sus respectivas políticas de ayuda al desarrollo. El resultado es un despliegue competitivo de sistemas políticos basados en el capitalismo privado o de Estado planetario, que explotarán y pretenderán tener el control sobre la naturaleza, percibida como un objeto estático, inanimado e ilimitado, permitiendo una marcha infinita hacia el progreso y hacia el desarrollo emancipándose de la propia naturaleza.
Así, la transformación de la era geológica, la transición a la era antropocena, debe verse en el contexto de la difusión global de una perspectiva cultural que genera comportamientos específicos: el utilitarismo y el capitalismo. No todas las sociedades son igualmente responsables de la producción de CO2. En conjunto, las sociedades industriales del Norte son, con diferencias, las mayores responsables del aumento de la temperatura de la Tierra y del cambio climático (Moore 2016; Svampa 2019).
4. El retorno de lo barroco: una cultura de transiciones
La toma de conciencia del Antropoceno en la segunda mitad del siglo XX coincidió con la aparición del posmodernismo. El posmodernismo se caracteriza tanto por el desvanecimiento de la creencia romántica en los grandes relatos políticos modernos como por la irrupción de la duda epistémica sobre el discurso científico dominante (Lyotard 1979). Esta conciencia posmoderna del fin de los grandes relatos que cultivaban los mitos de la emancipación del individuo racional y del sentido del progreso histórico, característicos del ethos realista, no ha hecho sino aumentar desde entonces. El progresivo surgimiento de cuestionamientos y críticas a la cultura occidental dominante desde la periferia y del Sur global, sobre todo ante los fracasos del progreso y la creciente conciencia de los irreparables daños medioambientales causados por la búsqueda desenfrenada del desarrollo y de los límites de la Tierra, ha amplificado las dudas sobre la validez establecida por el ethos realista moderno en el registro de lo “bueno”, lo “justo”, lo “correcto” y lo “normal” (Fusulier 2011).
Esto nos permite percibir el retorno a una situación contradictoria con la emergencia de una nueva episteme opuesta a la de la modernidad dominante y, por tanto, la entrada en una nueva fase de transición civilizatoria, es decir, un retorno a una época barroca. Pero, ¿qué es el barroco? Según el concepto propuesto por el historiador del arte Eugenio D’Ors (1993), no se trata de un único momento de la historia de la humanidad en los siglos XVII y XVIII. Contrariamente a la idea de una sucesión cronológica en la historia humana, considera que el barroco, al igual que el clásico, son constantes humanas.
La historia humana alterna así momentos clásicos y barrocos. Cada uno de estos periodos históricos está marcado por características que pueden “renacer y traducir la misma inspiración en formas nuevas, sin necesidad de copiarse a sí mismo servilmente” (D’Ors 1993, 74). De esta forma, y siguiendo a otros autores, podemos considerar la posibilidad de que hayamos entrado en una nueva era en la que progrese lo barroco o neobarroco; un término definido por Calabrese como la búsqueda de formas que han perdido su integridad, su totalidad y su sistematización ordenada, en favor de la inestabilidad, de la polidimensionalidad y de la mutabilidad (Calabrese 1989, 12). El autor cita varias teorías científicas: la de las catástrofes, la de los fractales, la de las estructuras disipativas, la del caos y la de la complejidad.
Así, según Eugenio D’Ors (1993), los periodos clásicos se caracterizan por una mente dominada por la razón humana que tiende a la unidad, a la centralidad, a la racionalidad, al orden y a la pureza, y que, por tanto, conducen a un estado estático (ponen la mente en reposo). El espíritu clásico prefiere las formas rectilíneas, las figuras geométricas y simétricas (el estilo clásico fue retomado por la modernidad realista triunfante bajo el nombre de neoclásico) y no deja lugar a la vacilación ni a la imperfección. Conviene recordar aquí que el origen de la palabra barroco está precisamente en la denominación de las perlas de contornos irregulares e imperfectos (barrueco en español) (Sarduy 2011, 5).
En sus palabras: para captar la diferencia entre la morfología clásica y la barroca, D’Ors contrapone las “formas que pesan”, como característica de la primera, a las “formas que vuelan” de la segunda. Estas morfologías serían pertinentes no solo para caracterizar una fachada o un cuadro, sino también “una composición musical, una teoría científica o una institución política” (D’Ors 1993, 82). El espíritu barroco, a diferencia del clásico, se caracteriza por el movimiento, por la fluidez, por el cambio, por la vida y por el retorno de la naturaleza, incluso por el panteísmo. Para el autor, toda introducción de movimiento en el proceso de una obra humana supondría un abandono de la razón.
Esto no sería más que mera tolerancia si la intrusión fuera mínima o marginal, pero se convertiría en humillación radical si la parte concedida fuera significativa (D’Ors 1993, 81). Según Calabrese (1989, 13), sin embargo, esta decadencia de una forma de racionalidad no significa su liquidación, como sugería D’Ors (1993, 82), sino que indica la búsqueda de formas distintas de racionalidad más adecuadas a la época contemporánea. En nuestra opinión, estas características de tensión y conflicto contradictorio entre el espíritu barroco y el clásico reflejan precisamente el periodo contemporáneo de transición.
Como señala Echeverría (2013), basándose en autores que analizaron el barroco histórico (Maravall 1975; Villari 1991), el comportamiento del individuo barroco se caracterizaba por “la presencia de actitudes aparentemente incompatibles y evidentemente contradictorias en un mismo sujeto” (Echeverría 2013, 13). Esto permitía el tradicionalismo y la búsqueda de innovación, el conservadurismo y la rebelión, el amor a la verdad y el culto al disimulo, el valor y la locura, la sensualidad y el misticismo, la superstición y la racionalidad, la austeridad y el consumismo, la consolidación de la ley natural y la exaltación del poder absoluto (Villari 1991, 13-14).
Otras características del barroco son aportadas por Sarduy (2011). En su propuesta de reducirlo a un esquema operativo preciso, establece las principales categorías que permiten reconocer la obra o el comportamiento barroco aplicado a la literatura latinoamericana (Sarduy 2011, 7). En su trabajo, Sarduy señala el uso de dos categorías: artificio y parodia. La primera incluye tres estrategias: sustitución, proliferación y condensación, que son manejadas centralmente por la retórica (ornamental) y por la metáfora. La parodia, por su parte, se descompone en intertextualidad e intratextualidad.
Otras dos categorías barrocas importantes, mencionadas por Santos (2009), son el mestizaje y el sfumato (esfumado). En la pintura barroca, el sfumato se refiere a la dilución de contornos, colores y formas entre los objetos. Al difuminar las fronteras, esta característica facilita el diálogo transcultural (Santos 2009, 245). En cuanto al mestizaje, puede considerarse el complemento o la culminación del sfumato, en la medida en que la transculturalidad conduce a la creación de nuevas formas. El sfumato diluye las formas, mientras que el mestizaje (o creolización) las reacomoda de tal modo que las formas iniciales se vuelven irreconocibles. En este sentido, el barroco es a la vez una energía destructiva y creativa.
Actualmente asistimos a una ofensiva barroca contra la modernidad clásica tal y como se expresa y despliega a través de la racionalidad científica e instrumental en aras del proyecto capitalista. La conciencia de que hemos entrado en una era antropocena, por sus consecuencias para la vida misma (Steffen et al. 2018), legitima un movimiento vital contra el mantenimiento de una mentalidad y de un comportamiento social dominados por el ethos realista, que hoy encarna la tradición y el conservadurismo, es decir, la cultura, la mentalidad y el comportamiento clásicos.
La contradicción entre la versión de la modernidad portadora del ethos realista, que consagra la separación entre el ser humano y la naturaleza y un nuevo ethos que reivindica la importancia de una nueva alianza (Prigogine y Stengers 1983) o una nueva relación (Glissant 1990; Latour 2015) entre estas dos entidades (y las demás dicotomías mencionadas), es la manifestación de un periodo de conflicto entre dos epistemes, del que el posmodernismo es una manifestación. Nos encontramos, pues, en un periodo de posible transición hacia el advenimiento de una nueva episteme dominante, una nueva forma de racionalidad, cuyos primeros esbozos están emergiendo. Una etapa de transición en la que la vieja cultura aún no ha dicho su última palabra y la nueva aún no se ha impuesto. ¿Se trata de una mera tolerancia o de un abandono pasajero o, por el contrario, del comienzo de una humillación de la razón en su forma dominante que la pondría en peligro de muerte?
5. Despliegue barroco y acción pública
Llegados a este punto, debemos aportar algunos argumentos empíricos para apoyar nuestra tesis de un posible retorno a tiempos dominados por el ethos barroco. Este intento del barroco de humillar y subvertir el ethos realista puede observarse en varios ámbitos. Los pilares de la modernidad clásica —la ciencia, el orden político e institucional y la superioridad del hombre blanco patriarcal— se ven fuertemente cuestionados en la actualidad. Por ejemplo, se critica el enfoque científico moderno centrado en dicotomías como hombre y naturaleza, ciencia y política, objetivo y subjetivo, etc., y se afirma que eso supone un “abandono definitivo de esta separación entre la naturaleza y lo humano que ha paralizado la ciencia y la política desde los inicios del modernismo” (Latour 2015, 28).
Su cuestionamiento, por tanto, pone en tela de juicio un elemento central de la concepción moderna clásica de la naturaleza al servicio de la especie humana. Esta separación cartesiana ha facilitado la extracción ilimitada de recursos naturales. La reciente pandemia del coronavirus también ha servido para poner de manifiesto la reducción y explotación de los espacios naturales por una lógica capitalista cada vez más intensiva, poniendo en peligro otros ecosistemas. Latour (2015) propone una transición de una sociedad industrial concebida separadamente de su entorno a una sociedad basada en una nueva relación, una hibridación socioambiental entre los seres humanos, la sociedad, la cultura y la naturaleza.
Otro ángulo de ataque reside en la crítica al universalismo por parte de las diversas corrientes de teoría decolonial, activas tanto en América Latina (Quijano 2000) como en África (Woldeyesa y Belachew 2021), que denuncian el carácter eurocéntrico y cerrado de la actividad científica, relegando las otras epistemes presentes en las sociedades colonizadas a mero folclore o, en el mejor de los casos a sentido común (Santos 2009). Este cuestionamiento se observa, por ejemplo, en el ámbito específico del análisis de las políticas públicas (Roth Deubel 2018, 2021). Con ello, lo que se cuestiona es la validez y la superioridad de los cánones de las principales teorías y los métodos científicos establecidos habitualmente por los centros de investigación y por las universidades europeas y estadounidenses (el “Norte”), considerando al “Sur” solo como una especie de campo de comprobación empírica para estas teorías (Dumoulin Kervran, Kleiche-Dray y Quet 2018).
La exigencia de reconocimiento del pluralismo epistemológico y la necesidad de establecer un diálogo transcientífico corresponden así a la lógica barroca de la intertextualidad y del sfumato, que facilita la fertilización cruzada y la creolización. En la medida en que la política está hecha de palabras, como nos recuerda con razón Majone (1997), también nos parece legítimo transponer a este ámbito de actividad los comportamientos barrocos identificados por Sarduy (y también por D’Ors) en la literatura. Así pues, vemos también en el auge de los desórdenes políticos de todo tipo la huella del avance de lo barroco.
El Occidente antaño conquistador ya no parece capaz de ordenar el mundo a su manera. El orden político bipolar del siglo XX ha dado paso a un creciente desorden internacional en el que se multiplican los conflictos, cada vez más difíciles de interpretar.[v] Al interior de las naciones, en las grandes ciudades que crecen caóticamente, las instituciones gubernamentales tradicionales se ven desbordadas y proliferan las zonas sin ley.
En estas brechas cada vez más amplias, “legalidades” alternativas ocupan su lugar. Aumentan los llamamientos a la vuelta al orden y a un gobierno fuerte. Esto no hace sino reforzar la creatividad y las actitudes furtivas de los protagonistas del “desorden” para resistirse a él. En otro ámbito, la dominación patriarcal y blanca legitimada por el ethos realista también está siendo hoy severamente cuestionada por los movimientos feministas (por ejemplo, el impulso global del movimiento Me Too), por lo que algunos denuncian como la ideología del wokismo y por las demandas de reconocimiento de los derechos de las poblaciones LGBTIQ.
En este último caso, el género se entiende cada vez más como una forma fluida, sfumato, alejada de las asignaciones dicotómicas de la pureza clásica. En este sentido, la multiplicidad y fluidez de los géneros reflejan la exuberancia de la naturaleza en toda su diversidad. En cierto modo, esto remite también a la idea barroca de un retorno a la naturaleza, de panteísmo, en la medida en que el género femenino suele ser considerado por el patriarcalismo más próximo a la naturaleza, más susceptible a la emoción y, por tanto, menos racional.
El cuestionamiento de la superioridad humana en relación con su entorno también puede verse claramente en el antiespecismo, en el redescubrimiento de la capacidad emocional y el sufrimiento de los animales, y quizá también en los discursos que abogan por el veganismo. Del mismo modo, en la arquitectura y en el urbanismo también se tiende a integrar la naturaleza en los edificios, que se convierten así en una prolongación de lo vivo que traspasa los límites de lo humano, y se busca inscribir las ciudades a largo plazo y en relación con la naturaleza (Widmer, Marchand y Danesi 2022). Finalmente, es incluso el género masculino de Dios el que se cuestiona (Vuilleumier 2022).
En un mundo que ya no parece tener un norte claramente definido, el comportamiento y las acciones de los actores políticos e institucionales también se ven afectados. El resurgimiento, desde aproximadamente el año 2000, del término gobernanza también refleja esta situación en el comportamiento institucional. Lejos de la idea del Estado como vértice de una pirámide desde la que modela y domina la sociedad, el Estado se considera cada vez más, en el mejor de los casos, un primus inter partes. Este debe negociar su poder con otros componentes de la sociedad civil: empresas privadas (por ejemplo, GAFAM), científicos, representantes de diversas opiniones públicas o ciudadanos que reclaman una práctica democrática radical. La soberanía también se está redefiniendo en un marco que sobrepasa las fronteras establecidas por el Estado nación.
Esta situación genera actitudes políticas contradictorias. El retorno de lo barroco en estas actitudes puede verse, por ejemplo, en la creciente importancia de los fenómenos políticos impulsados por la emoción. Los llamados movimientos populistas, que combinan un desafío al orden institucional tradicional con aventuras políticas centradas en el carisma de un individuo, son cada vez más evidentes hoy en día. También suelen ir acompañados de una vuelta al uso de la retórica ornamental en política, con abundancia de metáforas y movilización de las emociones en detrimento de la razón como estrategias que permiten encontrar soluciones a los problemas de la vida cotidiana de forma artificial, en el lenguaje y no en la realidad.
Es este avance de la artificiosidad lo que Sarduy señala como característica del barroco. Pero es evidente que, con ello, se experimenta quizás una nueva forma de institucionalización. Una transición hacia una nueva forma clásica que se sigue buscando. También hay que señalar, en relación con el barroco histórico, que el poder autoritario había acompañado esta transición hacia la dominación de la modernidad en su forma clásica.
En Europa fue la monarquía absoluta la que condujo posteriormente al desarrollo del sistema político republicano basado en la separación de poderes. Como señala Weber (1987), el poder carismático suele ser el poder de un solo individuo que, gracias a su capacidad para movilizar las emociones populares, permite derrocar el orden establecido. Al hacerlo, facilita la imposición de un nuevo orden, de una nueva racionalidad política e institucional que se impone entonces con todas las características de un nuevo orden clásico.
6. Conclusiones
En las páginas precedentes hemos intentado demostrar que la toma de conciencia de que estamos entrando en la era antropocena marca un punto de inflexión en el despliegue planetario de la civilización occidental. Enfrentado claramente los límites naturales de la Tierra, el Homo sapiens occidental u occidentalizado se ve obligado a revisar su modelo de desarrollo basado en la extracción desenfrenada de recursos naturales, o corre el riesgo de hacer la Tierra prácticamente inhabitable para su propia especie. Desde un punto de vista particular, el de un ethos cultural barroco estimulado por tensiones contradictorias, hemos mostrado su expansión en la sociedad contemporánea en diversas dimensiones de la vida cotidiana, social y política.
Hemos considerado que este avance de la mentalidad barroca y de los comportamientos individuales y colectivos asociados permite comprender nuestra época como un momento particular de la cultura humana. Estamos, pues, en un periodo histórico de transición, típicamente barroco, hacia una redefinición de los contornos o las formas de la racionalidad. La constatación de los límites del crecimiento alcanzado por la racionalidad dominante, calificada de realista, está forzando la aparición de una nueva racionalidad que redefinirá no solo el enfoque científico, sino también las instituciones políticas. Es probable que surja una nueva relación entre la sociedad y la naturaleza que ya no se base en la dominación y en el control de la segunda por la primera, sino en una relación de dependencia mutua bien o mejor comprendida.
Si así fuera, sería posible revalorizar perspectivas y formas situadas y particulares de instituciones políticas diversas y variadas en relación con la diversidad de su entorno. Sería el fin de aquel universalismo positivista moderno difundido por la Ilustración. Probablemente significaría la revalorización de los modos de vida de muchas comunidades locales no modernas —indígenas, comunales, etc.— (Rivera Cusicanqui 2018) en cuanto formas válidas de adaptación del Homo sapiens a su entorno natural. Sin embargo, no sería imposible que esta fase de transición, como demuestra la historia, no se produjera en condiciones democráticas, sino que pasara por periodos de autoritarismo político antes de imponerse.
Quizás podamos ver los inicios de lo antes descrito en los movimientos políticos actuales que buscan su salvación a través de la expresión de un nacionalismo exacerbado y de un culto a alguna personalidad carismática. Sin embargo, frente a esta vía, también es posible otra: la de una reafirmación del punto de vista del ethos realista moderno que nos permitiría tomar el control de la evolución del sistema terrestre (geoingeniería). El momento barroco actual no pasaría de ser una intrusión vital temporal, y asistiríamos al advenimiento de un mundo hiperrealista controlado por la racionalidad instrumental. Pero ¿podría ser este un mundo feliz?[vi]
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Notas
[i] Traducción autorizada del texto original publicado en francés. Roth Deubel, André-Noël. 2022. “Anthropocène et action politique: l’émergence d’un nouveau temps baroque”. Rivista Italiana di Filosofia Politica 3: 91-112. https://doi.org/10.36253/rifp-2018
[ii] Como nos recuerda la frase de Simón Bolívar pronunciada en 1812 e inscrita en un edificio oficial de Caracas: “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”.
[iii] Según Bourdieu (1984), el habitus se compone del ethos (costumbre, conducta), del eidos (teoría de las formas) y del hexis (disposición).
[iv] Echeverría (2013, 57) plantea que “la modernización de la América latina en la época ‘barroca’ parece haber sido tan profunda que las otras que vinieron después –la del colonialismo ilustrado en el siglo XVIII, la de la nacionalización republicana en el siglo XIX y la de capitalización dependiente en este siglo–, no han sido capaces de alterar sustancialmente lo que ella fundó en su tiempo”.
[v] Por el contrario, con la invasión de Rusia a Ucrania en febrero de 2022, la unanimidad de la solidaridad estatal y civil del Norte hacia Ucrania muestra el deseo de orden. Por fin un conflicto comprensible por las resonancias con la era de la Guerra Fría, que nos permite encontrar un poco de sentido en un mundo sumido en el caos y en la incertidumbre.
[vi] En alusión al título de la obra de Huxley (2013).