Letras Verdes. Revista Latinoamericana de Estudios Socioambientales

N.° 37, periodo marzo-agosto 2025, e-ISSN 1390-6631

doi.org/10.17141/letrasverdes.37.2025.6243

 

 

 

Metabolismo fósil del agro argentino. Claves ecológico-políticas

Fossil metabolism of Argentine agriculture. Keys from political ecology


Leonardo Rossi, IRES-CONICET (Ecología Política del Sur), leo.j.rossi.ep@gmail.com, orcid.org/0009-0003-5778-4096

 

Recibido: 30 de abril de 2024

Aceptado: 30 de octubre de 2024

Publicado: 31 de marzo de 2025

Resumen

Introducción: mientras los principales análisis sobre la crisis ambiental se centran en las emisiones de CO2 de los sistemas de transporte y la infraestructura urbano-industrial, el sistema agroalimentario queda minimizado dentro de esta agenda. Dado su significativo impacto ecológico como sus implicancias políticas, en este artículo se busca aportar al estudio del metabolismo agroalimentario capitalista con foco en el caso argentino. Objetivo: el objetivo del trabajo es revisar los consumos energéticos e impactos ecológico-climáticos del sistema agrícola exportador, con foco en los consumos de fertilizantes y combustible. Asimismo, se propone correlativamente exhibir rasgos clave de la estructura agraria y exportadora sobre la que se organiza ese metabolismo. Metodología: para operativizar el abordaje, se apela a la noción de metabolismo social. Se reconstruyen primeramente sus vertientes económico-ecológicas como ecomarxistas, y se da cuenta de su relevancia para la comprensión histórico-global del régimen agroalimentario capitalista. Conclusiones: a partir del relevamiento de datos se plantea tanto la necesidad científica como la relevancia política de nuevos y detallados análisis metabólicos del sistema agroalimentario argentino, que incorporen las responsabilidades diferenciales de los agentes involucrados en sus distintos eslabonamientos.

Palabras clave: cambio climático; capitaloceno; combustibles fósiles; metabolismo social; sistema agroalimentario

Abstract

Introduction: While the main analyses of the environmental crisis focus on CO2 emissions from transportation systems and urban-industrial infrastructure, the agriculture and food systems are minimized within this agenda. Given its significant ecological impact and political implications, this article seeks to contribute to the research study of capitalist food metabolism focusing on the Argentine case. Objective: The work aims to review the state of the art in terms of energy consumption and ecological-climatic impacts of the agricultural export system with a focus on fertilizer and fuel consumption. Likewise, it is correlatively proposed to exhibit key features of the agrarian and export structure on which this metabolism is organized. Methodology: To operationalize the approach, we appeal to the notion of social metabolism, first reconstructing its economic-ecological aspects as ecological Marxism and explaining its relevance for the historical-global understanding of the capitalist food regime. Conclusions: From the data survey, both the scientific need and the political relevance of new and detailed metabolic analyses of the Argentine agriculture system arise, which also considers the differential responsibilities of the agents involved in its different links.

Keywords: Agriculture and Food Systems; Climate Change; Capitalocene; Fossil Fuels; Social Metabolism


Introducción

En los últimos años se ha registrado una serie de puntos extremos en materia de crisis ecológico-climática, como los récords en la temperatura media global, temperatura media de los océanos y extensión en un nivel mínimo de los hielos marinos antárticos (OMM 2023). Estos fenómenos forman parte de la aceleración del colapso propio del Capitaloceno, y se encadenan a otros efectos como la propagación de zoonosis y la afectación a gran escala de los ciclos de siembra y cosecha de alimentos.1 Mientras la narrativa hegemónica sobre la crisis en materia ambiental y sobre posibles transiciones se enfoca casi de manera excluyente en torno a las emisiones de CO2 en los sistemas de transporte y en el uso urbano-industrial, el sistema agroalimentario queda subdimensionado dentro de las principales agendas. En efecto, la liberación de gases con efecto invernadero (GEI, principalmente dióxido de carbono, metano y óxido nitroso) por acciones antrópicas es una de las principales causas de la desestabilización climática en la biósfera, producto de la absorción de calor en niveles mayores a los equilibrios sobre los cuales se ha sostenido la vida tal como actualmente puede desenvolverse.

Algunas de las fuentes principales de emisiones se originan en la quema de combustibles fósiles como el carbón, el petróleo y el gas. Otros puntos críticos tienen que ver con la quema de madera, bosques incluidos, y las emisiones de metano, que, entre otras, encuentran en la industria ganadera uno de sus principales orígenes debido al propio funcionamiento digestivo de los animales. En ese sentido, estimaciones sobre emisiones GEI reportan que la producción agroalimentaria aporta un 24 % del total mundial de emisiones (OCDE/FAO 2019), pero al adicionar todas las cadenas del sector, como industria, distribución y acopio, alcanzaría cerca de un 40 % del total global (Shiva 2017). Asimismo, son significativos los efectos del sector en materia de deforestación y pérdida de biodiversidad o contaminación con biocidas en tierra y agua, por mencionar algunas aristas, que asimismo derivan en desequilibrios ecosistémicos y climáticos. Desde este cuadro, los desafíos que se abren en materia agroalimentaria son de una enorme magnitud y complejidad.

En este escenario, se propone aquí revisar el rol de la producción alimentaria dentro de la crisis ecológico-climática desde la dimensión energética, comprendida esta dentro de un régimen de relaciones políticas específicas. Se apela a la noción de sociometabolismo como clave interpretativa para acompañar un recorrido desde lo histórico y global al caso argentino contemporáneo. De forma más específica, se apunta a revisar la actualidad energética de rubros relevantes que configuran al modelo agroexportador, como el uso de fertilizantes industriales y combustible, enmarcado en una estructura socioeconómica específica. Finalmente, se realiza un balance para culminar con algunas reflexiones en la búsqueda de nuevas indagaciones.

El trastorno agrocapitalista como falla ecopolítica

Una herramienta posible para abordar el sistema agroalimentario en el marco de la crisis ecológica es la clave del sociometabolismo / fractura sociometabólica. Desde hace varias décadas, la noción de metabolismo ha tenido un uso extendido en el campo de la economía ecológica (Fischer-Kowalski y Haberl 2000; Martínez Alier 2003), enmarcada en análisis para evaluar flujos de materia, energía y desechos, y balances entre ingresos y egresos por unidades analíticas como fábricas, complejos industriales o ciudades. Estas perspectivas hallan antecedentes en los aportes del economista rumano Nicolas Georgescu Roegen. A inicios de la década del setenta del siglo XX, este autor planteó agudas observaciones acerca del parasitismo energético-material de lo urbano sobre lo rural, de la temporalidad de los ciclos de extracción y reposición de minerales y fuentes energéticas, y de las formas sociales correlativas a diversos grados de consumo/gasto de energía o, en su propia clave, del aumento de la entropía en el marco de la economía industrial capitalista (Capintero 2006; Leff 2013). La gran novedad de su obra fue incorporar las leyes de la termodinámica a la reflexión de los economistas. Esta mirada ha contribuido a entender el creciente flujo de energía degradada dentro del capitalismo, que torna insostenible ambientalmente esta forma de la economía. Al hablar específicamente de la agricultura y la tecnificación industrial de esta, señalaba:

Una agricultura mecanizada con variedades de alto rendimiento recorta la vida de cualquier población, con independencia de su tamaño, porque la agricultura mecanizada con variedades de alto rendimiento constituye -aunque pueda parecer sorprendente- un inmenso despilfarro de recursos. Sustituye factores que dependen principalmente de la radiación solar –animales de carga, estiércol, rotaciones de barbecho– por factores que agotan los recursos terrestres –tractores, gasolina, fertilizantes químicos– (Georgescu Roegen [1976] 2007, 78).

Desde una clave ecomarxista también se ha observado cómo el capitalismo, en tanto régimen de relaciones de poder, “se autodestruye al afectar o destruir sus propias condiciones, más que reproducirlas” (O´Connor 2001: 8). Con el antecedente señero del miembro de la Escuela de Frankfurt Alfred Schmidt y su obra el Concepto de Naturaleza en Marx publicada en 1962, se han recuperado en los últimos decenios gran cantidad de referencias tanto de la obra formal como de diversos manuscritos de Marx con eje en el par metabolismo-social/fractura sociometabólica, a partir de los cuales se ha elaborado una serie de reflexiones (Foster 2004; Toledo 2013; Sacher 2015; Infante-Amate, González de Molina y Toledo 2017; Saito 2023).

Este par conceptual marxista se ha planteado a raíz de observar y analizar los flujos de energía (nutrientes/abonos) que circulan entre las poblaciones humanas, los territorios que habitan (suelo) y el trabajo (energía cognitiva y corporal) para procurarse el sustento (alimento). Históricamente tendiente a una dinámica regenerativa, este flujo se vio alterado de manera drástica por la dinámica agrocapitalista, y provocó un “abismo irremediable” entre los humanos y la naturaleza (Marx [1894] 2016). Allí puso su foco el autor de El Capital, alertado por las evidencias que, desde estudios de la química de los suelos, entre otros, planteaban los impactos de trasvasar alimentos de un territorio a otro a gran escala, no respetar los ciclos orgánicos de reposición de nutrientes, y concentrar la producción agraria de un lado, y la vida urbano-industrial de otro. Recordemos que Marx planteaba que el trato que la tierra recibe de los humanos a través de su modo de producción “aparece tanto como comportamiento de los individuos entre sí cuanto como comportamiento activo determinado de ellos con la naturaleza” ( [1858] 2015, 93).

Siguiendo los debates, actualizaciones y revisiones de especialistas de la época como Justus Von Liebig, Henry Carey y James Johnston, construyó una serie de reflexiones críticas de la agricultura orientada al lucro, así como de sus implicaciones ecológicas y socioantropológicas, un tema clave en sus últimos años de investigación (Saito 2023). Aunque han quedado numerosos apuntes sobre esta temática y valiosas anotaciones sin publicar, incluso cuando escribió el capítulo sobre la renta de la tierra en su principal obra, ya había relevado el trastorno sociometabólico que el capitalismo supone a partir de su modo específico de producción alimentaria.

Según Saito (2023), Marx consideraba el efecto de esta alteración radical no solo en el orden local o interno de ciertas naciones que estaba analizando, sino como un problema de alcance planetario. En esta línea, el comercio internacional de guano, del que Marx fuera contemporáneo en el siglo XIX, “pone de relieve la emergencia de una fractura metabólica global” (Clark y Foster 2012, 129). Estos insumos, que desplazaban hacia adelante en el tiempo el problema de la fertilidad de la tierra en los explotados campos europeos, eran extraídos y trasvasados desde Perú hacia Europa. El ciclo del guano en el siglo XIX dejó devastadores efectos ambientales en la zona de extracción; además, se sostenía en un régimen laboral de semiesclavitud, y en un proceso económico neocolonial en connivencia con élites locales.

La potencia del planteamiento marxista del sociometabolismo radica en que no se redujo a señalar los desbalances químicos de los suelos asociados a la forma capitalista de la agricultura, sino que, desde una clave histórico-política, dio cuenta de que allí abrevan formas específicas de organizar las relaciones intracomunitarias y de las comunidades con los territorios habitados. Es decir, Marx concluyó que la privatización de la tierra basada en la ruptura de los lazos comunales, que organizaban la producción y el consumo alimentario históricamente, fue correlativa a los trastornos ambientales y sanitarios propiamente capitalistas. La fractura ecológica y la fractura política se coimplicaron (Rossi 2023a). En ese sentido, pensar los regímenes energéticos históricos y el contemporáneo asociados a los modos de producir el alimento implica contemplar las formas de lo político concretas y en múltiples escalas que subyacen a cada sistema alimentario específico.

Bolívar Echeverría (1984, 38) apuntó que “producir y consumir transformaciones de la naturaleza resulta ser, simultáneamente y, sobre todo, ratificar o modificar la figura concreta de la socialidad […] es reproducción de la forma política (polis) de la comunidad (koinonía)”. Machado Aráoz (2017) añade que el sociometabolismo, como categoría analítica, implica que los seres humanos, en tanto emergencia de la Naturaleza, producen a través del sentido del trabajo su propia naturaleza: la naturaleza exterior, incluida la biósfera como manufactura histórico-socioecológica, tanto como la naturaleza interior, combinación de organismos humanos y agentes ecobiopolíticos. Esta perspectiva permite interpretar la crisis ecológico-climática desde un enfoque integral, y revela que además de en los –por cierto, muy necesarios– aspectos técnicos y de balances de uso y emisiones de sustancias, se debe poner atención en el régimen de relaciones y prácticas sociopolíticas que subyace al sistema agroalimentario y sus recorridos históricos.

De aprovechar los dones del sol a comer petróleo

Si bien ya en sus orígenes, desde entre 15 a 20 mil años atrás según las regiones, los sistemas agroculturales implicaron modificaciones en los circuitos energéticos respecto a los forrajeros, estos todavía representaban mayoritariamente formas acopladas al territorio habitado y un balance similar a sus predecesores en la tasa de retorno entre energía invertida y energía obtenida. En tanto la agricultura y el manejo ganadero permitieron disponer, en promedio, de mayores volúmenes de comida por unidad de producción, también aumentó la energía dispuesta en forma de trabajo humano y de los animales domesticados, a los cuales se debía abastecer en el mismo proceso. Este tipo de sociedades tendían a cerrar los ciclos entre ingresos y desechos, y su “fuente de energía era el sol (a través de la biomasa) y su utilización de materiales estaba en consonancia con la cantidad disponible en el entorno y era de origen fundamentalmente renovable” (Fernández Durán y González Reyes 2021a, 67). Durante milenios, diversos sistemas agrícolas se multiplicaron en el planeta en combinación con prácticas de caza, recolección, pesca y horticultura.

Aunque algunas sociedades de base agrícola fueron acotando la diversidad agroalimentaria, fue el sistema de plantación –con el modelo azucarero como principal ejemplo– el gran salto para la monocultura orientada en una clave mercantil que colonizaría el mundo hasta nuestros días (De Castro 1961; Mintz 1996; Wolf 2014). En una perspectiva sociometabólica, este patrón de producción puede caracterizarse por la ruptura radical de los circuitos socioecológicos y energéticos entre comunidades y territorios. En su faz política, la Gran Plantación es paradigma del régimen oligárquico de apropiación de la tierra, de cuerpos inferiorizados y del suministro de mercancías alimentarias cimentada sobre una profunda descomunalización, tanto de pueblos indígenas de Abya Yala como de los provenientes de África bajo el aparato esclavista.2 En tanto tecnología ecológico-política, la plantación prefiguró los regímenes alimentarios del capital (McMichael 2009; 2015) que perduran hasta el presente. Deforestación y cambio de uso de la tierra a gran escala en cortos periodos; alteración de cuencas; supertasas de producción que perturban los ciclos del suelo; intensificación de la explotación (energética) de los cuerpos concebidos como máquinas dentro de lógicas de trabajo en serie simplificado; erosión alimentaria en la zona productiva; trasvase de nutrientes-energía de una punta a la otra del planeta son algunas características de este modelo con ecos de largo aliento.

Si la plantación es ejemplo de la sistemática fuga y expropiación energética del territorio agroproductivo, la transformación de la agricultura del norte europeo desde formas campesino-feudales al capitalismo agrario (Wood 2016) es referencia obligada de cómo los campos, desde entonces dispuestos hacia el mercado y no hacia las necesidades alimentarias locales, se convirtieron en incesantes pozos que demandaban de fertilidad y energía exógena. El mencionado y emblemático caso de los ciclos extractivos de guano y salitre en las costas del Pacífico sudamericano para abastecer la agricultura metropolitana de ultramar es parte de esa historia. Mucho antes de las invasiones y guerras por el petróleo, el colonialismo ya era energético. En forma de mercancías alimentarias o de fertilizantes, se trataba de proveer la energía barata necesaria para llenar los cuerpos tanto de obreros como de élites, y dinamizar las cadenas productivas organizadas por los centros capitalistas.

Bajo dinámicas diferenciales respecto a la Gran Plantación, la transición hacia el capitalismo agrario europeo contó con sus radicales procesos de descomunalización (Thompson 1995), como dimensión política fundamental para estructurar un nuevo régimen agroalimentario. Para el control oligárquico de la tierra y de los frutos de ella, se requirieron regímenes políticos que expropiaran/concentraran decisiones básicas para reproducir la vida comunitaria: qué, cómo y con quién producir, y cómo distribuir (mediante el mercado) el alimento. Ya no se trataba de disputas entre élites y campesinos sobre una cuota de la producción como en regímenes sociopolíticos anteriores, sino del núcleo mismo sobre el que se organizaría la alimentación cotidiana de las mayorías.

Durante el siglo XVIII en Inglaterra, el metabolismo del sistema agroproductivo adquiría una nueva arista. De manera paulatina, con el uso de coque para fabricar maquinaria agrícola en los procesos de fundición, se insertó de forma indirecta una nueva fuente energética para la actividad agraria, y de igual modo sucedería con el carbón en diversos procesos asociados (Smil 2021). Sin embargo, recién hacia el siglo XX, en un contexto más amplio de expansión de los hidrocarburos en la economía capitalista, la agricultura en esa región adquirió definitivamente otra fisonomía energética. Dada la posibilidad de alto retorno energético, accesibilidad a las fuentes y facilidad de transporte, el petróleo –que estaba ganando terreno en las máquinas industriales y en diversos móviles– fue acaparando la rama agrícola. A principios de ese siglo el “subsidio fósil” empezó a marcar otro horizonte con maquinaria a combustión y los primeros fertilizantes nitrogenados en naciones de vanguardia como Estados Unidos e Inglaterra. Sobre los fertilizantes, aunque la síntesis de amoníaco fue descubierta por Haber en 1909 e industrializada por BASF desde 1913, su gran difusión inicial tuvo que ver con el uso bélico, y recién con el correr de las décadas fue insertándose en las cadenas agroproductivas.

Ya avanzado el siglo XX, y en especial luego de la mitad de esa centuria, se produjo un cambio radical en materia energética dentro de los sistemas agroalimentarios. Se pasó de modelos que producían energía excedente en forma de biomasa a otro que demandó cada vez más energía externa a las unidades productivas. Esto se debió a que usaban, de manera extendida en países centrales y de forma creciente en la periferia capitalista, fertilizantes sintéticos y biocidas de origen industrial. Además, por la maquinaria pesada movida por combustibles fósiles que reemplazó a los animales de tiro en casi todas las tareas; sistemas de riego a partir de bombeo por combustión, y por las largas distancias a las que viajaban los insumos productivos, cosechas y alimentos elaborados dentro de un patrón de movilidad global petrodependiente. “Así la agricultura ha dejado de ser una fuente energética para convertirse en un vector energético para que los cuerpos humanos puedan metabolizar los combustibles fósiles” (Fernández Durán y González Reyes 2021a, 449). La enorme productividad que vio el sistema agroalimentario, en especial luego de la segunda mitad del siglo XX asociada a la llamada Revolución Verde, estuvo muy correlacionada con la aplicación masiva de sustancias químicas de síntesis biocidas. Este movimiento no puede desligarse del redireccionamiento lucrativo de los excedentes de la industria militar de posguerra desde los campos de batalla hacia los campos de cultivo (Carlson 1962; Robin 2010).

Para dimensionar el salto de productividad que atraviesa la centuria, vale apuntar que en sistemas que avanzaron a la vanguardia de introducciones tecnológicas y energéticas, el cultivo de una tonelada de trigo requería 7 horas de trabajo en 1900 y solo 30 minutos en el año 2000 (Smil 2021). Ese shock energético implicó diversas perturbaciones sociometabólicas significativas. Entre otras, un aumento sostenido de las emisiones de gases de efecto invernadero provenientes de las unidades productivas insertas en esa dinámica; una victoria del capital sobre el movimiento obrero, en este caso jornaleros rurales y campesinos, despojados de su fuente de trabajo, y un enorme flujo demográfico campo-ciudad allí donde avanzaba el modelo. La mano de obra rural pasó en Estados Unidos de representar el 40 % en 1900 a 15 % para la mitad de siglo XX, y 1,5 % ya en el siglo XXI (Smil 2021).

El aporte de los combustibles fósiles al sistema agroalimentario es significativo. Por ejemplo, cerca del 40 % del total de los alimentos del mundo dependen del proceso industrial de síntesis de amoníaco (Smil 2021). Si bien el gasto energético para fabricar estos insumos se ha tornado más eficiente (Smil 2021), no debe perderse de vista el aumento sostenido en los volúmenes utilizados.3 Los fertilizantes en general han visto sextuplicada su aplicación a nivel global desde los sesenta (Rehmer y Wenz 2018), y alcanzan ya un total de 115 M t/año (FAO 2018). Se trata de la repetida paradoja de Jevons, en tanto a mayor eficiencia mayor consumo total, pese al imaginario mecanicista que presupone un razonamiento inverso. Por otra parte, aunque implican menores cantidades que los fertilizantes, los biocidas industriales son más intensivos que estos en su inversión energética, con cifras que varían entre los 100 GJ/t y a veces muy por encima de 200 GJ/t (Smil 2021). Entre 1990 y 2017, el uso de plaguicidas aumentó aproximadamente un 80 % a nivel mundial, y se sitúa en torno a los 4 millones de toneladas al año (Amigos de la Tierra 2023).

En ese sentido, en relación con el consumo energético exógeno en cultivos industriales frente a métodos ecológicos, una serie de investigaciones han nutrido un corpus de estudios que van desde casos particulares a balances metabólicos a escala nacional. Algunos trabajos en esa línea plantean que sin el constante fluir fósil a los sistemas agroalimentarios, la población mundial probablemente no hubiera dado los saltos de crecimiento demográfico del pasado siglo al pasar de 2 a 7 mil millones de habitantes, en tanto las oscilaciones históricas precedentes habrían estado en torno a los mil millones (Casal Lodeiro 2014; Servigne 2019). Puede sostenerse que “el sistema alimentario transforma el petróleo en alimentos, y los alimentos en personas” (Servigne 2019, 8), lo que desacopla las regulaciones sociometabólicas históricas entre comunidades y territorios.

Dentro de este gran trastorno ecológico debe incluirse la alteración concurrente del sistema agroalimentario capitalista en la existencia de otras especies. Por un lado, atravesamos la sexta extinción masiva (Ipbes 2019), donde el modelo agrícola, con su expansión sobre bosques y selvas, como a partir del uso masivo de biocidas, es uno de los principales agentes responsables. Por otro lado, se ha expandido de forma acentuada la existencia de especies criadas industrialmente. Entre humanos, especies mamíferas para su consumo alimentario como vacas y cerdos, otras con fines de compañía doméstica, alcanzan hoy un 94 % del total de masa de mamíferos, y solo el 6 % corresponde a las especies silvestres tanto terrestres como marinas (Greenspon et. al. 2023). En el caso de las aves criadas para consumo humano, como plantean Patel y Moore (2018), las generaciones venideras tendrán pistas sobre el funcionamiento del Capitaloceno en los rastros de huesos de los 50 mil millones de aves consumidas al año en el registro fósil. Estos autores indican que desde inicios de los sesenta el consumo de carne y huevos per cápita se ha duplicado, y la cantidad de animales sacrificados ha aumentado ocho veces (Patel y Moore 2018), mientras que la población mundial aún no se ha llegado a triplicar, y una buena cantidad pasa hambre. La velocidad y la escala de estos procesos durante las últimas décadas es indisociable de la potencia energética inserta en la tecnología sostenida mediante combustibles fósiles.

Estas alteraciones radicales se han sostenido en un creciente uso de energía exosomática no renovable que va desde la producción granaria a gran escala para elaborar alimentos balanceados hasta el funcionamiento de megaestablecimientos ganaderos industriales. El uso de insumos elaborados a partir de elementos de la industria petrolera como de los propios combustibles ha alterado el ciclo energético agroalimentario que históricamente ha dependido de la energía solar disponible y que tenía a la fotosíntesis como proceso primario. Poner a funcionar maquinaria a combustión en prácticamente la totalidad de las labores agrícolas y aplicar de forma masiva biocidas y fertilizantes, derivados de hidrocarburos, se han constituido en la norma dentro del sistema agroalimentario actual. Esto ha dejado organizada una estructura vulnerable a shocks externos ante el resentimiento de esas cadenas de suministro y una enorme estela de contaminación. Se estima, por ejemplo, que el aporte total de energía (en su mayor parte combustibles fósiles) que se necesita para producir una hectárea de maíz en los Estados Unidos es cercano a los 10 millones de kilocalorías o el equivalente a 1000 litros de petróleo (Pimentel y Pimentel 2005). En una mirada de largo plazo, este proceso “rompió por completo los pilares del trabajo/energía de cuatro siglos atrás” (Moore 2023, 15).

Con base en estudios de promedios de la sociedad urbano-moderna, Moore (2023) sostiene que en la década los treinta del siglo XX, para obtener una caloría de comida se requería alrededor de 2,5 calorías de energía; la ratio se movió bruscamente hasta el 7,5:1 en la década de los cincuenta y hasta el 10:1 en los setenta. Para el siglo XXI, eran necesarias entre 15 y 20 calorías de energía para obtener una caloría de comida, y bastante más en el caso de la fruta fresca transportada de una punta a la otra del planeta. Desde la perspectiva de la energía, se atravesó una inversión paradójica: antes de la revolución industrial, la agricultura y la silvicultura eran los productores primarios netos de energía de la sociedad, mientras que el sistema agroalimentario actual es un usuario neto de energía en virtualmente todos los países, en especial en los industriales (Heingberg y Bomford 2009). Aunque se torna complejo imputar cifras exactas a toda la cadena energética de la producción agroalimentaria, se estima que a inicios de siglo XXI una hectárea media de tierra de cultivo recibía 90 veces más energía que en 1900 (Smil 2021). Esa energía responde en su mayor parte a los combustibles fósiles, obtenidos a partir de una organización específica de las relaciones económico-políticas de la sociedad. Como apunta Malm (2020) en su profuso análisis histórico, desde que se insertó este tipo de fuentes energéticas no renovables, el capitalismo es “un flujo interminable de sucesivas valorizaciones de valor, que en cada fase exige quemar una masa mayor de energía fósil” (457).

La historia ecológica del capitalismo da cuenta de la centralidad que el control del alimento tiene para este régimen de poder (Moore, 2020); la propiedad sobre su cadena de producción y circulación, su accesibilidad para unos y su escasez para otros ha sido un rasgo decisivo de la estructuración y dinámica del sistema-mundo capitalista. En ese sentido, esa transformación técnico-energética-alimentaria no respondió a un orden natural ni a “neutrales” cambios tecnológicos adoptados pasivamente por la humanidad de forma progresiva, sino que la imbricación final entre el régimen energético fósil y el régimen agroalimentario industrial –que ha moldeado territorios, cuerpos y subjetividades de los consumidores  despega a partir de la destrucción, erosión, y transformación de múltiples y heterogéneas formas de lo político que milenariamente y en diversidad de geografías han regulado el vínculo entre comunidades y territorios (Graeber y Wengrow 2022).

El capitalismo desplaza así lo que de forma extendida han sido metabolismos comunales que regularon los flujos energéticos entre humanos, y entre estos y no humanos, para procurarse el alimento (Descola 2012).4 La destrucción/expropiación de la comunalidad agroalimentaria (Rossi 2023a; 2023b) a lo largo de los siglos ha sido correlativa al avance de poderes agrocorporativos como los monarcas del azúcar, la Compañía Británica de las Indias Orientales o la United Fruit Company, por dar ejemplos paradigmáticos, en tanto agentes ecológico-políticos clave para estructurar un patrón global agroalimentario. El control oligárquico de las energías terráqueas que nutren los cuerpos humanos ha sido un rasgo diferencial –y extremo– de las relaciones sociales capitalistas respecto a formas no capitalistas.

Asimismo, la reciente gran aceleración temporal y la amplificación espacial de esta dinámica hasta cubrir cada rincón del planeta ocurrida durante el siglo XX no puede comprenderse sin las fuentes energéticas fósiles como insumo determinante. La actual composición oligárquica de los dueños de la comida (que va de las semillas al comercio minorista de alimentos) en una escala realmente global es ininteligible sin la trama técnico-energética en la que fermentó.5 Se trata de una matriz con fecha y lugar de origen, muy específica en términos sociohistóricos: el capital fósil, con el carbón como fuente primaria, emerge de la necesidad de un nuevo ciclo de acumulación y el afán de un reducido grupo de hombres blancos propietarios de industrias, al interior de una potencia colonial como Inglaterra, de controlar esas relaciones socioeconómicas (Malm 2020).

Argentina: hacia un perfil sociometabólico del régimen agroexportador

El territorio argentino ha tenido un lugar significativo dentro de los flujos energético-alimentarios globales organizados bajo la lógica del capital. Al igual que otras áreas templadas del planeta (como Australia o Nueva Zelanda), desde fines del siglo XIX se dispuso a vastas geografías dentro del novel Estado-nación como zonas proveedoras de mercancías alimentarias para el salto de la llamada segunda revolución del industrialismo británico, abaratando el costo de la canasta obrera del norte europeo (Marini 2008). Además de la enorme reconfiguración social y ecológica interna que implicó transformar millones de hectáreas en campos para satisfacer el mercado exterior, en ese proceso se consolidó un enorme trasvase transoceánico de nutrientes del suelo, bienes comunes hídricos, energías de trabajo animal y humano.6 Si en la primera fase la principal actividad fue la ganadería (ovina y vacuna), en una segunda oleada agroexportadora, a inicios del siglo XX, ganó protagonismo la exportación de origen agrícola, lo cual consolidó territorios monoculturales, como fuera el caso del trigo en ese momento.

Durante el siglo XX, y pese a los vaivenes de la economía global, el país prosiguió en su rol de proveedor de materias primas alimentarias e introdujo los cambios tecnoproductivos que llegaban desde el norte. Hacia el último cuarto de siglo, se habían extendido la maquinización con base fósil, y el uso de fertilizantes y biocidas sintéticos en comparación con otras regiones latinoamericanas donde pervivían de forma más arraigada las prácticas campesinas e indígenas y los modelos de agricultura a pequeña escala.

A partir de la década del noventa del siglo XX, Argentina se posicionó como uno de los países líderes en la llamada revolución biotecnológica, con la soja transgénica como principal cultivo. El uso masivo de plaguicidas, y la maquinaria cada vez de mayor tamaño y más peso fueron parte de este patrón que también se aplicaría a otros cultivos extensivos como el maíz y el trigo. Aunque su uso arrastraba varias décadas, tanto los biocidas de síntesis como los fertilizantes nitrogenados se tornaron de forma creciente en insumos críticos prácticamente en todas las ramas de la agricultura, a pequeña y gran escala, sea para productos orientados al mercado externo como interno.

En relación con las emisiones generales de GEI en el país, han seguido en las últimas décadas una tendencia creciente, aumentando un 46 % respecto al año 1990 (Subsecretaría de Ambiente 2024). Dentro del sector agricultura y ganadería los aumentos fueron más fluctuantes que en otros sectores como el industrial, debido a saltos y retracciones en actividades como el desmonte –afectado por legislaciones–, y a coyunturas climáticas y ecológicas como sequías, que determinan volúmenes productivos y emisiones asociadas. Según esta estimación, el sector agricultura y ganadería (25 %) y cambios en uso de la tierra y silvicultura (13 %) superan un tercio de las emisiones totales del país (Subsecretaría de Ambiente 2024). Se ha señalado en este artículo la complejidad de analizar integralmente al sector agroalimentario y sus emisiones; en esa línea, sectores como industria (6 % de emisiones totales), residuos (6 %) y energía (50 %) (Subsecretaría de Ambiente 2024) atraviesan y son atravesados por el sistema agroalimentario. Sobre el sector energético, por ejemplo, se incluye el transporte terrestre como un rubro destacado de emisiones, que no puede soslayar la importancia de la cadena alimentaria.

Con ese marco general, y en relación con los efectos del sistema agroalimentario en los trastornos climáticos vigentes, en este apartado se apuntan algunos datos relevantes respecto a la demanda energética del sector agroproductivo con foco en el complejo agrícola exportador. Se destaca que de los casi 130 millones de toneladas promedio que se han cosechado entre 2017 y 2021 en Argentina, 93 Mt (70 %) han tenido como destino el mercado externo, con los cultivos de soja, maíz y trigo –en menor medida– como principales (Contardi y Terré 2024).

Dada la complejidad y multiplicidad de aristas dentro de la cadena energético-alimentaria y su relación con la problemática climática, con el objetivo de trazar un recorte enfocado al uso de energía de base fósil se apunta a la actividad agrícola exportadora. No se desconoce que quedan de lado temas importantes en torno a las emisiones GEI, estrechamente correlacionados con el eje de análisis, como la deforestación, la producción ganadera y el manejo de suelos (Viglizzo 2016). Las emisiones GEI del sector agrícola se corresponden a las emisiones de metano desde suelos arroceros inundados; emisiones de diversos gases por quema de residuos en el campo, y emisiones directas e indirectas de óxido nitroso producto del uso de fertilizantes nitrogenados (Carreño, Pereyra y Ricard 2010).

A escala nacional se hallan diversos parámetros de análisis en tanto existen sistemas agroproductivos con manejos diversos en regiones agroecológicas marcadamente diferenciadas. Un análisis centrado en el proceso energético (siembra, fumigación, fertilización, cosecha, residuos) al interior de las unidades agroproductivas agrícolas aporta un valor general, donde la relación entre el rendimiento de la cosecha de soja y las emisiones GEI fue de 6,061 t/t CO2-eq emitida a la atmósfera, mientras que se produjeron 0,887 t de soja por GJ de energía utilizada. En maíz la relación fue de 5013 t/t CO2-eq emitida a la atmósfera y se produjeron 0.740 t por cada GJ de energía utilizada, con puntos contrastantes entre zonas pampeanas y extrapampeanas (Arrieta et. al 2018).

Pese a la dificultad de estandarizar datos a nivel macro, a escala de unidades agrícola son clave a la hora de contabilización de GEI la cantidad de fertilizantes utilizados y el uso de combustibles fósiles para maquinaria (Docampo 2022). Concretamente en estos ejes, algunos números permiten, más allá de variaciones interanuales por factores climáticos o de mercado, dimensionar una base de los volúmenes de insumos utilizados a nivel nacional. En 1990 se estima que se consumían 300 mil toneladas de fertilizantes a nivel nacional, mientras que una década después ya se utilizaban 1,75 Mt. Para 2010, Argentina había superado los 3 Mt por año, y en 2020 el país consumió 5,3 Mt de fertilizantes, 17 veces más que tres décadas atrás (Calzada y D’Angelo 2021). De ese total consumido en 2020, 55,5 % eran nitrogenados y representaban a los tres principales cultivos (maíz, trigo y soja), casi tres cuartas partes de toda la utilización de fertilizantes (Calzada y D’Angelo 2021). La principal demanda provino del maíz, que utilizó 71 kilos de nitrógeno por hectárea sembrada (Agrositio 2022). Pese a estas cifras, Argentina se encuentra alejada de las principales posiciones respecto a la aplicación de fertilizantes por hectárea, donde intervienen variables que van desde la calidad del suelo hasta la disponibilidad de divisas para importarlos. En 2021, el promedio nacional era de 62,2 kilos por hectárea de tierra cultivable, mientras que Estados Unidos estaba en el orden de 128,7 k/ha y Brasil en los 369,5 k/ha (Banco Mundial 2024).

La complejidad de la fractura a escala global que provoca este sistema agroindustrial no se reduce solamente al trasvase internacional de materias primas que se exportan en forma de granos, aceites o pellets sino a la cadena trasnacionalizada de insumos que estas requieren. En el caso argentino, cerca del 65 % de los fertilizantes utilizados se importan de países como China, Egipto, Marruecos y Estados Unidos (Agrositio 2022). Asimismo, tanto el gas como los minerales para fabricar estos productos no siempre se extraen cerca de la zona donde se elaboran, lo cual amplifica el consumo de energía en transporte, incluso antes de empezar la etapa productiva. De la cuota de la oferta interna, una decena de empresas concentra el 75 % de ese mercado y se orientan fuertemente en la producción de fertilizantes nitrogenados (Agrositio 2022). Desde el 2000, el consumo de fertilizante de origen nacional ha aumentado un 650 %, lo cual ha aminorado parte del impacto por el crecimiento del 90 % en el consumo de importados durante el mismo periodo (Agrositio 2022).

Respecto a la producción local de fertilizantes nitrogenados, una de las grandes expectativas del sector apunta a la provisión de gas del yacimiento no convencional ubicado en la Patagonia conocido como Vaca Muerta, cuestionado en materia ambiental y sanitaria (OPSUR 2019, 2021, 2022). Estas nuevas fronteras energéticas afrontan dos problemas cruciales: si bien desplazaron o atenuaron la discusión por el pico petrolero convencional, tienden a empeorar la tasa de retorno energético medio de la extracción tradicional (Fernández Durán y González Reyes 2021b); además, abren la puerta para que se acelere el colapso ecológico en curso, amplificando la ventana de emisiones de gases de efecto invernadero cuando urge decrecer en el consumo de combustibles fósiles. De modo controversial, se ha abierto una corriente que presenta a la cadena gasífera como parte de las transiciones energéticas, basado en el argumento que su efecto sobre la contaminación atmosférica sería sensiblemente menor que el del petróleo y el carbón .7, 8

Por otra parte, a tono con la tendencia global, el consumo de gasoil ha crecido en las últimas décadas en Argentina. Si se toma el dato desagregado de las emisiones GEI imputadas solo al uso directo de combustibles para maquinaria agrícola en Argentina, este se ha valorado en torno al 1 % del total nacional (Ambiente 2021). No obstante, ese eslabón es indisociable de (y se torna fundamental para) los encadenamientos que implica el funcionamiento del modelo agroindustrial como sistema. Para graficar algunas tendencias, desde 1960, cuando se ubicaba en menos de 1000 kTEP (tonelada de petróleo), ha pasado a más de 10 000 kTEP para 2020; entre el sector transporte en general (sin desagregar por ramas específicas) y el sector agropecuario acaparan el 98 % del consumo de gasoil (Secretaría de Energía 2021).

Dentro del sector granario, estimaciones de 2020 apuntaban a 2050 millones de litros de gasoil utilizados entre siembra y cosecha para una superficie sembrada de 37,2 millones de hectáreas en esa campaña. De ese total, 926 millones de litros se utilizaron en las labores agrícolas, donde la cadena de la soja consumió cerca del 45 % de este total, mientras que maíz y trigo el 20 % y 17 %, respectivamente (D’Angelo y Terré 2021).

Por otra parte, tomando en consideración las proporciones de transporte en camión y tren, el consumo de gasoil en la logística de granos se estima en torno a los 1130 millones de litros (D’Angelo y Terré 2021). Estos cálculos no incluyen el consumo de vehículos particulares del sector rural, como diversas cadenas logísticas exclusivas de la actividad. Si bien del consumo energético a nivel país al sector agropecuario se le imputa de forma directa un 7 % del total (Secretaría de Energía 2021), no hay que perder de vista al sistema agroalimentario como tal, contemplando integralmente sus redes de logística, industrialización, acopio y comercio.

Ejemplos de Estados Unidos dan cuenta de que, de un producto alimentario promedio, la actividad propiamente productiva en el campo, incluidos los inputs utilizados como fertilizantes, representa solo un 14 % del total de energía invertida en toda la cadena (Bradford 2019). Si bien existen análisis que calculan una notable mejora en la eficiencia energética del sector en las últimas décadas, tomando la energía invertida en las labores productivas y la energía obtenida al momento de cosecha (Frank 2014), no puede perderse de vista la ya mencionada paradoja de Jevons.

En relación con los efectos de las emisiones GEI, el cambio climático de origen antropogénico ya ha impactado en Argentina modificando en décadas recientes los regímenes de lluvia, con aumentos de entre 10 y 40 % en las precipitaciones desde la década del sesenta a la actualidad en la zona centro-este. Estos cambios han desplazado la frontera para algunas actividades agrícolas incorporando cultivos a regiones donde antes no eran viables. Por otro lado, ya existen tendencias negativas con disminución en los caudales de ríos cordilleranos, lo que amplifica déficits hídricos en regiones de Cuyo y Patagonia, impactando en diversas zonas agro-productivas (Camilloni, 2018). Con el cuadro de transformaciones en curso se han realizado modelizaciones que plantean para el futuro cercano (2021-2040) un calentamiento medio que podría alcanzar un aumento de entre 0,5 °C y 1°C en la mayor parte del país superando estos valores en el extremo noroeste (Camilloni, 2018).

Como hemos señalado a nivel global, el capítulo argentino de constitución, desarrollo y consolidación del régimen agroalimentario capitalista tuvo configuraciones sociopolíticas específicas, y actores corporativos protagónicos en esta historia de casi un siglo y medio.9 De la Conquista del Desierto y el rol de la Sociedad Rural, a fines del siglo XIX, a corporaciones como los Grobo en el siglo XXI, diversos agentes privados junto con el rol clave del Estado en sus diversas variantes fueron moldeando por arriba la fisonomía agroproductiva del país con profundas consecuencias socioecológicas. No libre de históricas luchas –de la resistencia mapuche frente al genocidio fundante del Estado-nación en Patagonia al Grito de Alcorta; de las huelgas de peones anarquistas a inicios del XX a las Ligas Agrarias; de los frenos a desalojos de familias campesinas y chacareras en los noventa y 2000, hasta las recientes luchas de los pueblos fumigados, por dar solo algunos ejemplos-, este proceso llega a la actualidad con un grado de concentración extrema en la propiedad y explotación de la tierra como en el mercado granario exportador. Se trata de una configuración ecológica y socioterritorial imbricada a las lógicas del régimen alimentario capitalista a nivel global, con beneficiarios específicos.

Por ejemplo, 10 empresas representaron el 88 % del total del sector granario exportador en 2022, y solo tres (Viterra, Cargill y COFCO) manejaron el 37 % sobre 82 M de toneladas que se comprometieron con el exterior. Asimismo, aunque existen diversos actores que obtienen significativos beneficios de rentabilidad (empresarios agrícolas, semilleras, proveedoras de insumos, compañías de maquinaria y servicios técnicos) dentro de la cadena agropecuaria, el mapa de la propiedad de la tierra puede permitir relevar otros agentes protagónicos e identificables respecto a la tracción de este modelo: 3,9 % de las unidades, con un promedio de 5427 hectáreas alcanzan el 38,4 % de la superficie productiva a nivel nacional, mientras que quienes se dedican casi exclusivamente a producir para consumo interno, con unidades de hasta 100 hectáreas, son el 34,3 % del total pero tienen solo el 2,7 % de la superficie productiva (Azcuy Ameghino y Fernández 2019).

Asimismo, existen actores como los mencionados Grobo, El Tejar, Cresud y Adecoagro, que en años recientes han utilizado más de 100 000 hectáreas en sus actividades agropecuarias diversificadas. Esta estructuración socioeconómica del agro argentino implica no solo agentes diferenciales en los beneficios del sector, sino que infiere responsabilidades diametralmente distinguibles respecto a consumos energéticos y generación de emisiones GEI. Por ejemplo, a nivel global se ha reportado que el 1 % más rico (77 millones de personas) generó la misma cantidad de emisiones de carbono que los 5000 millones de personas que componen los dos tercios más pobres de la humanidad (Oxfam 2023). De este modo, se apunta a remarcar que los flujos metabólicos, en este caso del sector agroexportador, se encuentran implicados en dinámicas económico-políticas que no pueden dejarse de lado para comprender la crisis ecológico-climática y los retos que esta implica.

Visibilizar y precisar las relaciones de poder en la crisis climática

A raíz del recorrido trazado y de los datos presentados sobre el caso argentino, se plantea la necesidad de nuevas indagaciones a partir de contar con una mayor y más precisa desagregación de información sobre los consumos energéticos y emisiones del sector agroexportador en correlación con las estructuras socioeconómicas y las responsabilidades diferenciadas en los distintos eslabones de la cadena agroalimentaria. En ese sentido, pueden ser útiles los estudios sobre huella de carbono a lo largo de todo el ciclo de vida de determinadas producciones, pero deben tender a cruzar con estudios sobre los agentes responsables de emisiones, sus roles y grado de implicancia en el eje de análisis, como su capacidad de decisión y posición como beneficiarios económicos del sistema.

Comprender que el sistema agroalimentario hegemónico no es una trama neutra y estanca, sino que se organiza sobre profundas e históricas relaciones de dominación y disputa ecológico-política a nivel global, con dinámicas internas a nivel de países, permite captar que el abordaje del cambio climático debe contemplar esas variables de orden político que le son constitutivas. Asimismo, se ha intentado exhibir, aún de forma condensada, la centralidad del régimen agroalimentario internacional en el funcionamiento histórico del capitalismo, y sus incidencias y ramificaciones contemporáneas en torno a la crisis ecológico-climática.

Desde ese repaso, se puede comprender que “comer petróleo”, trastornar el clima y amenazar el sistema de vida en la tierra no surgió, prosperó ni se sostiene por hechos naturales ni tampoco a partir de una decisión democrática y simultánea de miles de comunidades a lo largo y ancho del planeta sobre cómo alimentarse, sino que hace parte de la historia específica del capitalismo y sus formas de lo político. Antes que de meros aspectos técnicos, el cuadro descripto es el síntoma de una sistemática, profunda y radical expropiación/fractura ecológico-política. Trata de la sustracción de –y correlativa alienación respecto a– las fuentes primarias que sostienen la vida, y de los mecanismos regulatorios de organizar la producción y reproducción alimentaria de las comunidades. Las cifras agroenergéticas relevadas para el caso argentino se han ido moldeando por arriba desde el par mercado-Estado, con efectos por abajo en heterogéneos procesos socioantropológicos de pérdida de autonomía y comunalidad agroalimentaria.

El alimento devenido en un gran vector de emisiones de CO2, centro de un modelo de profunda degradación ecológica y sanitaria a gran escala, y concebido como mercancía de la que se puede privar a enormes masas de congéneres mientras se exportan millones de toneladas de granos, se hace inteligible a la luz de la trama de poder específicamente capitalista. Desde esa clave, abordar la problemática energética y climática en el campo agroalimentario y plantear posibles transiciones no puede omitir la discusión por la fisonomía sociometabólica del sistema, incluyendo allí de forma privilegiada la historia y el presente del régimen sociopolítico oligárquico que lo comanda.

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 Notas al pie

1 La noción de Antropoceno (Crutzen y Stoermer 2000) refiere a que hemos dejado atrás la estabilidad bio-geoquímica del Holoceno producto de la actividad antrópica como principal agente causal. En nuestro caso, optamos por utilizar Capitaloceno (Haraway 2019; Moore 2020; Malm 2020; Fraser 2021), en tanto permite visualizar la crisis ecológica como resultado de los trastornos que la lógica de la acumulación del valor abstracto impuso y supuso sobre los flujos hidroenergéticos que sostienen la trama de la vida terráquea. La alteración de la composición química de la atmósfera es así comprendida como correlativa a las desigualdades sociales resultantes de la apropiación oligárquica de fuentes de energía primaria, incluida la fuerza de trabajo humano (Fraser 2021), y a las dimensiones constitutivas del racismo, el clasismo y el sexismo en la dinámica del capital (Quijano 2000; Mies 2019) con la conquista de América como un marcador temporal clave de este proceso (Machado Aráoz, 2024).

2 Como recupera Porto- Gonçalves (2011), en las últimas décadas la utilización de la designación Abya Yala (tierra madura en lengua kuna, proveniente del norte colombiano) opera como una contraposición a América como signo que condensa el “encubrimiento” de los pueblos que habitaban el continente previo a la Conquista. Vale destacar que esta novel denominación hace parte de un proceso de construcción política en el que las prácticas discursivas se tornan relevantes para la descolonización del pensamiento en el marco de un renovado ciclo de luchas indígenas en los albores del siglo XXI (Porto- Gonçalves, 2011).

3 Se ha pasado de 100 GJ/t de NH3 en 1913 a ejemplos actuales que van desde los 27 GJ/t a los 55 GJ/t de NH3, dependiendo la eficiencia de la planta productora, el combustible que esta utiliza y el formato final del producto (por ejemplo, urea, que es sólida y tiene más gasto que otras alternativas líquidas) (Smil 2021). Para dimensionar, 1 GJ equivale a 277,7 kW/h. En Argentina el consumo promedio de electricidad de una vivienda tipo es de entre 300 y 400 kW/h mensuales. Algunas investigaciones sostienen que el proceso de producción de fertilizantes nitrogenados demanda el 8 % de la energía consumida en el planeta (Quemada y Pérez 2022).

4 Sin idealizar lo comunitario ni pretendiendo plantear que ha sido el único modo de organizar el flujo alimentario en las sociedades humanas no capitalistas, no puede perderse de vista que, según diversos estudios de historia ambiental y antropológicos, incluso en sociedades fuertemente jerárquicas la producción y circulación de alimentos se sostenía en mecanismos comunales en la base social (Murra 1975; Davis 2006), más allá del acopio de excedentes con fines bélicos, de previsión ante catástrofes o prestigio por parte de élites políticas.

5 Según ETC Group (2022), a 2020, seis empresas controlaban el 58 % del mercado de semillas; seis el 78 % del mercado de agroquímicos; seis empresas el 50 % del mercado de maquinaria agrícola; seis el 72 % de la farmacéutica de producción animal. Con base en monitoreos periódicos, desde ETC sostienen que en dos décadas y media el mercado de semillas pasó de tener 40 % controlado por 10 firmas a que en la actualidad solo dos compañías manejen esa cuota de ventas. En el caso de alimentos y bebidas, las cuatro primeras empresas concentran un 18 % de las ventas totales a nivel global, y las 10 primeras alcanzan un 34 % del mercado sobre las 100 principales firmas. La concentración se potencia cuando se observa que dentro de las 10 principales empresas de alimentos y bebidas se incluyen dos de los principales comerciantes de productos agrícolas del mundo como Cargill y ADM, y tres de las principales empresas cárnicas como JBS, Tyson y otra vez Cargill (ETC 2022).

6 Algunos datos para ilustrar estas transformaciones: en 1880 había en la provincia de Santa Fe 130 000 hectáreas sembradas con trigo y para 1895 se llegaba al millón de hectáreas (Ansaldi 1993). En el plano demográfico, entre 1857 y 1914 ingresaron al país 3 300 000 inmigrantes, en su mayoría desde Europa, que conformaron el repentino y masivo mercado de trabajo rural e industrial urbano que el capitalismo vernáculo demandaba (Sábato 1991). En materia ambiental, se estima que a fines del siglo XIX existían en el país más de 100 millones de hectáreas de selvas y montes nativos, y en menos de 50 años se perdieron dos terceras partes de esos ecosistemas (Zarrilli 2008).

7 “El gas es el combustible ideal para la transición energética (…)”. Disponible en: https://qrcd.org/52Bv

8 En torno a la generación eléctrica, Smil (2021) recupera que la combustión completa de carbón bituminoso genera 93-95 kg CO2/GJ, la tasa es en términos generales entre 73 y 74 CO2/GJ para combustibles líquidos refinados (gasolina y diésel) y solo 56 kg CO2/GJ para el gas natural.

9 Más allá de profundos cambios, tensiones y transformaciones a lo largo de ese periodo en materia de democracia liberal-dictaduras, avances en conquista de derechos sociales y económicos dentro del régimen capitalista, nos interesa resaltar la tendencia general a la pérdida de control político sobre el uso de la tierra, la producción y consumo de alimentos para las mayorías, y toda la trama sociocultural que le fuera correlativa. Justamente, la llamada Conquista del Desierto, emblema de la “acumulación originaria” en Argentina, implicó la incorporación masiva de tierras al mercado capitalista nacional e internacional, y la consolidación del Estado-nación como tecnología política hegemónica fundada sobre la negación, erosión o deformación de las formas políticas de lo común preexistentes.