Eutopia.
Revista de Desarrollo Económico Territorial N.° 24, diciembre 2023, pp. 96-117
ISSN 13905708/e-ISSN 26028239
DOI: 10.17141/eutopia.24.2023.6077
Tecnología
como proyecto territorial de conquista y espacio como producción política
Technology as territorial project of conquest and space as politically
produced
Rodrigo Iván Liceaga
Mendoza. Universidad
Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Doctorado en Humanidades. rilm@protonmail.com
Recibido 20/09/2023. Aceptado 20/10/2023.
Publicado 27/12/2023
Resumen
El presente artículo busca analizar la lógica
territorial incorporada en la tecnología para entender las implicaciones de su
producción, uso y expansión para la práctica de otra convivialidad y de formas
de vida sostenibles. Lo hace a partir de tender un puente entre ecología
política, filosofía política, crítica poscolonial y aproximaciones críticas al
medio ambiente y la tecnología, para así cuestionar presuposiciones
antropocentristas, teológicas y económicas en la base de la construcción
tecnológica. Con base en las nociones de espacio como producto de la acción
política y de conquista como estructura y principio organizador, se plantea que
la tecnología se presenta como exacerbación y movilización de un proyecto
territorial de conquista, inacabado pero constante y expansivo, que desconoce y
destruye las condiciones de sostenimiento de una existencia compartida.
Palabras clave:
instrumentalidad, teología política, lo colonial, lo político, capitalismo, extractivismo, Naturaleza
Abstract
This article analyses the
territorial logic embodied in technology to understand the implications of its
production, use and expansion for the practice of an other
conviviality and sustainable forms of life. Bridging political economy,
political philosophy, postcolonial critique and critical approaches to
technology and environment, the article questions anthropocentric, theological
and economic assumptions at the basis of technological construction. Drawing on
the notions of space as produced by political action and conquest as structure
and organising principle, it is argued that
technology presents itself as exacerbation and mobilisation
of a territorial project of conquest, unfinished but constant and expansive,
which ignores and destroys the sustaining conditions of a shared existence.
Keywords:
instrumentality, political theology, the colonial, the political, capitalism, extractivism, Nature
Introducción
A la entrada del siglo XXI, se ha dado un cambio
ligado a las dinámicas capitalistas de extracción de recursos a partir de megaproyectos
extractivos (Svampa 2019, 39). Como señala Maristella Svampa (2019), en
estos proyectos se puede notar el “despliegue de una visión dominante de la
territorialidad que se presenta como excluyente de las existentes (o
potencialmente existentes)” y está ligada a “una visión eficientista
de los territorios, que considera a éstos como ‘socialmente vaciables’, en la
medida en que contienen bienes valorizados por el capital” (40). Como afirma Svampa (2019):
Sea que se los conciba como
territorios socialmente vaciables, ociosos, desiertos o vacíos, el resultado es
similar: la desvalorización de otras formas productivas, la devaluación de las
economías regionales, en fin, la obturación de otros lenguajes de valoración
del territorio, vinculados a los sectores subalternos y crecientemente
incompatibles con el modelo dominante (41).
A pesar de ello, es a partir de las luchas
socioambientales que han buscado hacer frente a tal visión dominante de la
territorialidad que “se han venido armando otros lenguajes de valoración del
territorio, otros modos de construcción del vínculo con la naturaleza, otras
narrativas de la madre tierra” (Svampa 2019, 118-119).
Estos lenguajes, nos dice, “recrean un paradigma relacional basado en la
reciprocidad, la complementariedad y el cuidado, que apuntan a otros modos de
apropiación y diálogo de saberes, a otras formas de organización de la vida
social” (Svampa 2019, 118). En línea con tales
lenguajes y paradigma relacional, el presente artículo busca analizar la lógica
territorial incorporada en la tecnología para entender las implicaciones de su
producción, uso y expansión para la construcción de otra convivialidad y de
modos de vida sostenibles no-instrumentalmente. Pero lo hace atendiendo a la
preocupación de Svampa cuando expresa que “como hijos
de la modernidad o vástagos colonizados por ella, nos hemos vinculado a la
naturaleza a partir de una episteme antropocéntrica y androcéntrica, cuya
persistencia y repetición, lejos de conducirnos a una solución de la crisis [antropocénica], se ha convertido finalmente en una parte
importante del problema” (Svampa 2019, 115).
El presente trabajo tiende un puente entre ecología
política, filosofía política, crítica poscolonial y aproximaciones críticas al
medio ambiente y la tecnología. Con base en las nociones de espacio como
producto de la acción política (Latour 2017; Schmitt 2000) y de conquista como
estructura y principio organizador de la historia moderna (Añón y Rufer 2018), el presente busca aproximar y profundizar en
la constitución material de la tecnología como fenómeno agregado, supralocal y
globalizador. El argumento central del trabajo es que la lógica territorial
incorporada (y corporizada) en la tecnología está constituida a partir de
patrones de dominación y violencia colonial hacia humanos y no humanos, lo que implica
extractivismo y destrucción de las condiciones de
reproducción y sostenimiento de la existencia compartida.
La primera parte del artículo retoma la propuesta de
politización de la ecología de Bruno Latour (2017) y su noción de espacio
basada en la perspectiva de Carl Schmitt (1993, 2000, 2003). Con ello, se
profundiza en una comprensión del espacio como producto de la acción política y
en su contraste con aquella de espacio en tanto escenario inmóvil, previamente
dado y determinado, de la acción humana y teológica. El argumento es que el
espacio, en tanto producto de la acción política, se constituye a partir de modos
de ser diversos tanto “humanos” como “no humanos”, en contraste con una
comprensión del espacio, y sobre todo del espacio global, en tanto esfera
ligada a una metáfora tecnológica y, más aún, a una teología política, una
teología económica y una metafísica de la instrumentalidad que permea la
producción de territorio de manera velada. La segunda parte del artículo aborda
la noción de conquista (Añón y Rufer 2018), en tanto
principio organizador que oculta su fundamento en la violencia, y resalta su desenvolvimiento
como proyecto territorial (Wolfe 2008). El planteamiento es que la forma
hegemónica de producción de territorios, ligada a regímenes metafísicos y
socio-ecológicos con una fuerte consideración teológica e instrumental del
espacio, reproduce y oculta patrones de dominación, expansión y
desconocimiento. A partir de ello, se plantea que la extracción de “recursos”
intentó movilizar una diferenciación territorial entre espacios para la
apropiación y el saqueo, o espacios de extracción, y espacios que incorporan lo
apropiado, o espacios extractivos.
La tercera parte del artículo aborda a la tecnología
como fenómeno agregado y mundial, en tanto incorporación de un sistema-mundo cuyos
intercambios ecológicamente desiguales la hacen material y operativamente
posible (Hornborg 2019). Es decir, se aborda cómo las
lógicas extractivas movilizan los intercambios desiguales que sostienen la
construcción y mantenimiento de los entramados y artefactos tecnológicos. El
argumento es que la tecnología en tanto corporización
del sistema-mundo es posible gracias al extractivismo
y a las desigualdades que le sostienen a la vez que hace posible su continua
expansión mundial al ser reproducción, y a la vez ocultamiento, de su proyecto
territorial de conquista. La cuarta y última parte del artículo aborda al
capitalismo en tanto economía política y ecología política para establecer un
vínculo analítico entre el proyecto territorial de conquista que expande la
tecnología, junto con su metafísica de instrumentalidad y equivalencia
económica de la diversidad, y el extractivismo y las
alteraciones en los ciclos nutricionales y de reproducción de las condiciones
existenciales que sostienen nuestra vida compartida. El argumento es que la
tecnología incorpora patrones de conquista (dominación, extracción, expansión
territorial y desconocimiento ecológico) que imposibilitan la reproducción de
la vida y las prácticas de sostenimiento de la existencia compartida.
Politizar la
ecología: el espacio como producto de la acción política
Carl Schmitt (1993) definió el término nomos como un “concepto total” que
refiere al “orden concreto y la organización concreta de una comunidad” (55,
traducción del autor): “Nomos es la
forma inmediata en que el orden político y social de un pueblo se vuelve espacialmente
visible” (Schmitt 2003, 70, traducción del autor). Como “expresión inmediata de
un orden”, nomos “es la unidad de un orden espacial (Ordnung)
y la orientación (Ortung)
de una comunidad particular” (Ojakangas 2007, 214,
traducción del autor). Con base en tal noción y en un esfuerzo por “politizar”
la ecología, Bruno Latour (2017) ha hecho notar que, con el término nomos, Schmitt “está buscando un término
que pueda dignificar adecuadamente un concepto que permitiría a sus lectores situarse
en un punto previo a la invención de la distinción naturaleza/política” y
previo “a la invención del territorio concebido como un espacio transparente
que un soberano podría contemplar desde la ventana de su palacio” (231-234,
traducción del autor). Latour (2017) explica cómo para Schmitt “la res extensa no es un espacio en el cual la política está situada — el
escenario [background]
del mapa de toda geopolítica — sino, más bien, algo que es generado por la
acción política misma auxiliada por su instrumentación tecnológica” (231).
Bajo esta luz, “Schmitt no está tratando de agregar el
sentido de espacio de la ‘experiencia’ al espacio ‘objetivo’… sino, más bien,
de generar tantos otros espacios, en plural, como situaciones políticas y tecnologías
concretas hay” (Latour 2017, 231). En pocas palabras, Latour (2017) refiere que
“al territorio concebido como un espacio,
un contenedor indiferenciado, [Schmitt]
contrasta los territorios concebidos como lugares,
diferenciando contenidos” (232, énfasis
en el original). La Tierra, en
contraste con el Globo, implica para Schmitt “múltiples instancias de
territorialización, algunas de las cuales podrían implicar provisionalmente
relaciones particulares de espaciamiento
[spacing]”
(Latour 2017, 232, énfasis en el original). En continuidad con lo anterior,
para Latour (2017), el término schmittiano de nomos es cercano en su orientación a su
propia propuesta de “redistribución de agencia”, o cosmograma, cuyo “rol es volver a
los colectivos comparables una vez más” a partir de hacer notar cómo diferentes
colectivos distribuyen agencias en sus producciones espaciales (235). Con ello,
tanto Latour como Schmitt ofrecen líneas para repensar la idea de espacio y de
lo político, pero también para notar sus limitaciones, sobre todo en lo
referente a lo tecnológico.
De acuerdo con Latour (2017), en tiempos caracterizados como
Antropoceno, Capitaloceno o Plantacionceno,
nosotros encontramos, cada vez más, “enemistad”, en tanto “’negación
existencial’ de otro ser”, en “todos lados”, sin una tercera persona o
Naturaleza que pueda servir como autoridad neutral (237). La negación sobre la
existencia de otros seres, y la potencial negación de la nuestra a cambio,
implica “’la posibilidad real’ de hostilidades” (Latour, 2017, 238). Latour
lleva la negación existencial a las crisis ecológicas para visibilizar el grado
de hostilidad hacia otros seres no humanos y con ello hacia nosotros mismos,
pues aquellos no humanos son agentes que sostienen nuestra existencia. Latour
llama así a hacer notar la negación de esos seres que nos sostienen, pero
también llama a dar cuenta de aquellos que están atentando contra nuestra
existencia compartida: hostis.
Y es que se podría decir que para Schmitt (1998), lo político se hace sensible
en un evento caracterizado por la distinción amigo-enemigo, “un enemigo es
cualquiera que me ponga en entredicho” (217), “la más extrema intensificación
de otredad”— hostis
(Schmitt 1992, 38), que, sin embargo, es contingente y concreta.
El encuentro con el enemigo es “un evento—un evento doble de aparición y reconocimiento” en el que la
identidad colectiva de los amigos se hace sentir: “es el enemigo el que saca a
relucir [brings
about] la
‘afinidad existencial’ de aquellos que “viven juntos” (Schmitt en Ojakangas 2007, 212, énfasis en el original). De manera acorde, la unidad política surge
como “el grado más intenso de unidad, a partir del cual, por tanto, la más
intensa diferenciación, agrupación en amigo y enemigo, es decidida”; se trata
de “la unidad suprema […] porque decide y puede, dentro de ella misma, prevenir
que todos los otros grupos opuestos se disocien al punto extremo de la
hostilidad” (Schmitt 2000, 307, traducción del autor). Como se puede apreciar, lo
político y la unidad política se hacen sensibles, en Schmitt, a partir de la
negación existencial por parte del otro, lo que no implica que se dé dicha
negación de manera previa a la afinidad existencial: dentro de la unidad
suprema se decide y se previene la disociación y la hostilidad.
El espacio como lugar, se podría
decir ahora basado en y aventurando la lectura del nomos, puede ser
entendida como generada por la acción política ya que implica dar cuenta de
manera colectiva de la afinidad y producción compartida de sus soportes
existenciales e incluso sus diferenciaciones que no llegan a ser hostilidad. En
el caso del hostis, “la más extrema intensificación de otredad” (Schmitt 1993, 38)
saca a relucir el más intenso sentido de existencia colectiva. En el sentido que Latour recupera para el
trabajo de Schmitt, son las agencias distribuidas, que podemos decir, además,
son múltiples y diferenciadas, las que producen el espacio. En relación con la
noción de enemistad (o de hostilidad), el dar cuenta de la negación existencial
por parte del otro, es decir, del orden y orientación, ser y lugar colectivos
propios, conlleva hostilidad, violencia y/o conflictos por el impulso de persistir
en su colectividad y condiciones de sostenimiento existencial.
Esta comprensión del espacio como producto de la acción política
permite ahora, para efectos de este trabajo y llevando un poco más lejos la
lectura de Latour, considerar la participación política tanto “humana” como “no
humana” de aquellos que se reconocen y producen espacio. Lo político, sin
agotarse en la oposición amigo-enemigo y ahora, incluso, recuperando la
perspectiva de amistad en tanto “con-sentimiento”—los amigos sienten juntos y
reconocen su existencia compartida (Agamben 2009, 32-33)–se perfila como aquel
reconocimiento, dar cuenta y sentir de una existencia compartida que no se
agota en “lo humano”. De esta manera, es posible suscribir que “ético —y
político— es el sujeto que es constituido [en relación con uno o más cuerpos],
el sujeto que testifica de la afección que recibe en tanto que está en relación
con un cuerpo” (Agamben 2015, 29). De esta manera, lo político aparece como un
reconocimiento, un con-sentir, un dar cuenta de y sentir aquellos cuerpos que
sostienen nuestro cuerpo y nuestra existencia compartida y un persistir en
dicho pensamiento y modo(s) de ser. El espacio como producto de la acción
política, por tanto, permite aquí pensar y sentir el lugar que habitamos como
producción compartida, diferenciada en cuerpos, pero continua en términos
existenciales y en el pensamiento y deseo de perseverar juntos.
Retomando la distinción entre “territorio
concebido como un espacio, un contenedor indiferenciado” y “los
territorios concebidos como lugares, diferenciando contenidos”, se puede
intentar clarificar y aportar a la perspectiva de Latour (2017, 232) al señalar
que dicha oposición analítica sirve también para diferenciar una producción de
espacio dominante, aquella como contenedor indiferenciado, que corresponde,
dirían muchos, a la lógica expansiva y extractiva del capital y a la visión
instrumentalista de la naturaleza, pero que, se argumenta aquí, no se agota en
ellas. Lo anterior debido a que, en última instancia, lo político como reconocimiento
y persistencia en la existencia colectiva, va de la mano de una producción
espacial de “lugares, diferenciando contenidos”, en tanto que se trata de una
postura ético-política. Ello implica, de cierta manera, que el espacio como
“contenedor indiferenciado” obedezca a un proyecto y una acción política, por
decirlo así y como se verá más adelante, distante, que, como economía, opera a
la distancia y, por ello, olvida (desconoce) crecientemente sus soportes
existenciales compartidos.
Lo
anterior es evidente en el caso del extractivismo como
modo de apropiación, antes que como modo de producción (Gudynas, 2015) y como
diferenciación y jerarquización de territorios (Machado Aráoz 2013). El
territorio del que se extraen recursos es como un contenedor indiferenciado de
recursos determinados por una economía ajena que rompe el espacio en tanto
producción política de dicho territorio, apropia sus cuerpos en tanto recursos
y los instrumentaliza para el beneficio de aquella otra producción espacial cuya
acción política es velada. Ahora bien, lo que esto implica, y esta es una línea
conductora y argumentativa del presente artículo, es que la producción
dominante de espacio y las extracciones que implica, no sólo son una modalidad
de acumulación o un modo de apropiación económica, sino, ante todo, una forma
de destrucción política y ecológica. Dicha forma de destrucción, como se verá
adelante, opera a partir de pautas de dominación, apropiación e
instrumentalización que buscan determinar sus relaciones socio-naturales y que pasan
fácilmente desapercibidas gracias a su ocultamiento mediante presuposiciones
sobre el espacio, la tecnología, el desarrollo, lo humano y la política. Por
ello, es necesario discernir dichas presuposiciones, las mismas que estarían
presentes en los esfuerzos mejor intencionados por “salvar” al planeta y a “la
humanidad” en medio de crisis y transformaciones ecológicas.
Acorde a lo anterior y en contraposición analítica a la lectura schmittiana de espacio, resulta útil retomar una vz más a Latour (2017) cuando habla de la concepción de la
Tierra como un globo o esfera. Ésta puede ser vista en su totalidad desde
ningún lado y obedece, nos dice, a una metáfora tecnológica que resulta
inadecuada para comprender el espacio como lugar que habitamos y producimos. Se
trata de la Tierra como objeto de administración a partir del gobierno del
denominado cambio climático para garantizar condiciones existenciales para las
futuras generaciones humanas. Se puede decir que se trata de la noción de que
el planeta está constituido de partes que le permiten cumplir su función de
sostener la vida humana. De esta manera, en términos “metafóricos”, la producción
dominante de espacio, como contenedor indiferenciado para la extracción, se
vincula con una perspectiva tecnológica que concibe partes funcionales de una
economía y tarea histórica antropocentristas.
Como indica Latour (2017), “tan pronto como imaginas partes que
‘cumplen una función’ dentro de un todo, estás inevitablemente limitado a
imaginar, también, a un ingeniero que procede a hacerlas funcionar juntas”
(96). Sólo a partir de una aproximación tecnológica es posible, nos dice,
distinguir “entre las partes y el todo”, de la misma manera que “el acto
tecnológico” implica una “marca [blueprint]” que “anticipa los roles que jugarán los
elementos en relación con una meta” (Latour 2017, 96). La metáfora tecnológica,
señala, se puede aplicar a cualquier cosa al imaginar que “sus funciones
‘obedecen’ a un diagrama” y ha servido de mucho a la biología, pero no se puede
aplicar a la Tierra en su totalidad (Latour 2017, 96). Más aún, el autor nos
dice que la metáfora del organismo “no tiene sentido a esta escala, a menos que
imaginemos un Ingeniero General, un disfraz muy torpe para la Providencia,
capaz de dar a cada uno de estos actores agencia para el mayor bien de todos”
(Latour 2017, 96).
Con base en lo anterior, Latour (2017) afirma que las metáforas
tecnológicas no se pueden aplicar a la Tierra ya que ésta no fue fabricada, no
hay un actor principal que la mantenga ni que la dirija, no implica un
ingeniero trabajando, un relojero divino, o una concepción holística que le
sostenga. La Tierra tiene una historia, pero es una historia de múltiples
agencias que habitan espacios intermedios e indefinidos. El planeta, o más bien
la zona que habitamos (Gaia), no es un organismo y no se puede dar cuenta de
sus condiciones de reproducción y sostenimiento de nuestra vida a partir de un
modelo tecnológico o religioso, “puede que tenga un orden, pero no tiene
jerarquía; no está ordenada por niveles; no está desordenada, tampoco” (Latour
2017, 106). Más bien, señala, “todos los efectos de escala resultan de la
expansión de un agente particularmente oportunista haciéndose de oportunidades
para desarrollarse en cuanto se le presentan” (Latour 2017, 106). Si bien por
ahora no cabe profundizar en la propuesta de Latour (2017) sobre distribución
de agencias y el desenvolvimiento de una estética de la sensibilidad, cabe
resaltar que la Tierra para él no es un todo unificado, un sistema apropiable y
calculable que pueda ser controlado frente a las transformaciones ecológicas
actuales. El espacio en el que vivimos se extiende tanto como nosotros lo
hacemos y nosotros duramos tanto como aquellos seres que nos hacen respirar
(Latour 2017, 106) y, cabe agregar, que nos nutren y con los que crecemos juntos.
Con base en ello, es posible señalar que, hoy día, no damos cuenta de aquellos
seres y conspiramos contra el mismo espacio que vivimos y nos sostiene.
Ahora bien, aun cuando las metáforas tecnológicas y religiosas
han mostrado para Latour su insuficiencia tanto política como analítica, ello
no implica que no estén presentes en las mismas formas de producción espacial
que Latour busca aproximar y en la biología para la cual el autor reconoce que
ha sido útil. Ya la lectura schmittiana (1993) sobre
la teología política que subyace a los intentos de secularización de las
instituciones de administración pública (y privada) moderna daba pistas sobre ello:
los conceptos políticos modernos operan como conceptos teológicos
secularizados. A lo que se suma la lectura de Giorgio Agamben (2011) sobre el
poder en las sociedades occidentalizadas, el cual “ha asumido la forma de una oikonomia” o
“gobierno de los hombres”, misma que replica la fisura de la teología cristiana
entre Ser (Uno, divino y trascendental) y praxis (manifestaciones prácticas en
la santísima trinidad y ejercicio inmanente de administración de los asuntos
mundanos); es decir, entre una ontología (soberanía) y una economía, cuya
relación funcional expresa la operación de un poder económico que no tiene
fundamento sustancial.
El concepto mismo de economía tiene un sedimento teológico
persistente, en el que el creador de todo opera el universo de acuerdo con un
plan que sólo puede ser conocido por él mismo (ausente de fundamento) pero que
gobierna a todos los seres. Los intentos por administrar las transformaciones
planetarias, en tanto cambio climático global, no dejan de lado las
presuposiciones tecnológicas y teológicas. Peor aún, resulta enriquecedor
agregar a los aportes de Latour y de Schmitt, una consideración del extractivismo que opera en el denominado sur global,
justificado por nociones de desarrollo económico y progreso, determinado como
modalidad de acumulación por demandas exteriores (Acosta 2012) y estructural al
capitalismo (Machado Aráoz 2013), así como también de las variadas formas de
extracción al interior de fronteras nacionales que, sin destino de exportación,
rompen los espacios en tanto producciones políticas para abastecer a aquellos
otros espacios de acción política velada y excluyente. El extractivismo,
como veremos, pretende ocultar el vacío político y desconocimieto
que subyace también a dichos espacios abastecidos a partir de la extracción, la
apropiación y la instrumentalización. Es decir, se trata de una economía
dominante de fundamento compartido ausente, que extrae e instrumentaliza sin
poder pensar y sentir el lugar que habita como producción compartida,
diferenciada en cuerpos, pero continua en términos existenciales y en el
pensamiento y deseo de perseverar juntos. Así, aquellos que buscan administrar
el planeta, incluso para savarlo de las crisis
ecológicas, sin dar cuenta, pensar y sentir los cuerpos que les constituyen en
tanto cuerpo y espacio producido conjuntamente, replican formas de dominación y
extracción que sostienen aquello que buscan combatir. Se buscan erigir, sin
darse cuenta, en creadores con un plan y economía universales que no modifican
sus formas de hacer, sentir y pensar su existencia compartida y la siguen
reduciendo a una existencia instrumental a una economía transcendental.
Por lo anterior, dentro de esta lectura teológica cabe aproximar
la causalidad instrumental ligada a la tecnología y a una dinámica dominante de
producción de espacios en tanto territorios a gobernar, como contenedores
indiferenciados de partes intercambiables que son funcionales dentro de un
designio y obra trascendentales a ellas mismas.
Así, cuando Giorgio Agamben (2015) refiere su análisis de la noción de
instrumentalidad a las teorías medievales de una “causalidad instrumental”, no
sólo plantea una genealogía de la misma, sino que brinda la oportunidad de
comprender las formas teológicas, y de producción de naturaleza humana y no
humana, vigentes en la producción tecnológica. Agamben (2015) retoma la
teorización de los teólogos medievales sobre “causalidad instrumental” (instrumentalis) como un “tipo especial de causa
eficiente”; es decir, como un tipo especial de agente o estímulo que da partida
o lugar a un proceso (70). Como nos dice el filósofo, Santo Tomás de Aquino
teorizó la causalidad instrumental dentro de la teología católica, con la particularidad
de reconocer cierto tipo de autonomía e “indiferencia” al instrumento con
respecto a la causa final, pero afirmando que la operación de dicho instrumento
es fundamental para lograr aquella causa final o acción del agente principal
(Agamben 2015, 72).
Es decir, se trata de un instrumento que, en su autonomía, en su
ser como supuestamente es, en su supuesta inmanencia, sirve a otro actor y la
causa principal de este último. En la Summa Teológica, nos
dice Agamben (2015), Aquino describe “una operación a manera de dispositivo...
una operación que, de acuerdo a su propia ley, lleva a cabo un nivel que parece
trascenderle pero que es en realidad inmanente a él, justo como, en la economía
de la salvación, Cristo trabaja a manera de dispositivo – eso es,
de acuerdo con una ‘economía’ – la redención de la humanidad” (Agamben, 2015,
72). Al tiempo que la elaboración de la causa instrumental da cuenta de un
orden inmanente, una economía, en la cual el instrumento permanece
“indiferente”, el “misterio” de la economía divina, también constituye al mismo
instrumento como fundamental para la causa principal. Por ello, nos dice
Agamben (2015), ”lo que parece definir a la causa instrumental es su
indiferencia con respecto al fin que la causa principal [o actor principal]
persigue”, “el instrumento ‘no sabe nada’ del producto final o la causa final
pero es fundamental para ello” (73-74). Lo que cabría agregar a esta lectura agambeniana es que el rasgo distintivo de lo instrumental
con respecto a una economía divina —su ignorancia—, es, en términos de economía-mundo,
ignorancia respecto de la operación y los fines que determinan su actuar, pero
también de las propias condiciones de existencia, de los cuerpos constitutivos.
Desde esta perspectiva, no habría de sorprender que las acciones climáticas no
tengan resonancia colectiva entre instrumentos, humanos y no-humanos, que
desconocen tanto el fin que se persigue como la existencia conjunta que habrían
de procurar.
Pese a que los instrumentos son indiferentes y “no saben nada”,
son objeto del gobierno y economía generales en que se les define y en que se
inscriben “naturalmente”. Los seres que se producen como instrumentos son parte
de, por así decirlo, la creación, y son gobernados y manipulados, lo que aplica
tanto para la teología cristiana como para la ingeniería moderna y la
administración pública de las crisis ecológicas. Estas últimas ven actos
creadores en el ensamblaje de tecnologías de acuerdo a la supuesta naturaleza
de sus partes y deciden ignorar la imposición de formas y operaciones que
ejercen sobre otros seres, a los cuales reducen a naturaleza manipulable que
sólo vale en tanto es utilizada para fines ajenos a ellos. El instrumento ha
sido diseñado por el actor principal, pero ese designio (divino) se toma como
si fuera su propia naturaleza. La autonomía del instrumento ha sido diseñada,
por lo cual emerge de algo ajeno que le construye, da forma y vuelve operativo,
le hace trabajar a la distancia, de acuerdo a una causa principal que el
instrumento desconoce pero que le asimila como parte de una economía general. Ahora
bien, como aportación del presente artículo, cabe subrayar que este movimiento
de instrumentalización depende de un movimiento aparejado tanto de ruptura del
espacio producido políticamente por cuerpos humanos y no humanos, como de
producción de territorio para la extracción de dichos cuerpos. Lo que en
términos de una economía-mundo, como se profundizará más adelante, es una
instrumentalización que, para reproducirse. depende de extracciones y de extractivismo como destrucción política.
Acorde a lo anterior, Agamben (1998) escribe sobre el Ordnung y Ortung de Schmitt
y afirma que el ordenamiento del espacio, podemos decir, en la tradición
occidental, implica siempre un ordenamiento del afuera, de aquello que se
incluye a partir de su exclusión. Con base en ello es posible agregar que, en
nuestras sociedades, se incluye instrumentalmente a los cuerpos en una economía
que les excluye, que les desconoce políticamente en tanto sentir, pensamiento
conjunto y producción espacial de la que fueron extraídos. Lo que resta
considerar es la fuerza, la violencia que llama y se impone sobre otros seres
para extraerles y volverles instrumentales a una economía general, hoy economía
mundial, que desconocen y que les desconoce en su modo de ser pero que aun así
les inscribe como recursos y territorios a dominar, extraer e instrumentalizar.
Conquista
como principio organizador
Para esclarecer los patrones de dominación que se reproducen en la
producción territorial incorporada en la tecnología es preciso pensar ahora la
noción de conquista. El presente apartado busca tejer un puente entre el
“trabajo pos-colonial de la memoria”, en tanto “tarea
de conexión, de comprender a partir de aquello cuya asociación ha sido
impedida” (Añón y Rufer, 2018: 119) y la propuesta de
“politizar” la ecología en tanto dar cuenta de manera amplia de todo aquello
que nos hace posibles. Es decir, se busca mostrar cómo aquella “tarea de
conexión, de comprender a partir de aquello cuya asociación ha sido impedida” (Añón
y Rufer 2018, 119), en este caso y por decirlo así,
el correlato espacial y político (teológico, instrumental y extractivo) de la
tecnología, es indispensable para dar cuenta y comprender los entramados que
sostienen nuestra existencia. Este apartado orientará dicho puente a mostrar
cómo para politizar la ecología o dar cuenta de la multiplicidad de entramados
que sostienen nuestra existencia, es necesario comprender la tecnología y sus
formas de producción de territorio a partir de la lógica de conquista y de
otras asociaciones que han sido veladas.
Valeria Añón y Mario Rufer (2018,
121-122) han propuesto pensar la noción de conquista no como un “episodio del
fenómeno colonial (en cualquiera de sus casos) sino como el principio
organizador, estructurador de la historia moderna –pero, al mismo tiempo,
silenciado por ella”. Se trata de la conquista entendida entonces como “forma trans-histórica de dominación” y “principio organizador”
que implica represión e interdicción de su violencia (Añón y Rufer 2018, 121). O también, “el olvido de la colonialidad necesario y funcional a la configuración
del Estado nación, es decir, de las sociedades poscoloniales (o neocoloniales)
en América latina” (Añón y Rufer 2018, 114). Es, por
tanto, una noción de conquista que, en su caso, busca hablar “lo no narrado intencionalmente,
por elección o como consecuencia de llevar a cabo nuestra tarea de
investigación inmersos en una lógica silenciadora, sin criticarla” (Añón y Rufer 2018, 114). Para ello, los autores proponen pensar la
continuidad de la presencia de la colonia “como una labor de conexión de
elementos”, a partir de una noción de estructura que va de la mano con lo que
llaman “un tipo de imaginación de conexión paradigmática, que permita
comprender la simultaneidad de factores que operan” (Añón y Rufer
2018, 117-126). En este caso, para hablar de tecnología y de la producción
territorial que la sostiene y que ella misma reproduce, es necesario halar de
la violencia a partir de la cual se construye y reproduce esa misma tecnología,
violencia que siempre se busca ocultar. Para recordar y reconocer la conquista,
en tanto violencia que organiza lo tecnológico, es necesario un ejercicio de
conexión paradigmática.
La lectura de Valeria Añón y Mario Rufer
(2018) está basada en la aproximación de Patrick Wolfe (2008, 103) al
colonialismo de asentamiento: ahí donde “los colonizadores de asentamiento han
llegado a quedarse—la invasión es una estructura, no un evento”. Desde la
perspectiva de Wolfe (2008), la “eliminación” de las sociedades nativas se ha
desplegado como “principio organizador” del colonialismo de asentamiento ya que
se trata en primera y última instancia de “un proyecto territorial” con una
lógica estructural de exterminio, ya sea por medio de la asimilación o
incorporación, o por medio de la destrucción directa (103-106). Aquí cabe
agregar que, retomando la noción de espacio como producto de la acción
política, las sociedades nativas a eliminar no son sólo poblaciones humanas,
sino el conjunto del entramado de modos de vida que habitan en común a partir
de la reproducción de prácticas que sostienen su existencia y que ponen en
entredicho a la lógica colonial de conquista. Esta última entendida también
como un deseo de completud partir del gobierno de los
seres y de la dominación, la apropiación y la destrucción de la diferencia.
Con base en lo anterior, pese a que Añón y Rufer
(2018) enfatizan que no están “pensando en la lógica de exterminio como un
proyecto colonial de asentamiento, sino en la lógica de conquista como una
frontera re-editable en la larga duración (y como el
exterminio, nunca nombrable)” (126), es posible y necesario retomar el carácter
espacial no sólo del asentamiento colonial, sino también de la colonialidad y de la conquista como frontera re-editable, en tanto re-ediciones
de un proyecto territorial de eliminación. Es decir, en tiempos de crisis
ecológicas en las que se juega la reproducción de nuestros modos de vida, la
lógica de exterminio parece estar vigente a pesar de los ocultamientos y
matices que las líneas y patrones de dominación han buscado imponer. Como se profundizará
más adelante para el caso de la tecnología, la conquista comprende tanto al
proyecto colonial de asentamiento como a la colonialidad,
la economía mundial y sus manifestaciones locales que, pese a matizar sus formas,
siguen actualizando la ocupación, apropiación y disposición de recursos a la
distancia espacial y política, así como la eliminación de modos de vida y
producción espacial que le pongan en entredicho. De esta manera, se sigue
actualizando la conquista en toda economía de extracciones y de extractivismo, no sólo como modo de apropiación, producción
económica o modelo de desarrollo o de producción, sino, fundamentalmente, como forma
de extermino, en tanto destrucción política, ética y ecológica, como invasión e
imposición de una forma de producir espacios descorporizados
e instrumentales.
Como señala Wolfe (2008), en tanto estructura, la lógica
colonial de asentamiento es indisociable de “la complejidad estructural del
sistema global, reconciliando las motivaciones individuales con los imperativos
más amplios del estado y la expansión capitalista”, pero también, su discurso,
en tanto estructura, es continuo en el tiempo (104). Por ello, y ampliando esta
operación estructural a la lógica de conquista, se puede señalar que la
elaboración colonial produce ocultamientos que dan continuidad discursiva y
espacial, por decirlo así, a la producción de cuerpos-espacios, al hilvanar
historiografía con expansión-dominación-extractivismo
territorial y exterminio de modos de vida no afines. Se trata de una forma de
dominación y violencia que persiste y estructura, pero de la cual no se habla.
Esta noción de conquista, en tanto principio organizador que oculta su fundamento
en la violencia, permite dar cuenta en el siguiente apartado de una forma
dominante de producción de territorios que es operativizada y potencializada en
su corporización tecnológica. Lógica territorial
ligada a la cotidianeidad de regímenes metafísicos y socio-ecológicos cargados
de una comprensión teológica e instrumental del espacio y que reproducen y
ocultan patrones de dominación, expansión y desconocimiento. El
territorio a dominar y sus poblaciones a apropiar, extraer, instrumentalizar y eliminar,
son ignoradas en tanto modos de vida, pues sólo son inteligibles a partir de regímenes
metafísicos y socio-ecológicos de fuerte carga teológica y económica y de sus
formas de valorización, que al no saber sentir ni escuchar el “afuera” de su
ordenamiento y apegarse al misterio (y arbitrariedad) de esa misma economía,
oscurecen, tanto lógica como ética y sensiblemente aquello que no comprenden y
la violencia que ejercen en su contra.
Si retomamos la propuesta de Latour (2017) y su lectura de
Schmitt, se puede decir que, actualizando ciertas elaboraciones teológicas, el
mundo es producido como espacio “objetivo”, como creación gobernada dentro de
una economía que se oculta a sí misma y cuyos fines son inciertos. Con la
aportación de la noción de conquista y el reconocimiento de una lógica
estructural de exterminio, se hace notar ahora que se trata en primera y última
instancia de un “proyecto territorial” de eliminación política. La conquista es
indisociable de una producción específica de territorios. La distinción entre espacio
como contenedor indiferenciado, que,
podemos decir, es objeto de creación, gobierno, manipulación e
instrumentalización, por un lado, y lugares,
con diferenciación de contenidos y reconocimiento de agencias compartidas, por
el otro, es esclarecedora del modo específico en que a partir de una lógica de
conquista se producen espacio y territorio. Se trata de una producción de
espacio como contenedor de objetos manipulables y de territorio políticamente vacío
para ocupar, extraer y dominar, incluso para “crear” a partir de una
subjetividad privilegiada y superior. Las formas de vida que ya habitan y, más
aún, constituyen y producen el espacio que el colonizador invade, no son
reconocidas por este último, no figuran en el espacio que conoce y produce, su
mapa presenta un escenario que refleja sólo sus presuposiciones de naturaleza a
la luz de su tarea histórica o apetito de conquista y deseo de completud. Este espacio y proyecto territorial se refleja
no sólo en las crisis ecológicas, sino, como se verá, también en los artefactos
tecnológicos que son indisociables de las últimas.
Tecnología
La
exclusión y violencia hacia los modos de vida y hacia el conocimiento y
sensibilidad de existencias conjuntas, junto con su carácter de innombrables,
sigue vigente hoy día en las crisis ecológicas y, como se abordará a
continuación, en la operación tecnológica. De esta manera, la forma hegemónica
de producción de territorios, ligada a regímenes metafísicos y socio-ecológicos
con fuertes cargas teológicas y economicistas y una práctica extractiva e
instrumental del espacio, reproduce formas coloniales de violencia y oculta
patrones de dominación, expansión y desconocimiento en la tecnología y por
medio de la tecnología. Si bien es común que se
entienda como tecnología a cualquier implemento o herramienta que se utiliza
para conseguir algún fin, desde el siglo XX, se ha denominado comúnmente tecnología
a la supuesta aplicación del conocimiento científico a tareas prácticas.
De forma general, se piensa que las innovaciones tecnológicas
son simple producto de la aplicación de los descubrimientos sobre la naturaleza
de las cosas. Sin embargo, Alf Hornborg (2019) ha argumentado
que los ensamblajes y artefactos tecnológicos dependen, en primera instancia,
de flujos asimétricos de recursos y de dinero, por lo cual constituyen en sí
mismos “estrategias sociales para la redistribución de recursos biofísicos y
obtención de ganancias… en el sistema mundo” (116-117). Para Hornborg (2019), dichos artefactos tecnológicos
“presuponen” y “encarna[n] patrones específicos de organización social en un
nivel global” (99) y para comprenderlos se debe dar cuenta de “las relaciones
de intercambio en el mercado global” que distribuyen los recursos materiales
que son “requisito para que la tecnología exista” (97). De manera general, su
análisis busca reconocer y entender “cómo el fenómeno agregado de la tecnología
opera como un sistema sociomaterial para la
organización y reproducción del poder y las desigualdades en la sociedad
global” (Hornborg, 2019: 110).
Con base en tal aproximación y en el uso de la categoría misma
de tecnología, en el presente trabajo se sitúa y distingue a la tecnología, con
respecto a las herramientas, las técnicas y los implementos, primero, en tanto
artefactos y ensamblajes que son construidos y mantenidos en operación a partir
de los intercambios supralocales del sistema mundo, y segundo, a partir del uso
más estable de la categoría, el cual acompañó a la industrialización
capitalista y su interés por sistematizar y movilizar diferentes técnicas,
herramientas e implementos al servicio de su proceso de producción/apropiación,
extracción y expansión (Stiegler 1996). Con ello, se
enfatiza que tecnología no refiere aquí a una categoría transhistórica,
universalista o ahistórica que afirma, aunque sea implícitamente, que todas las
sociedades han tenido, tienen y tendrán tecnología independientemente de los
entramados sociales, ecológicos y políticos a los que pertenecen. Por el
contrario, aquí tecnología refiere, en continuidad con los apartados
anteriores, a objetos, regímenes socio-ecológicos y regímenes metafísicos
específicos, situados geográfica, histórica y políticamente, mismos que marcan
la continuidad e interdependencia entre tecnología, capitalismo y extractivismos, pero también, de forma paradigmática, entre
instrumentalidad, extracción y conquista como destrucción socio-ecológica y
política.
El análisis de Hornborg (2019) resulta
enriquecedor ya que ayuda a comprender cómo el artefacto tecnológico, que
generalmente es entendido sólo en sus condiciones y efectos locales, depende
para su constitución biofísica de elementos provenientes de diversas partes del
mundo o de otros lugares distintos a aquellos en que se utiliza, al mismo
tiempo que para ser producida y operar requiere de entradas constantes de
energía y de flujos de dinero que son mundiales y desiguales. La construcción y
operación de los artefactos y ensamblajes tecnológicos requieren de materiales
y energía constantes que se obtienen a partir de intercambios supralocales y
desiguales de recursos y desplazamientos de cargas de trabajo y ambientales a
otras poblaciones.
La tecnología, por tanto, estaría “construida” a través de
intercambios asimétricos supralocales de recursos biofísicos (Hornborg 2019, 12), a la vez que sus artefactos y
ensamblajes son “instrumentos sociales para apropiar, mundialmente, trabajo
humano y espacio natural materializados corporalmente (embodied)” (98). Por ello, la
tecnología es “un ahorro local de tiempo y espacio a costa del tiempo humano y
el espacio natural perdidos en otras partes del sistema-mundo” (Hornborg 2019, 102). El caso paradigmático para Hornborg (2016, 2019) es la máquina de vapor, que conjuntó
colonialismo británico (trabajo esclavo de África y tierras despojadas y
explotadas en América) e intercambios asimétricos (economía mundial del siglo
XVIII) para desplazar las cargas de trabajo y ambientales a otras poblaciones.
Ahora bien, la tecnología como fenómeno agregado y globalizante reproduce tales
pautas hoy en día, desplazando cargas y destruyendo modos de vida que no son valiosos
ni considerados ética, ecológica y políticamente.
Hoy en día, pese a someros intentos por establecer lineamientos
que ayuden a visibilizar y evitar la violencia en las cadenas de suministro
global de componentes tecnológicos (ALBOAN, United States Securities and Exchange Commission), la violencia y los patrones de dominación
correspondientes a la conquista siguen vigentes, si bien, sumamente acallados. Cuando
usuarios comunes compran un automóvil, una computadora, un teléfono celular,
una televisión, un horno o cualquier otro implemento que ha sido posible a
partir de la violencia del sistema-mundo, nunca se les informa y muy rara vez los
mismos se cuestionan la proveniencia de sus componentes y las condiciones
económicas y socio-ecológicas que le hicieron posible, menos aún, deciden
actuar de manera distinta a lo que se ha impuesto como una necesidad. Pese a
ello, los teléfonos, computadores y demás dispositivos requieren de agua, metales
y minerales como cobalto, tungsteno y oro, además de tierras raras, entre otros
tantos “componentes”, para funcionar. La obtención y producción de estos componentes
requiere de la conquista de lo que se produce como territorios con recursos, en
una dinámica de producción de espacio como contenedor indiferenciado de los
modos de vida y vaciable en razón de sus entes mercantilizables.
Como señala Hornborg (2019), “hasta
hoy en día, las partes más ricas y tecnológicamente avanzadas del planeta son
importadoras netas de recursos biofísicos", sin embargo, tanto los flujos
asimétricos de recursos materiales como “la operación de la tecnología moderna
como un aparato para orquestar tales flujos” son “culturalmente invisibles”
(124-125). De manera acorde, si se considera que “la dimensión
histórico-estructural del extractivismo está
vinculada a la invención de Europa y la expansión del capital” y “a la
conquista y el genocidio” (Svampa 2019, 12), cabe
agregar, con base en lo expuesto hasta ahora, la dimensión de silencio y ocultamiento
de la continuidad entre tecnología, capitalismo y extractivismos,
pero también, de forma paradigmática, entre instrumentalidad, extracción y
conquista como destrucción socio-ecológica y política. De esta forma, ya se
trate del Congo para obtener cobalto y tungsteno, de Colombia para obtener oro,
o de México, Estados Unidos o Bolivia para obtener litio, para producir
componentes y dispositivos tecnológicos se requiere de la extracción y el
agotamiento de cuerpos humanos y no humanos y la destrucción de sus formas de
pensar, sentir y persistir en si mismos de manera
conjunta, de sus entornos; es decir, se requiere del control y la eliminación
de su forma de producir espacio y tiempo como acción política. Pese a ello, prevalecen
el silencio y el ocultamiento de los costos de la tecnología y de su necesaria
violencia hacia los cuerpos-espacios humanos y no humanos que quedan fuera de
cuadro y de mapa, localizados en “otras” partes del mundo o del país, de “lo
humano” y de la “Historia”.
Con base en tal silencio, ocultamiento y olvido, la tecnología
se enarbola como humanizante, incluso como
contestataria y antisistémica, mientras su desarrollo
económico se consolida como un camino progresivo natural, como producto del
ingenio y aprovechamiento de la naturaleza de las cosas y solución
incuestionable para alcanzar mejores estadios de vida; es decir, como
fundamentalmente apolítica. Y es que la expansión tecnológica, con su sello
distintivo en el avance de tecnologías digitales, se ha impuesto como una
necesidad de la vida diaria, pese al énfasis constante por parte de tendencias
académicas en el no determinismo tecnológico y en la posibilidad de democratizar
el diseño tecnológico. Esta necesidad obedece, desde su constitución
artefactual y de ensamblaje, a una dinámica más amplia que condiciona el
sostenimiento de la vida de individuos y grupos pero que rara vez es expuesta y
analizada en detenimiento, pues, como conquista, es una violencia productiva que
es más eficiente si es negada y su denuncia acallada.
Ahora bien, cabe agregar y enfatizar que el territorio en el que
opera la tecnología no es solamente aquél en el que se asume que es utilizado,
sino que, a partir del dinero y de los flujos y desplazamientos del
sistema-mundo, el territorio de la tecnología es una producción espacial “global”.
Acorde a ello, se puede leer el “logos” de la tecnología, en su distinción de tecné o de la
técnica, en el afán no sólo de sistematizar las distintas técnicas al servicio
de la industria (Stiegler, 1998: 2-3), sino en su
consistencia como reproducción de una lógica de conquista espacio-temporal y de
sus dinámicas de extracción y destrucción política. Esta lógica, en tanto se
distancia cada vez más de las condiciones favorables para la reproducción en
común, manifiesta esbozos de autonomía que aun así responden a una economía, un
régimen socio-ecológico y un régimen metafísico que le configuran en su
producción espacial. Se trata de un agregado al que algunos han llamado “tecnoesfera” (Haff, 2014) y que
no obedece de manera directa al control de individuos “humanos”, sino que
expresa de manera creciente el impulso de la economía que le constituyó
operativamente y el metabolismo que le permite crecer y expandirse (de manera
correlativa a los desarrollos en la llamada inteligencia artificial), a partir
del extractivismo y a distancia del sostenimiento de
una existencia compartida.
Capitalismo
Para abonar a lo desarrollado hasta ahora, cabe retomar algo que
señala Jason Moore (2011) al decir que “cada innovación que ha marcado época ha
[…] conjuntado productividad y despojo” y “han estado vinculadas a movimientos
de apropiación cada vez más dramáticos” (26). El éxito de tales “innovaciones”
depende de su funcionamiento al interior de regímenes ecológicos que a partir
de la expansión territorial amplían “las oportunidades para la apropiación de
naturaleza humana y extra-humana” (Moore, 2011, p.
26). Así como la tecnología reproduce un proyecto territorial cuya producción
espacial actualiza una lógica de conquista, es posible señalar que las
implicaciones de tal reproducción, en tanto distanciamiento y alteración de los
entramados (comunicacionales y nutricionales) que sostienen nuestra existencia
compartida, han sido analizados de manera enriquecedora a partir del concepto
de ruptura metabólica.
En el caso de Jason Moore, el concepto de ruptura metabólica
refiere al capitalismo y su dialéctica de coproducción socio-ecológica, en la
cual la destrucción ambiental es constitutiva y no una consecuencia del mismo
(2017, 2011). De tal manera que el capitalismo produce “Naturaleza” o
“naturaleza(s) barata(s)” que son valorizadas a partir de su mercantilización,
mientras que la acumulación se basa primordialmente en la extracción de valor
de dicha naturaleza y no en la creación de valor por medio del trabajo. Es
decir, el capitalismo depende de la apropiación de Naturaleza(s) Barata(s) y su
“trabajo no pagado” (Moore 2018, 242), pues obtiene ganancias no únicamente
basado en el incremento de la productividad laboral sino fundamentalmente a
partir de la apropiación de ecosistemas, de su riqueza, “trabajo” y “energía”,
los cuales no están mercantilmente valorados o monetizados y por eso se les
considera naturaleza “gratuita” o “barata” o “regalos gratuitos de la
naturaleza” en las cuentas del capital. Como señala Moore (2015), el trabajo no
pagado “es una lucha sobre las formas y relaciones del capital con la
reproducción social no monetizada (e.g. el ‘trabajo
doméstico’) y con el ‘trabajo de la naturaleza’” (6). En otras palabras, la
productividad laboral capitalista sólo puede incrementarse si recibe entradas
de fuera del sistema de valorización dineraria y si se apropia de modos de vida
humanos y no humanos no pagados y sólo valorados desde las premisas de un
mercado distante y ajeno.
En contraste con una noción de extractivismo
como “un tipo de extracción de recursos naturales, en gran volumen o alta
intensidad, y que están orientados esencialmente a ser exportados como materias
primas sin procesar, o con un procesamiento mínimo” (Gudynas 2015, 13), las
extracciones que sostienen al modelo capitalista dependen de lo supralocal
aunque no sea de exportación, pues parten de las distinciones entre el adentro
y el afuera de lo social y permiten extraer y destruir territorios dentro de
las fronteras nacionales aunque no se destinen a la exportación como materias
primas o poco procesadas. De esta manera, el capitalismo obtiene valor de la
extracción de espacios que desconoce. El desconocimiento y la destrucción
ecológico-políticas, y la extracción e instrumentalización de los seres, son
cruciales para lo expuesto aquí, como condición de posibilidad de los extractivismos en apego a las fronteras territoriales
delimitadas nacional o económicamente, las cuales, por su parte, ayudan a
comprender las dinámicas internacionales de inserción estatal en la economía
mundial.
Ahora bien, acorde a lo anterior, pero con un énfasis distinto, es
necesario señalar como soporte argumentativo del presente trabajo, que la
tecnología depende tanto de intercambios ecológicamente desiguales (Hornborg 2016, 2019), como de una operación metafísica de
instrumentalización. Los primeros se expresan de manera clara en los extractivismos y extracciones alrededor del mundo. La
última estaría presente cuando, en lo que se puede ver como una actualización
de la causa instrumental expuesta por Agamben (2015), Hornborg
(2016) habla de “conmensurabilidad económica” como la “presuposición de que
casi todos los valores son intercambiables”, ya que “es la vacuidad semiótica
del dinero de uso general lo que da cuenta de su completo desapego de los
referentes materiales y su apoyo a una conmensurabilidad generalizada”
(131-132).
Con lo anterior se deja ver que la relación entre dinero y
mercancía es arbitraria o, más bien, está desapegada de las condiciones
socio-ecológicas de reproducción, ya que la “propiedad fundamental [del dinero]
es asumir cualquier significado que su dueño le quiera dar” (39). De la misma
manera, la mercancía ocupa un lugar (in)determinado en tanto, conmensurable,
intercambiable y monetizable. En cierta consonancia,
Jason Moore (2011, 3-17) ha señalado que “el valor como proyecto
histórico-mundial presupone […] que toda naturaleza puede ser reducida a una
parte intercambiable”, operación que vuelve conmensurable lo diverso a partir
de su monetización-instrumentalización, para ingresarlo en los circuitos de
valorización del capital y de la producción de una “Naturaleza” cuyas partes
naturales son naturalmente instrumentales para una economía y su expansión por
medio de y para erigir complejos socio-tecnológicos cada vez más extensos.
Con base en lo anterior, es necesario plantear cómo para el
modelo capitalista, así como para la lógica de conquista y la operación
tecnológica que no se reducen a la caracterización usual del capitalismo, no
importa conocer a los seres que habitan en un entorno, el punto de partida para
aproximar ese entorno y esos seres es la posible instrumentalización de los
mismos para la expansión de su economía. Los modos de ser son reducidos en un
intento por estabilizar sus identidades en naturalezas apropiables, manipulables
e intercambiables como recursos y mercancías o componentes y partes
funcionales. A partir de ello, el espacio se impone como contenedor
indiferenciado, pues el primer punto de aproximación a la diversidad y
multiplicidad de seres que habitan los lugares a los que llega la conquista, es
la determinación metafísica y socio-económica y su expectativa de expansión.
No importa la diversidad que ya habita un territorio si hay una
directriz preestablecida económica, teológica y tecnológicamente por el mercado,
por la divinidad, por la humanidad o por una función, la cual dicta que hay que
volver redituable dicho entramado al producir un espacio simplificado para la
producción de aquello aislado que ya tiene valor preestablecido. Si el mercado,
Dios o una tarea histórica, demandan algo en específico, ese algo se procura
por encima de la diversidad que le sostiene, y su nutrición y crecimiento será
dictada por pautas y demandas distantes a esos ciclos de reproducción y
sostenibilidad. Como señala Moore (2018) para el capitalismo, pero que aplica
para todo modelo descorporizado, el impulso a avanzar
en productividad obliga a
establecer una temporalidad distinta a la de una reproducción
ecosistémica saludable (242). Ello, aunado a lo expuesto hasta ahora, permite
notar que la temporalidad capitalista fomenta
sistemáticamente el agotamiento de los
ecosistemas porque los desconoce. Lo que cabe agregar y enfatizar es que
tal temporalidad y desconocimiento ecológico corresponde a una disposición
metafísica y socio-ecológica que produce espacio a conquistar como contenedor
indiferenciado, en tanto que es incapaz de reconocer y respetar los múltiples modos
de ser que sostienen los espacios que invade y las condiciones existenciales
compartidas que destruye.
Conclusiones
La comprensión del espacio como producto de la acción política
permite considerar la participación política tanto “humana” como “no humana” de
aquellos que se reconocen y producen espacio. Lo político, sin agotarse en la
oposición amigo-enemigo, se perfila como aquel reconocimiento, dar cuenta y
sentir aquellos cuerpos que sostienen nuestro cuerpo y una existencia
compartida que no se agota en “lo humano” y que persiste en su pensamiento y
modo(s) de ser conjuntos. El espacio como producto de la acción política,
permite pensar una producción compartida, diferenciada en cuerpos, pero
continua en términos existenciales y en el pensamiento y deseo de perseverar
juntos, en contraste con una comprensión del
espacio, y sobre todo del espacio global, en tanto esfera ligada a una metáfora
tecnológica y, más aún, a una teología política, una teología económica y una
metafísica de la instrumentalidad que permea la producción de territorio de
manera velada.
La
noción de conquista, en tanto principio organizador que oculta su fundamento en
la violencia (Añón y Rufer 2018) y se desenvuelve como
proyecto territorial (Wolfe 2008), permitió analizar cómo la forma dominante de
producción de territorios, ligada a regímenes metafísicos y socio-ecológicos
con una fuerte consideración teológica e instrumental del espacio, reproduce y
oculta patrones de dominación, extracción, expansión y desconocimiento. Los silencios fundantes, como “maneras de hacer fracasar los
enunciados de otra historia posible, de otra temporalidad que no sea la que
convoca al estado y al capital” (Añón y Rufer 2018,
118), son también “la obturación de otros lenguajes de valoración del
territorio” (Svampa, 41) en tanto producción política
de espacio. Los seres para la conquista
valen en tanto apropiación y acumulación, se les excluye en tanto formas de vida,
pero se les incluye como instrumentos en economías ajenas, para lo cual deben
ser domesticados, asimilados, valorizados dinerariamente y eventualmente
exterminados como espacio y acción política.
En
tanto corporización del sistema-mundo, la tecnología
se construye y opera a partir de las desigualdades y extracciones que hacen
posible la continua expansión económica mundial. Para
producir componentes y dispositivos tecnológicos se requiere de la extracción y
el agotamiento de cuerpos humanos y no humanos y la destrucción de sus formas
de pensar, sentir y persistir en si mismos de manera
conjunta; es decir, requiere del control y la eliminación de su forma de
producir espacio y tiempo como acción política. Pese a ello y acorde a la
lógica de conquista que fundamenta su orden en la violencia mientras acalla su
mención, prevalecen el silencio y el ocultamiento de los costos de la
tecnología y de su necesaria violencia hacia los cuerpos-espacios humanos y no
humanos que decide desconocer. Así, aparece como reproducción, y a la
vez ocultamiento, de su proyecto territorial de conquista, ya que ha hecho cuerpo las formas de producción, reproducción y
destrucción espacial que no pueden dar cuenta de sus propias condiciones
existenciales mientras reproducen parámetros y fundamentos teológicos.
Con base en lo trabajado en este artículo, tecnología refiere,
por tanto, a los objetos, regímenes socio-ecológicos y regímenes metafísicos
específicos, situados geográfica, histórica y políticamente, que marcan la
continuidad e interdependencia entre tecnología, capitalismo y extractivismos, pero también, de forma paradigmática, entre
instrumentalidad, extracción y conquista como destrucción socio-ecológica y
política. La tecnología implica así una economía que desencadena diversos
procesos de extracción y destrucción espacial y política. Por ello, estos
procesos y la noción de instrumentalidad no han de restringirse o reducirse a
sistemas tecnológicos, capitalistas y extractivistas; tecnología, teología
(política y económica), instrumentalidad y conquista reproducen una
presuposición común: que los seres han de ser extraídos y apropiados en tanto
recursos o instrumentos acordes a una finalidad, función, tarea histórica u
origen que les ha de regir. Esta presuposición es válida aún en los intentos
por apropiar al planeta como un recurso para la supervivencia de una humanidad
descarnada.
Junto
con el capitalismo, en tanto economía política y ecología política, la
tecnología expande un proyecto territorial de conquista, una metafísica de
instrumentalidad y equivalencia económica de la diversidad, y las alteraciones
en los ciclos nutricionales y de reproducción de las condiciones existenciales
que sostienen nuestra vida compartida. La tecnología, en tanto exacerbación y
movilización de un proyecto territorial de conquista inacabado pero constante y
expansivo, desconoce y destruye las condiciones de sostenimiento de una
existencia compartida. La producción de territorio dominante y sus ensamblajes
tecnológicos son incapaces de sostenerse porque no reconocen su cuerpo
compartido en tanto político y en tanto producción de espacio y territorio. Así,
la tecnología incorpora y reproduce patrones de conquista (dominación,
extracción, expansión territorial y desconocimiento ecológico) que
imposibilitan la reproducción de la vida y las prácticas de sostenimiento de la
existencia compartida. Lo teológico, lo económico,
y lo tecnológico se sostienen de manera entreverada en una producción de
espacio dominante que termina por difuminar los límites entre espacios para la
extracción y espacios abastecidos, y por ello, se desconoce a sí mismo y atenta
contra aquello mismo que le constituye. Frente a este proyecto territorial de
conquista, otros cuerpos, humanos y no humanos, constitutivos del cuerpo
(incluyendo la alimentación) han de ser recuperados en su importancia política.
Es decir, deben regresar a la experiencia política, al dar cuenta de nuestras condiciones
compartidas de existencia y del necesario respeto y reconocimiento de nuestro entreveramiento constitutivo.
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