Eutopia. Revista de Desarrollo Económico Territorial  N.° 24, diciembre 2023, pp. 96-117

ISSN 13905708/e-ISSN 26028239

DOI: 10.17141/eutopia.24.2023.6077

 

 

Tecnología como proyecto territorial de conquista y espacio como producción política

Technology as territorial project of conquest and space as politically produced

 

Rodrigo Iván Liceaga Mendoza. Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Doctorado en Humanidades. rilm@protonmail.com

 

Recibido 20/09/2023. Aceptado 20/10/2023.

Publicado 27/12/2023

 

Resumen

El presente artículo busca analizar la lógica territorial incorporada en la tecnología para entender las implicaciones de su producción, uso y expansión para la práctica de otra convivialidad y de formas de vida sostenibles. Lo hace a partir de tender un puente entre ecología política, filosofía política, crítica poscolonial y aproximaciones críticas al medio ambiente y la tecnología, para así cuestionar presuposiciones antropocentristas, teológicas y económicas en la base de la construcción tecnológica. Con base en las nociones de espacio como producto de la acción política y de conquista como estructura y principio organizador, se plantea que la tecnología se presenta como exacerbación y movilización de un proyecto territorial de conquista, inacabado pero constante y expansivo, que desconoce y destruye las condiciones de sostenimiento de una existencia compartida.

Palabras clave: instrumentalidad, teología política, lo colonial, lo político, capitalismo, extractivismo, Naturaleza

 

Abstract

This article analyses the territorial logic embodied in technology to understand the implications of its production, use and expansion for the practice of an other conviviality and sustainable forms of life. Bridging political economy, political philosophy, postcolonial critique and critical approaches to technology and environment, the article questions anthropocentric, theological and economic assumptions at the basis of technological construction. Drawing on the notions of space as produced by political action and conquest as structure and organising principle, it is argued that technology presents itself as exacerbation and mobilisation of a territorial project of conquest, unfinished but constant and expansive, which ignores and destroys the sustaining conditions of a shared existence.

Keywords: instrumentality, political theology, the colonial, the political, capitalism, extractivism, Nature

 

Introducción

A la entrada del siglo XXI, se ha dado un cambio ligado a las dinámicas capitalistas de extracción de recursos a partir de megaproyectos extractivos (Svampa 2019, 39). Como señala Maristella Svampa (2019), en estos proyectos se puede notar el “despliegue de una visión dominante de la territorialidad que se presenta como excluyente de las existentes (o potencialmente existentes)” y está ligada a “una visión eficientista de los territorios, que considera a éstos como ‘socialmente vaciables’, en la medida en que contienen bienes valorizados por el capital” (40). Como afirma Svampa (2019):

Sea que se los conciba como territorios socialmente vaciables, ociosos, desiertos o vacíos, el resultado es similar: la desvalorización de otras formas productivas, la devaluación de las economías regionales, en fin, la obturación de otros lenguajes de valoración del territorio, vinculados a los sectores subalternos y crecientemente incompatibles con el modelo dominante (41).

A pesar de ello, es a partir de las luchas socioambientales que han buscado hacer frente a tal visión dominante de la territorialidad que “se han venido armando otros lenguajes de valoración del territorio, otros modos de construcción del vínculo con la naturaleza, otras narrativas de la madre tierra” (Svampa 2019, 118-119). Estos lenguajes, nos dice, “recrean un paradigma relacional basado en la reciprocidad, la complementariedad y el cuidado, que apuntan a otros modos de apropiación y diálogo de saberes, a otras formas de organización de la vida social” (Svampa 2019, 118). En línea con tales lenguajes y paradigma relacional, el presente artículo busca analizar la lógica territorial incorporada en la tecnología para entender las implicaciones de su producción, uso y expansión para la construcción de otra convivialidad y de modos de vida sostenibles no-instrumentalmente. Pero lo hace atendiendo a la preocupación de Svampa cuando expresa que “como hijos de la modernidad o vástagos colonizados por ella, nos hemos vinculado a la naturaleza a partir de una episteme antropocéntrica y androcéntrica, cuya persistencia y repetición, lejos de conducirnos a una solución de la crisis [antropocénica], se ha convertido finalmente en una parte importante del problema” (Svampa 2019, 115).

El presente trabajo tiende un puente entre ecología política, filosofía política, crítica poscolonial y aproximaciones críticas al medio ambiente y la tecnología. Con base en las nociones de espacio como producto de la acción política (Latour 2017; Schmitt 2000) y de conquista como estructura y principio organizador de la historia moderna (Añón y Rufer 2018), el presente busca aproximar y profundizar en la constitución material de la tecnología como fenómeno agregado, supralocal y globalizador. El argumento central del trabajo es que la lógica territorial incorporada (y corporizada) en la tecnología está constituida a partir de patrones de dominación y violencia colonial hacia humanos y no humanos, lo que implica extractivismo y destrucción de las condiciones de reproducción y sostenimiento de la existencia compartida.

La primera parte del artículo retoma la propuesta de politización de la ecología de Bruno Latour (2017) y su noción de espacio basada en la perspectiva de Carl Schmitt (1993, 2000, 2003). Con ello, se profundiza en una comprensión del espacio como producto de la acción política y en su contraste con aquella de espacio en tanto escenario inmóvil, previamente dado y determinado, de la acción humana y teológica. El argumento es que el espacio, en tanto producto de la acción política, se constituye a partir de modos de ser diversos tanto “humanos” como “no humanos”, en contraste con una comprensión del espacio, y sobre todo del espacio global, en tanto esfera ligada a una metáfora tecnológica y, más aún, a una teología política, una teología económica y una metafísica de la instrumentalidad que permea la producción de territorio de manera velada. La segunda parte del artículo aborda la noción de conquista (Añón y Rufer 2018), en tanto principio organizador que oculta su fundamento en la violencia, y resalta su desenvolvimiento como proyecto territorial (Wolfe 2008). El planteamiento es que la forma hegemónica de producción de territorios, ligada a regímenes metafísicos y socio-ecológicos con una fuerte consideración teológica e instrumental del espacio, reproduce y oculta patrones de dominación, expansión y desconocimiento. A partir de ello, se plantea que la extracción de “recursos” intentó movilizar una diferenciación territorial entre espacios para la apropiación y el saqueo, o espacios de extracción, y espacios que incorporan lo apropiado, o espacios extractivos.

La tercera parte del artículo aborda a la tecnología como fenómeno agregado y mundial, en tanto incorporación de un sistema-mundo cuyos intercambios ecológicamente desiguales la hacen material y operativamente posible (Hornborg 2019). Es decir, se aborda cómo las lógicas extractivas movilizan los intercambios desiguales que sostienen la construcción y mantenimiento de los entramados y artefactos tecnológicos. El argumento es que la tecnología en tanto corporización del sistema-mundo es posible gracias al extractivismo y a las desigualdades que le sostienen a la vez que hace posible su continua expansión mundial al ser reproducción, y a la vez ocultamiento, de su proyecto territorial de conquista. La cuarta y última parte del artículo aborda al capitalismo en tanto economía política y ecología política para establecer un vínculo analítico entre el proyecto territorial de conquista que expande la tecnología, junto con su metafísica de instrumentalidad y equivalencia económica de la diversidad, y el extractivismo y las alteraciones en los ciclos nutricionales y de reproducción de las condiciones existenciales que sostienen nuestra vida compartida. El argumento es que la tecnología incorpora patrones de conquista (dominación, extracción, expansión territorial y desconocimiento ecológico) que imposibilitan la reproducción de la vida y las prácticas de sostenimiento de la existencia compartida.

Politizar la ecología: el espacio como producto de la acción política

Carl Schmitt (1993) definió el término nomos como un “concepto total” que refiere al “orden concreto y la organización concreta de una comunidad” (55, traducción del autor): “Nomos es la forma inmediata en que el orden político y social de un pueblo se vuelve espacialmente visible” (Schmitt 2003, 70, traducción del autor). Como “expresión inmediata de un orden”, nomos “es la unidad de un orden espacial (Ordnung) y la orientación (Ortung) de una comunidad particular” (Ojakangas 2007, 214, traducción del autor). Con base en tal noción y en un esfuerzo por “politizar” la ecología, Bruno Latour (2017) ha hecho notar que, con el término nomos, Schmitt “está buscando un término que pueda dignificar adecuadamente un concepto que permitiría a sus lectores situarse en un punto previo a la invención de la distinción naturaleza/política” y previo “a la invención del territorio concebido como un espacio transparente que un soberano podría contemplar desde la ventana de su palacio” (231-234, traducción del autor). Latour (2017) explica cómo para Schmitt “la res extensa no es un espacio en el cual la política está situada — el escenario [background] del mapa de toda geopolítica — sino, más bien, algo que es generado por la acción política misma auxiliada por su instrumentación tecnológica” (231).

Bajo esta luz, “Schmitt no está tratando de agregar el sentido de espacio de la ‘experiencia’ al espacio ‘objetivo’… sino, más bien, de generar tantos otros espacios, en plural, como situaciones políticas y tecnologías concretas hay” (Latour 2017, 231). En pocas palabras, Latour (2017) refiere que “al territorio concebido como un espacio, un contenedor indiferenciado, [Schmitt] contrasta los territorios concebidos como lugares, diferenciando contenidos” (232, énfasis en el original). La Tierra, en contraste con el Globo, implica para Schmitt “múltiples instancias de territorialización, algunas de las cuales podrían implicar provisionalmente relaciones particulares de espaciamiento [spacing]” (Latour 2017, 232, énfasis en el original). En continuidad con lo anterior, para Latour (2017), el término schmittiano de nomos es cercano en su orientación a su propia propuesta de “redistribución de agencia”, o cosmograma, cuyo “rol es volver a los colectivos comparables una vez más” a partir de hacer notar cómo diferentes colectivos distribuyen agencias en sus producciones espaciales (235). Con ello, tanto Latour como Schmitt ofrecen líneas para repensar la idea de espacio y de lo político, pero también para notar sus limitaciones, sobre todo en lo referente a lo tecnológico.

De acuerdo con Latour (2017), en tiempos caracterizados como Antropoceno, Capitaloceno o Plantacionceno, nosotros encontramos, cada vez más, “enemistad”, en tanto “’negación existencial’ de otro ser”, en “todos lados”, sin una tercera persona o Naturaleza que pueda servir como autoridad neutral (237). La negación sobre la existencia de otros seres, y la potencial negación de la nuestra a cambio, implica “’la posibilidad real’ de hostilidades” (Latour, 2017, 238). Latour lleva la negación existencial a las crisis ecológicas para visibilizar el grado de hostilidad hacia otros seres no humanos y con ello hacia nosotros mismos, pues aquellos no humanos son agentes que sostienen nuestra existencia. Latour llama así a hacer notar la negación de esos seres que nos sostienen, pero también llama a dar cuenta de aquellos que están atentando contra nuestra existencia compartida: hostis. Y es que se podría decir que para Schmitt (1998), lo político se hace sensible en un evento caracterizado por la distinción amigo-enemigo, “un enemigo es cualquiera que me ponga en entredicho” (217), “la más extrema intensificación de otredad”— hostis (Schmitt 1992, 38), que, sin embargo, es contingente y concreta.

El encuentro con el enemigo es “un evento—un evento doble de aparición y reconocimiento” en el que la identidad colectiva de los amigos se hace sentir: “es el enemigo el que saca a relucir [brings about] la ‘afinidad existencial’ de aquellos que “viven juntos” (Schmitt en Ojakangas 2007, 212, énfasis en el original). De manera acorde, la unidad política surge como “el grado más intenso de unidad, a partir del cual, por tanto, la más intensa diferenciación, agrupación en amigo y enemigo, es decidida”; se trata de “la unidad suprema […] porque decide y puede, dentro de ella misma, prevenir que todos los otros grupos opuestos se disocien al punto extremo de la hostilidad” (Schmitt 2000, 307, traducción del autor). Como se puede apreciar, lo político y la unidad política se hacen sensibles, en Schmitt, a partir de la negación existencial por parte del otro, lo que no implica que se dé dicha negación de manera previa a la afinidad existencial: dentro de la unidad suprema se decide y se previene la disociación y la hostilidad.

El espacio como lugar, se podría decir ahora basado en y aventurando la lectura del nomos, puede ser entendida como generada por la acción política ya que implica dar cuenta de manera colectiva de la afinidad y producción compartida de sus soportes existenciales e incluso sus diferenciaciones que no llegan a ser hostilidad. En el caso del hostis, “la más extrema intensificación de otredad” (Schmitt 1993, 38) saca a relucir el más intenso sentido de existencia colectiva. En el sentido que Latour recupera para el trabajo de Schmitt, son las agencias distribuidas, que podemos decir, además, son múltiples y diferenciadas, las que producen el espacio. En relación con la noción de enemistad (o de hostilidad), el dar cuenta de la negación existencial por parte del otro, es decir, del orden y orientación, ser y lugar colectivos propios, conlleva hostilidad, violencia y/o conflictos por el impulso de persistir en su colectividad y condiciones de sostenimiento existencial.

Esta comprensión del espacio como producto de la acción política permite ahora, para efectos de este trabajo y llevando un poco más lejos la lectura de Latour, considerar la participación política tanto “humana” como “no humana” de aquellos que se reconocen y producen espacio. Lo político, sin agotarse en la oposición amigo-enemigo y ahora, incluso, recuperando la perspectiva de amistad en tanto “con-sentimiento”—los amigos sienten juntos y reconocen su existencia compartida (Agamben 2009, 32-33)–se perfila como aquel reconocimiento, dar cuenta y sentir de una existencia compartida que no se agota en “lo humano”. De esta manera, es posible suscribir que “ético —y político— es el sujeto que es constituido [en relación con uno o más cuerpos], el sujeto que testifica de la afección que recibe en tanto que está en relación con un cuerpo” (Agamben 2015, 29). De esta manera, lo político aparece como un reconocimiento, un con-sentir, un dar cuenta de y sentir aquellos cuerpos que sostienen nuestro cuerpo y nuestra existencia compartida y un persistir en dicho pensamiento y modo(s) de ser. El espacio como producto de la acción política, por tanto, permite aquí pensar y sentir el lugar que habitamos como producción compartida, diferenciada en cuerpos, pero continua en términos existenciales y en el pensamiento y deseo de perseverar juntos.

Retomando la distinción entre “territorio concebido como un espacio, un contenedor indiferenciado” y “los territorios concebidos como lugares, diferenciando contenidos”, se puede intentar clarificar y aportar a la perspectiva de Latour (2017, 232) al señalar que dicha oposición analítica sirve también para diferenciar una producción de espacio dominante, aquella como contenedor indiferenciado, que corresponde, dirían muchos, a la lógica expansiva y extractiva del capital y a la visión instrumentalista de la naturaleza, pero que, se argumenta aquí, no se agota en ellas. Lo anterior debido a que, en última instancia, lo político como reconocimiento y persistencia en la existencia colectiva, va de la mano de una producción espacial de “lugares, diferenciando contenidos”, en tanto que se trata de una postura ético-política. Ello implica, de cierta manera, que el espacio como “contenedor indiferenciado” obedezca a un proyecto y una acción política, por decirlo así y como se verá más adelante, distante, que, como economía, opera a la distancia y, por ello, olvida (desconoce) crecientemente sus soportes existenciales compartidos.

Lo anterior es evidente en el caso del extractivismo como modo de apropiación, antes que como modo de producción (Gudynas, 2015) y como diferenciación y jerarquización de territorios (Machado Aráoz 2013). El territorio del que se extraen recursos es como un contenedor indiferenciado de recursos determinados por una economía ajena que rompe el espacio en tanto producción política de dicho territorio, apropia sus cuerpos en tanto recursos y los instrumentaliza para el beneficio de aquella otra producción espacial cuya acción política es velada. Ahora bien, lo que esto implica, y esta es una línea conductora y argumentativa del presente artículo, es que la producción dominante de espacio y las extracciones que implica, no sólo son una modalidad de acumulación o un modo de apropiación económica, sino, ante todo, una forma de destrucción política y ecológica. Dicha forma de destrucción, como se verá adelante, opera a partir de pautas de dominación, apropiación e instrumentalización que buscan determinar sus relaciones socio-naturales y que pasan fácilmente desapercibidas gracias a su ocultamiento mediante presuposiciones sobre el espacio, la tecnología, el desarrollo, lo humano y la política. Por ello, es necesario discernir dichas presuposiciones, las mismas que estarían presentes en los esfuerzos mejor intencionados por “salvar” al planeta y a “la humanidad” en medio de crisis y transformaciones ecológicas.

Acorde a lo anterior y en contraposición analítica a la lectura schmittiana de espacio, resulta útil retomar una vz más a Latour (2017) cuando habla de la concepción de la Tierra como un globo o esfera. Ésta puede ser vista en su totalidad desde ningún lado y obedece, nos dice, a una metáfora tecnológica que resulta inadecuada para comprender el espacio como lugar que habitamos y producimos. Se trata de la Tierra como objeto de administración a partir del gobierno del denominado cambio climático para garantizar condiciones existenciales para las futuras generaciones humanas. Se puede decir que se trata de la noción de que el planeta está constituido de partes que le permiten cumplir su función de sostener la vida humana. De esta manera, en términos “metafóricos”, la producción dominante de espacio, como contenedor indiferenciado para la extracción, se vincula con una perspectiva tecnológica que concibe partes funcionales de una economía y tarea histórica antropocentristas.

Como indica Latour (2017), “tan pronto como imaginas partes que ‘cumplen una función’ dentro de un todo, estás inevitablemente limitado a imaginar, también, a un ingeniero que procede a hacerlas funcionar juntas” (96). Sólo a partir de una aproximación tecnológica es posible, nos dice, distinguir “entre las partes y el todo”, de la misma manera que “el acto tecnológico” implica una “marca [blueprint]” que “anticipa los roles que jugarán los elementos en relación con una meta” (Latour 2017, 96). La metáfora tecnológica, señala, se puede aplicar a cualquier cosa al imaginar que “sus funciones ‘obedecen’ a un diagrama” y ha servido de mucho a la biología, pero no se puede aplicar a la Tierra en su totalidad (Latour 2017, 96). Más aún, el autor nos dice que la metáfora del organismo “no tiene sentido a esta escala, a menos que imaginemos un Ingeniero General, un disfraz muy torpe para la Providencia, capaz de dar a cada uno de estos actores agencia para el mayor bien de todos” (Latour 2017, 96).

Con base en lo anterior, Latour (2017) afirma que las metáforas tecnológicas no se pueden aplicar a la Tierra ya que ésta no fue fabricada, no hay un actor principal que la mantenga ni que la dirija, no implica un ingeniero trabajando, un relojero divino, o una concepción holística que le sostenga. La Tierra tiene una historia, pero es una historia de múltiples agencias que habitan espacios intermedios e indefinidos. El planeta, o más bien la zona que habitamos (Gaia), no es un organismo y no se puede dar cuenta de sus condiciones de reproducción y sostenimiento de nuestra vida a partir de un modelo tecnológico o religioso, “puede que tenga un orden, pero no tiene jerarquía; no está ordenada por niveles; no está desordenada, tampoco” (Latour 2017, 106). Más bien, señala, “todos los efectos de escala resultan de la expansión de un agente particularmente oportunista haciéndose de oportunidades para desarrollarse en cuanto se le presentan” (Latour 2017, 106). Si bien por ahora no cabe profundizar en la propuesta de Latour (2017) sobre distribución de agencias y el desenvolvimiento de una estética de la sensibilidad, cabe resaltar que la Tierra para él no es un todo unificado, un sistema apropiable y calculable que pueda ser controlado frente a las transformaciones ecológicas actuales. El espacio en el que vivimos se extiende tanto como nosotros lo hacemos y nosotros duramos tanto como aquellos seres que nos hacen respirar (Latour 2017, 106) y, cabe agregar, que nos nutren y con los que crecemos juntos. Con base en ello, es posible señalar que, hoy día, no damos cuenta de aquellos seres y conspiramos contra el mismo espacio que vivimos y nos sostiene.

Ahora bien, aun cuando las metáforas tecnológicas y religiosas han mostrado para Latour su insuficiencia tanto política como analítica, ello no implica que no estén presentes en las mismas formas de producción espacial que Latour busca aproximar y en la biología para la cual el autor reconoce que ha sido útil. Ya la lectura schmittiana (1993) sobre la teología política que subyace a los intentos de secularización de las instituciones de administración pública (y privada) moderna daba pistas sobre ello: los conceptos políticos modernos operan como conceptos teológicos secularizados. A lo que se suma la lectura de Giorgio Agamben (2011) sobre el poder en las sociedades occidentalizadas, el cual “ha asumido la forma de una oikonomia” o “gobierno de los hombres”, misma que replica la fisura de la teología cristiana entre Ser (Uno, divino y trascendental) y praxis (manifestaciones prácticas en la santísima trinidad y ejercicio inmanente de administración de los asuntos mundanos); es decir, entre una ontología (soberanía) y una economía, cuya relación funcional expresa la operación de un poder económico que no tiene fundamento sustancial.

El concepto mismo de economía tiene un sedimento teológico persistente, en el que el creador de todo opera el universo de acuerdo con un plan que sólo puede ser conocido por él mismo (ausente de fundamento) pero que gobierna a todos los seres. Los intentos por administrar las transformaciones planetarias, en tanto cambio climático global, no dejan de lado las presuposiciones tecnológicas y teológicas. Peor aún, resulta enriquecedor agregar a los aportes de Latour y de Schmitt, una consideración del extractivismo que opera en el denominado sur global, justificado por nociones de desarrollo económico y progreso, determinado como modalidad de acumulación por demandas exteriores (Acosta 2012) y estructural al capitalismo (Machado Aráoz 2013), así como también de las variadas formas de extracción al interior de fronteras nacionales que, sin destino de exportación, rompen los espacios en tanto producciones políticas para abastecer a aquellos otros espacios de acción política velada y excluyente. El extractivismo, como veremos, pretende ocultar el vacío político y desconocimieto que subyace también a dichos espacios abastecidos a partir de la extracción, la apropiación y la instrumentalización. Es decir, se trata de una economía dominante de fundamento compartido ausente, que extrae e instrumentaliza sin poder pensar y sentir el lugar que habita como producción compartida, diferenciada en cuerpos, pero continua en términos existenciales y en el pensamiento y deseo de perseverar juntos. Así, aquellos que buscan administrar el planeta, incluso para savarlo de las crisis ecológicas, sin dar cuenta, pensar y sentir los cuerpos que les constituyen en tanto cuerpo y espacio producido conjuntamente, replican formas de dominación y extracción que sostienen aquello que buscan combatir. Se buscan erigir, sin darse cuenta, en creadores con un plan y economía universales que no modifican sus formas de hacer, sentir y pensar su existencia compartida y la siguen reduciendo a una existencia instrumental a una economía transcendental.

Por lo anterior, dentro de esta lectura teológica cabe aproximar la causalidad instrumental ligada a la tecnología y a una dinámica dominante de producción de espacios en tanto territorios a gobernar, como contenedores indiferenciados de partes intercambiables que son funcionales dentro de un designio y obra trascendentales a ellas mismas.  Así, cuando Giorgio Agamben (2015) refiere su análisis de la noción de instrumentalidad a las teorías medievales de una “causalidad instrumental”, no sólo plantea una genealogía de la misma, sino que brinda la oportunidad de comprender las formas teológicas, y de producción de naturaleza humana y no humana, vigentes en la producción tecnológica. Agamben (2015) retoma la teorización de los teólogos medievales sobre “causalidad instrumental” (instrumentalis) como un “tipo especial de causa eficiente”; es decir, como un tipo especial de agente o estímulo que da partida o lugar a un proceso (70). Como nos dice el filósofo, Santo Tomás de Aquino teorizó la causalidad instrumental dentro de la teología católica, con la particularidad de reconocer cierto tipo de autonomía e “indiferencia” al instrumento con respecto a la causa final, pero afirmando que la operación de dicho instrumento es fundamental para lograr aquella causa final o acción del agente principal (Agamben 2015, 72).

Es decir, se trata de un instrumento que, en su autonomía, en su ser como supuestamente es, en su supuesta inmanencia, sirve a otro actor y la causa principal de este último. En la Summa Teológica, nos dice Agamben (2015), Aquino describe “una operación a manera de dispositivo... una operación que, de acuerdo a su propia ley, lleva a cabo un nivel que parece trascenderle pero que es en realidad inmanente a él, justo como, en la economía de la salvación, Cristo trabaja a manera de dispositivo – eso es, de acuerdo con una ‘economía’ – la redención de la humanidad” (Agamben, 2015, 72). Al tiempo que la elaboración de la causa instrumental da cuenta de un orden inmanente, una economía, en la cual el instrumento permanece “indiferente”, el “misterio” de la economía divina, también constituye al mismo instrumento como fundamental para la causa principal. Por ello, nos dice Agamben (2015), ”lo que parece definir a la causa instrumental es su indiferencia con respecto al fin que la causa principal [o actor principal] persigue”, “el instrumento ‘no sabe nada’ del producto final o la causa final pero es fundamental para ello” (73-74). Lo que cabría agregar a esta lectura agambeniana es que el rasgo distintivo de lo instrumental con respecto a una economía divina —su ignorancia—, es, en términos de economía-mundo, ignorancia respecto de la operación y los fines que determinan su actuar, pero también de las propias condiciones de existencia, de los cuerpos constitutivos. Desde esta perspectiva, no habría de sorprender que las acciones climáticas no tengan resonancia colectiva entre instrumentos, humanos y no-humanos, que desconocen tanto el fin que se persigue como la existencia conjunta que habrían de procurar.

Pese a que los instrumentos son indiferentes y “no saben nada”, son objeto del gobierno y economía generales en que se les define y en que se inscriben “naturalmente”. Los seres que se producen como instrumentos son parte de, por así decirlo, la creación, y son gobernados y manipulados, lo que aplica tanto para la teología cristiana como para la ingeniería moderna y la administración pública de las crisis ecológicas. Estas últimas ven actos creadores en el ensamblaje de tecnologías de acuerdo a la supuesta naturaleza de sus partes y deciden ignorar la imposición de formas y operaciones que ejercen sobre otros seres, a los cuales reducen a naturaleza manipulable que sólo vale en tanto es utilizada para fines ajenos a ellos. El instrumento ha sido diseñado por el actor principal, pero ese designio (divino) se toma como si fuera su propia naturaleza. La autonomía del instrumento ha sido diseñada, por lo cual emerge de algo ajeno que le construye, da forma y vuelve operativo, le hace trabajar a la distancia, de acuerdo a una causa principal que el instrumento desconoce pero que le asimila como parte de una economía general. Ahora bien, como aportación del presente artículo, cabe subrayar que este movimiento de instrumentalización depende de un movimiento aparejado tanto de ruptura del espacio producido políticamente por cuerpos humanos y no humanos, como de producción de territorio para la extracción de dichos cuerpos. Lo que en términos de una economía-mundo, como se profundizará más adelante, es una instrumentalización que, para reproducirse. depende de extracciones y de extractivismo como destrucción política.

Acorde a lo anterior, Agamben (1998) escribe sobre el Ordnung y Ortung de Schmitt y afirma que el ordenamiento del espacio, podemos decir, en la tradición occidental, implica siempre un ordenamiento del afuera, de aquello que se incluye a partir de su exclusión. Con base en ello es posible agregar que, en nuestras sociedades, se incluye instrumentalmente a los cuerpos en una economía que les excluye, que les desconoce políticamente en tanto sentir, pensamiento conjunto y producción espacial de la que fueron extraídos. Lo que resta considerar es la fuerza, la violencia que llama y se impone sobre otros seres para extraerles y volverles instrumentales a una economía general, hoy economía mundial, que desconocen y que les desconoce en su modo de ser pero que aun así les inscribe como recursos y territorios a dominar, extraer e instrumentalizar.

Conquista como principio organizador

Para esclarecer los patrones de dominación que se reproducen en la producción territorial incorporada en la tecnología es preciso pensar ahora la noción de conquista. El presente apartado busca tejer un puente entre el “trabajo pos-colonial de la memoria”, en tanto “tarea de conexión, de comprender a partir de aquello cuya asociación ha sido impedida” (Añón y Rufer, 2018: 119) y la propuesta de “politizar” la ecología en tanto dar cuenta de manera amplia de todo aquello que nos hace posibles. Es decir, se busca mostrar cómo aquella “tarea de conexión, de comprender a partir de aquello cuya asociación ha sido impedida” (Añón y Rufer 2018, 119), en este caso y por decirlo así, el correlato espacial y político (teológico, instrumental y extractivo) de la tecnología, es indispensable para dar cuenta y comprender los entramados que sostienen nuestra existencia. Este apartado orientará dicho puente a mostrar cómo para politizar la ecología o dar cuenta de la multiplicidad de entramados que sostienen nuestra existencia, es necesario comprender la tecnología y sus formas de producción de territorio a partir de la lógica de conquista y de otras asociaciones que han sido veladas.

Valeria Añón y Mario Rufer (2018, 121-122) han propuesto pensar la noción de conquista no como un “episodio del fenómeno colonial (en cualquiera de sus casos) sino como el principio organizador, estructurador de la historia moderna –pero, al mismo tiempo, silenciado por ella”. Se trata de la conquista entendida entonces como “forma trans-histórica de dominación” y “principio organizador” que implica represión e interdicción de su violencia (Añón y Rufer 2018, 121). O también, “el olvido de la colonialidad necesario y funcional a la configuración del Estado nación, es decir, de las sociedades poscoloniales (o neocoloniales) en América latina” (Añón y Rufer 2018, 114). Es, por tanto, una noción de conquista que, en su caso, busca hablar “lo no narrado intencionalmente, por elección o como consecuencia de llevar a cabo nuestra tarea de investigación inmersos en una lógica silenciadora, sin criticarla” (Añón y Rufer 2018, 114). Para ello, los autores proponen pensar la continuidad de la presencia de la colonia “como una labor de conexión de elementos”, a partir de una noción de estructura que va de la mano con lo que llaman “un tipo de imaginación de conexión paradigmática, que permita comprender la simultaneidad de factores que operan” (Añón y Rufer 2018, 117-126). En este caso, para hablar de tecnología y de la producción territorial que la sostiene y que ella misma reproduce, es necesario halar de la violencia a partir de la cual se construye y reproduce esa misma tecnología, violencia que siempre se busca ocultar. Para recordar y reconocer la conquista, en tanto violencia que organiza lo tecnológico, es necesario un ejercicio de conexión paradigmática.

La lectura de Valeria Añón y Mario Rufer (2018) está basada en la aproximación de Patrick Wolfe (2008, 103) al colonialismo de asentamiento: ahí donde “los colonizadores de asentamiento han llegado a quedarse—la invasión es una estructura, no un evento”. Desde la perspectiva de Wolfe (2008), la “eliminación” de las sociedades nativas se ha desplegado como “principio organizador” del colonialismo de asentamiento ya que se trata en primera y última instancia de “un proyecto territorial” con una lógica estructural de exterminio, ya sea por medio de la asimilación o incorporación, o por medio de la destrucción directa (103-106). Aquí cabe agregar que, retomando la noción de espacio como producto de la acción política, las sociedades nativas a eliminar no son sólo poblaciones humanas, sino el conjunto del entramado de modos de vida que habitan en común a partir de la reproducción de prácticas que sostienen su existencia y que ponen en entredicho a la lógica colonial de conquista. Esta última entendida también como un deseo de completud partir del gobierno de los seres y de la dominación, la apropiación y la destrucción de la diferencia.

Con base en lo anterior, pese a que Añón y Rufer (2018) enfatizan que no están “pensando en la lógica de exterminio como un proyecto colonial de asentamiento, sino en la lógica de conquista como una frontera re-editable en la larga duración (y como el exterminio, nunca nombrable)” (126), es posible y necesario retomar el carácter espacial no sólo del asentamiento colonial, sino también de la colonialidad y de la conquista como frontera re-editable, en tanto re-ediciones de un proyecto territorial de eliminación. Es decir, en tiempos de crisis ecológicas en las que se juega la reproducción de nuestros modos de vida, la lógica de exterminio parece estar vigente a pesar de los ocultamientos y matices que las líneas y patrones de dominación han buscado imponer. Como se profundizará más adelante para el caso de la tecnología, la conquista comprende tanto al proyecto colonial de asentamiento como a la colonialidad, la economía mundial y sus manifestaciones locales que, pese a matizar sus formas, siguen actualizando la ocupación, apropiación y disposición de recursos a la distancia espacial y política, así como la eliminación de modos de vida y producción espacial que le pongan en entredicho. De esta manera, se sigue actualizando la conquista en toda economía de extracciones y de extractivismo, no sólo como modo de apropiación, producción económica o modelo de desarrollo o de producción, sino, fundamentalmente, como forma de extermino, en tanto destrucción política, ética y ecológica, como invasión e imposición de una forma de producir espacios descorporizados e instrumentales.

Como señala Wolfe (2008), en tanto estructura, la lógica colonial de asentamiento es indisociable de “la complejidad estructural del sistema global, reconciliando las motivaciones individuales con los imperativos más amplios del estado y la expansión capitalista”, pero también, su discurso, en tanto estructura, es continuo en el tiempo (104). Por ello, y ampliando esta operación estructural a la lógica de conquista, se puede señalar que la elaboración colonial produce ocultamientos que dan continuidad discursiva y espacial, por decirlo así, a la producción de cuerpos-espacios, al hilvanar historiografía con expansión-dominación-extractivismo territorial y exterminio de modos de vida no afines. Se trata de una forma de dominación y violencia que persiste y estructura, pero de la cual no se habla. Esta noción de conquista, en tanto principio organizador que oculta su fundamento en la violencia, permite dar cuenta en el siguiente apartado de una forma dominante de producción de territorios que es operativizada y potencializada en su corporización tecnológica. Lógica territorial ligada a la cotidianeidad de regímenes metafísicos y socio-ecológicos cargados de una comprensión teológica e instrumental del espacio y que reproducen y ocultan patrones de dominación, expansión y desconocimiento. El territorio a dominar y sus poblaciones a apropiar, extraer, instrumentalizar y eliminar, son ignoradas en tanto modos de vida, pues sólo son inteligibles a partir de regímenes metafísicos y socio-ecológicos de fuerte carga teológica y económica y de sus formas de valorización, que al no saber sentir ni escuchar el “afuera” de su ordenamiento y apegarse al misterio (y arbitrariedad) de esa misma economía, oscurecen, tanto lógica como ética y sensiblemente aquello que no comprenden y la violencia que ejercen en su contra.

Si retomamos la propuesta de Latour (2017) y su lectura de Schmitt, se puede decir que, actualizando ciertas elaboraciones teológicas, el mundo es producido como espacio “objetivo”, como creación gobernada dentro de una economía que se oculta a sí misma y cuyos fines son inciertos. Con la aportación de la noción de conquista y el reconocimiento de una lógica estructural de exterminio, se hace notar ahora que se trata en primera y última instancia de un “proyecto territorial” de eliminación política. La conquista es indisociable de una producción específica de territorios. La distinción entre espacio como contenedor indiferenciado, que, podemos decir, es objeto de creación, gobierno, manipulación e instrumentalización, por un lado, y lugares, con diferenciación de contenidos y reconocimiento de agencias compartidas, por el otro, es esclarecedora del modo específico en que a partir de una lógica de conquista se producen espacio y territorio. Se trata de una producción de espacio como contenedor de objetos manipulables y de territorio políticamente vacío para ocupar, extraer y dominar, incluso para “crear” a partir de una subjetividad privilegiada y superior. Las formas de vida que ya habitan y, más aún, constituyen y producen el espacio que el colonizador invade, no son reconocidas por este último, no figuran en el espacio que conoce y produce, su mapa presenta un escenario que refleja sólo sus presuposiciones de naturaleza a la luz de su tarea histórica o apetito de conquista y deseo de completud. Este espacio y proyecto territorial se refleja no sólo en las crisis ecológicas, sino, como se verá, también en los artefactos tecnológicos que son indisociables de las últimas.

Tecnología

La exclusión y violencia hacia los modos de vida y hacia el conocimiento y sensibilidad de existencias conjuntas, junto con su carácter de innombrables, sigue vigente hoy día en las crisis ecológicas y, como se abordará a continuación, en la operación tecnológica. De esta manera, la forma hegemónica de producción de territorios, ligada a regímenes metafísicos y socio-ecológicos con fuertes cargas teológicas y economicistas y una práctica extractiva e instrumental del espacio, reproduce formas coloniales de violencia y oculta patrones de dominación, expansión y desconocimiento en la tecnología y por medio de la tecnología. Si bien es común que se entienda como tecnología a cualquier implemento o herramienta que se utiliza para conseguir algún fin, desde el siglo XX, se ha denominado comúnmente tecnología a la supuesta aplicación del conocimiento científico a tareas prácticas.

De forma general, se piensa que las innovaciones tecnológicas son simple producto de la aplicación de los descubrimientos sobre la naturaleza de las cosas. Sin embargo, Alf Hornborg (2019) ha argumentado que los ensamblajes y artefactos tecnológicos dependen, en primera instancia, de flujos asimétricos de recursos y de dinero, por lo cual constituyen en sí mismos “estrategias sociales para la redistribución de recursos biofísicos y obtención de ganancias… en el sistema mundo” (116-117). Para Hornborg (2019), dichos artefactos tecnológicos “presuponen” y “encarna[n] patrones específicos de organización social en un nivel global” (99) y para comprenderlos se debe dar cuenta de “las relaciones de intercambio en el mercado global” que distribuyen los recursos materiales que son “requisito para que la tecnología exista” (97). De manera general, su análisis busca reconocer y entender “cómo el fenómeno agregado de la tecnología opera como un sistema sociomaterial para la organización y reproducción del poder y las desigualdades en la sociedad global” (Hornborg, 2019: 110).

Con base en tal aproximación y en el uso de la categoría misma de tecnología, en el presente trabajo se sitúa y distingue a la tecnología, con respecto a las herramientas, las técnicas y los implementos, primero, en tanto artefactos y ensamblajes que son construidos y mantenidos en operación a partir de los intercambios supralocales del sistema mundo, y segundo, a partir del uso más estable de la categoría, el cual acompañó a la industrialización capitalista y su interés por sistematizar y movilizar diferentes técnicas, herramientas e implementos al servicio de su proceso de producción/apropiación, extracción y expansión (Stiegler 1996). Con ello, se enfatiza que tecnología no refiere aquí a una categoría transhistórica, universalista o ahistórica que afirma, aunque sea implícitamente, que todas las sociedades han tenido, tienen y tendrán tecnología independientemente de los entramados sociales, ecológicos y políticos a los que pertenecen. Por el contrario, aquí tecnología refiere, en continuidad con los apartados anteriores, a objetos, regímenes socio-ecológicos y regímenes metafísicos específicos, situados geográfica, histórica y políticamente, mismos que marcan la continuidad e interdependencia entre tecnología, capitalismo y extractivismos, pero también, de forma paradigmática, entre instrumentalidad, extracción y conquista como destrucción socio-ecológica y política.

El análisis de Hornborg (2019) resulta enriquecedor ya que ayuda a comprender cómo el artefacto tecnológico, que generalmente es entendido sólo en sus condiciones y efectos locales, depende para su constitución biofísica de elementos provenientes de diversas partes del mundo o de otros lugares distintos a aquellos en que se utiliza, al mismo tiempo que para ser producida y operar requiere de entradas constantes de energía y de flujos de dinero que son mundiales y desiguales. La construcción y operación de los artefactos y ensamblajes tecnológicos requieren de materiales y energía constantes que se obtienen a partir de intercambios supralocales y desiguales de recursos y desplazamientos de cargas de trabajo y ambientales a otras poblaciones.

La tecnología, por tanto, estaría “construida” a través de intercambios asimétricos supralocales de recursos biofísicos (Hornborg 2019, 12), a la vez que sus artefactos y ensamblajes son “instrumentos sociales para apropiar, mundialmente, trabajo humano y espacio natural materializados corporalmente (embodied)” (98). Por ello, la tecnología es “un ahorro local de tiempo y espacio a costa del tiempo humano y el espacio natural perdidos en otras partes del sistema-mundo” (Hornborg 2019, 102). El caso paradigmático para Hornborg (2016, 2019) es la máquina de vapor, que conjuntó colonialismo británico (trabajo esclavo de África y tierras despojadas y explotadas en América) e intercambios asimétricos (economía mundial del siglo XVIII) para desplazar las cargas de trabajo y ambientales a otras poblaciones. Ahora bien, la tecnología como fenómeno agregado y globalizante reproduce tales pautas hoy en día, desplazando cargas y destruyendo modos de vida que no son valiosos ni considerados ética, ecológica y políticamente.

Hoy en día, pese a someros intentos por establecer lineamientos que ayuden a visibilizar y evitar la violencia en las cadenas de suministro global de componentes tecnológicos (ALBOAN, United States Securities and Exchange Commission), la violencia y los patrones de dominación correspondientes a la conquista siguen vigentes, si bien, sumamente acallados. Cuando usuarios comunes compran un automóvil, una computadora, un teléfono celular, una televisión, un horno o cualquier otro implemento que ha sido posible a partir de la violencia del sistema-mundo, nunca se les informa y muy rara vez los mismos se cuestionan la proveniencia de sus componentes y las condiciones económicas y socio-ecológicas que le hicieron posible, menos aún, deciden actuar de manera distinta a lo que se ha impuesto como una necesidad. Pese a ello, los teléfonos, computadores y demás dispositivos requieren de agua, metales y minerales como cobalto, tungsteno y oro, además de tierras raras, entre otros tantos “componentes”, para funcionar. La obtención y producción de estos componentes requiere de la conquista de lo que se produce como territorios con recursos, en una dinámica de producción de espacio como contenedor indiferenciado de los modos de vida y vaciable en razón de sus entes mercantilizables.

Como señala Hornborg (2019), “hasta hoy en día, las partes más ricas y tecnológicamente avanzadas del planeta son importadoras netas de recursos biofísicos", sin embargo, tanto los flujos asimétricos de recursos materiales como “la operación de la tecnología moderna como un aparato para orquestar tales flujos” son “culturalmente invisibles” (124-125). De manera acorde, si se considera que “la dimensión histórico-estructural del extractivismo está vinculada a la invención de Europa y la expansión del capital” y “a la conquista y el genocidio” (Svampa 2019, 12), cabe agregar, con base en lo expuesto hasta ahora, la dimensión de silencio y ocultamiento de la continuidad entre tecnología, capitalismo y extractivismos, pero también, de forma paradigmática, entre instrumentalidad, extracción y conquista como destrucción socio-ecológica y política. De esta forma, ya se trate del Congo para obtener cobalto y tungsteno, de Colombia para obtener oro, o de México, Estados Unidos o Bolivia para obtener litio, para producir componentes y dispositivos tecnológicos se requiere de la extracción y el agotamiento de cuerpos humanos y no humanos y la destrucción de sus formas de pensar, sentir y persistir en si mismos de manera conjunta, de sus entornos; es decir, se requiere del control y la eliminación de su forma de producir espacio y tiempo como acción política. Pese a ello, prevalecen el silencio y el ocultamiento de los costos de la tecnología y de su necesaria violencia hacia los cuerpos-espacios humanos y no humanos que quedan fuera de cuadro y de mapa, localizados en “otras” partes del mundo o del país, de “lo humano” y de la “Historia”.

Con base en tal silencio, ocultamiento y olvido, la tecnología se enarbola como humanizante, incluso como contestataria y antisistémica, mientras su desarrollo económico se consolida como un camino progresivo natural, como producto del ingenio y aprovechamiento de la naturaleza de las cosas y solución incuestionable para alcanzar mejores estadios de vida; es decir, como fundamentalmente apolítica. Y es que la expansión tecnológica, con su sello distintivo en el avance de tecnologías digitales, se ha impuesto como una necesidad de la vida diaria, pese al énfasis constante por parte de tendencias académicas en el no determinismo tecnológico y en la posibilidad de democratizar el diseño tecnológico. Esta necesidad obedece, desde su constitución artefactual y de ensamblaje, a una dinámica más amplia que condiciona el sostenimiento de la vida de individuos y grupos pero que rara vez es expuesta y analizada en detenimiento, pues, como conquista, es una violencia productiva que es más eficiente si es negada y su denuncia acallada.

Ahora bien, cabe agregar y enfatizar que el territorio en el que opera la tecnología no es solamente aquél en el que se asume que es utilizado, sino que, a partir del dinero y de los flujos y desplazamientos del sistema-mundo, el territorio de la tecnología es una producción espacial “global”. Acorde a ello, se puede leer el “logos” de la tecnología, en su distinción de tecné o de la técnica, en el afán no sólo de sistematizar las distintas técnicas al servicio de la industria (Stiegler, 1998: 2-3), sino en su consistencia como reproducción de una lógica de conquista espacio-temporal y de sus dinámicas de extracción y destrucción política. Esta lógica, en tanto se distancia cada vez más de las condiciones favorables para la reproducción en común, manifiesta esbozos de autonomía que aun así responden a una economía, un régimen socio-ecológico y un régimen metafísico que le configuran en su producción espacial. Se trata de un agregado al que algunos han llamado “tecnoesfera” (Haff, 2014) y que no obedece de manera directa al control de individuos “humanos”, sino que expresa de manera creciente el impulso de la economía que le constituyó operativamente y el metabolismo que le permite crecer y expandirse (de manera correlativa a los desarrollos en la llamada inteligencia artificial), a partir del extractivismo y a distancia del sostenimiento de una existencia compartida.

Capitalismo

Para abonar a lo desarrollado hasta ahora, cabe retomar algo que señala Jason Moore (2011) al decir que “cada innovación que ha marcado época ha […] conjuntado productividad y despojo” y “han estado vinculadas a movimientos de apropiación cada vez más dramáticos” (26). El éxito de tales “innovaciones” depende de su funcionamiento al interior de regímenes ecológicos que a partir de la expansión territorial amplían “las oportunidades para la apropiación de naturaleza humana y extra-humana” (Moore, 2011, p. 26). Así como la tecnología reproduce un proyecto territorial cuya producción espacial actualiza una lógica de conquista, es posible señalar que las implicaciones de tal reproducción, en tanto distanciamiento y alteración de los entramados (comunicacionales y nutricionales) que sostienen nuestra existencia compartida, han sido analizados de manera enriquecedora a partir del concepto de ruptura metabólica.

En el caso de Jason Moore, el concepto de ruptura metabólica refiere al capitalismo y su dialéctica de coproducción socio-ecológica, en la cual la destrucción ambiental es constitutiva y no una consecuencia del mismo (2017, 2011). De tal manera que el capitalismo produce “Naturaleza” o “naturaleza(s) barata(s)” que son valorizadas a partir de su mercantilización, mientras que la acumulación se basa primordialmente en la extracción de valor de dicha naturaleza y no en la creación de valor por medio del trabajo. Es decir, el capitalismo depende de la apropiación de Naturaleza(s) Barata(s) y su “trabajo no pagado” (Moore 2018, 242), pues obtiene ganancias no únicamente basado en el incremento de la productividad laboral sino fundamentalmente a partir de la apropiación de ecosistemas, de su riqueza, “trabajo” y “energía”, los cuales no están mercantilmente valorados o monetizados y por eso se les considera naturaleza “gratuita” o “barata” o “regalos gratuitos de la naturaleza” en las cuentas del capital. Como señala Moore (2015), el trabajo no pagado “es una lucha sobre las formas y relaciones del capital con la reproducción social no monetizada (e.g. el ‘trabajo doméstico’) y con el ‘trabajo de la naturaleza’” (6). En otras palabras, la productividad laboral capitalista sólo puede incrementarse si recibe entradas de fuera del sistema de valorización dineraria y si se apropia de modos de vida humanos y no humanos no pagados y sólo valorados desde las premisas de un mercado distante y ajeno.

En contraste con una noción de extractivismo como “un tipo de extracción de recursos naturales, en gran volumen o alta intensidad, y que están orientados esencialmente a ser exportados como materias primas sin procesar, o con un procesamiento mínimo” (Gudynas 2015, 13), las extracciones que sostienen al modelo capitalista dependen de lo supralocal aunque no sea de exportación, pues parten de las distinciones entre el adentro y el afuera de lo social y permiten extraer y destruir territorios dentro de las fronteras nacionales aunque no se destinen a la exportación como materias primas o poco procesadas. De esta manera, el capitalismo obtiene valor de la extracción de espacios que desconoce. El desconocimiento y la destrucción ecológico-políticas, y la extracción e instrumentalización de los seres, son cruciales para lo expuesto aquí, como condición de posibilidad de los extractivismos en apego a las fronteras territoriales delimitadas nacional o económicamente, las cuales, por su parte, ayudan a comprender las dinámicas internacionales de inserción estatal en la economía mundial.

Ahora bien, acorde a lo anterior, pero con un énfasis distinto, es necesario señalar como soporte argumentativo del presente trabajo, que la tecnología depende tanto de intercambios ecológicamente desiguales (Hornborg 2016, 2019), como de una operación metafísica de instrumentalización. Los primeros se expresan de manera clara en los extractivismos y extracciones alrededor del mundo. La última estaría presente cuando, en lo que se puede ver como una actualización de la causa instrumental expuesta por Agamben (2015), Hornborg (2016) habla de “conmensurabilidad económica” como la “presuposición de que casi todos los valores son intercambiables”, ya que “es la vacuidad semiótica del dinero de uso general lo que da cuenta de su completo desapego de los referentes materiales y su apoyo a una conmensurabilidad generalizada” (131-132).

Con lo anterior se deja ver que la relación entre dinero y mercancía es arbitraria o, más bien, está desapegada de las condiciones socio-ecológicas de reproducción, ya que la “propiedad fundamental [del dinero] es asumir cualquier significado que su dueño le quiera dar” (39). De la misma manera, la mercancía ocupa un lugar (in)determinado en tanto, conmensurable, intercambiable y monetizable. En cierta consonancia, Jason Moore (2011, 3-17) ha señalado que “el valor como proyecto histórico-mundial presupone […] que toda naturaleza puede ser reducida a una parte intercambiable”, operación que vuelve conmensurable lo diverso a partir de su monetización-instrumentalización, para ingresarlo en los circuitos de valorización del capital y de la producción de una “Naturaleza” cuyas partes naturales son naturalmente instrumentales para una economía y su expansión por medio de y para erigir complejos socio-tecnológicos cada vez más extensos.

Con base en lo anterior, es necesario plantear cómo para el modelo capitalista, así como para la lógica de conquista y la operación tecnológica que no se reducen a la caracterización usual del capitalismo, no importa conocer a los seres que habitan en un entorno, el punto de partida para aproximar ese entorno y esos seres es la posible instrumentalización de los mismos para la expansión de su economía. Los modos de ser son reducidos en un intento por estabilizar sus identidades en naturalezas apropiables, manipulables e intercambiables como recursos y mercancías o componentes y partes funcionales. A partir de ello, el espacio se impone como contenedor indiferenciado, pues el primer punto de aproximación a la diversidad y multiplicidad de seres que habitan los lugares a los que llega la conquista, es la determinación metafísica y socio-económica y su expectativa de expansión.

No importa la diversidad que ya habita un territorio si hay una directriz preestablecida económica, teológica y tecnológicamente por el mercado, por la divinidad, por la humanidad o por una función, la cual dicta que hay que volver redituable dicho entramado al producir un espacio simplificado para la producción de aquello aislado que ya tiene valor preestablecido. Si el mercado, Dios o una tarea histórica, demandan algo en específico, ese algo se procura por encima de la diversidad que le sostiene, y su nutrición y crecimiento será dictada por pautas y demandas distantes a esos ciclos de reproducción y sostenibilidad. Como señala Moore (2018) para el capitalismo, pero que aplica para todo modelo descorporizado, el impulso a avanzar en productividad obliga a establecer una temporalidad distinta a la de una reproducción ecosistémica saludable (242). Ello, aunado a lo expuesto hasta ahora, permite notar que la temporalidad capitalista fomenta sistemáticamente el agotamiento de los ecosistemas porque los desconoce. Lo que cabe agregar y enfatizar es que tal temporalidad y desconocimiento ecológico corresponde a una disposición metafísica y socio-ecológica que produce espacio a conquistar como contenedor indiferenciado, en tanto que es incapaz de reconocer y respetar los múltiples modos de ser que sostienen los espacios que invade y las condiciones existenciales compartidas que destruye.

 

Conclusiones

La comprensión del espacio como producto de la acción política permite considerar la participación política tanto “humana” como “no humana” de aquellos que se reconocen y producen espacio. Lo político, sin agotarse en la oposición amigo-enemigo, se perfila como aquel reconocimiento, dar cuenta y sentir aquellos cuerpos que sostienen nuestro cuerpo y una existencia compartida que no se agota en “lo humano” y que persiste en su pensamiento y modo(s) de ser conjuntos. El espacio como producto de la acción política, permite pensar una producción compartida, diferenciada en cuerpos, pero continua en términos existenciales y en el pensamiento y deseo de perseverar juntos, en contraste con una comprensión del espacio, y sobre todo del espacio global, en tanto esfera ligada a una metáfora tecnológica y, más aún, a una teología política, una teología económica y una metafísica de la instrumentalidad que permea la producción de territorio de manera velada.

La noción de conquista, en tanto principio organizador que oculta su fundamento en la violencia (Añón y Rufer 2018) y se desenvuelve como proyecto territorial (Wolfe 2008), permitió analizar cómo la forma dominante de producción de territorios, ligada a regímenes metafísicos y socio-ecológicos con una fuerte consideración teológica e instrumental del espacio, reproduce y oculta patrones de dominación, extracción, expansión y desconocimiento. Los silencios fundantes, como “maneras de hacer fracasar los enunciados de otra historia posible, de otra temporalidad que no sea la que convoca al estado y al capital” (Añón y Rufer 2018, 118), son también “la obturación de otros lenguajes de valoración del territorio” (Svampa, 41) en tanto producción política de espacio. Los seres para la conquista valen en tanto apropiación y acumulación, se les excluye en tanto formas de vida, pero se les incluye como instrumentos en economías ajenas, para lo cual deben ser domesticados, asimilados, valorizados dinerariamente y eventualmente exterminados como espacio y acción política.

En tanto corporización del sistema-mundo, la tecnología se construye y opera a partir de las desigualdades y extracciones que hacen posible la continua expansión económica mundial. Para producir componentes y dispositivos tecnológicos se requiere de la extracción y el agotamiento de cuerpos humanos y no humanos y la destrucción de sus formas de pensar, sentir y persistir en si mismos de manera conjunta; es decir, requiere del control y la eliminación de su forma de producir espacio y tiempo como acción política. Pese a ello y acorde a la lógica de conquista que fundamenta su orden en la violencia mientras acalla su mención, prevalecen el silencio y el ocultamiento de los costos de la tecnología y de su necesaria violencia hacia los cuerpos-espacios humanos y no humanos que decide desconocer. Así, aparece como reproducción, y a la vez ocultamiento, de su proyecto territorial de conquista, ya que ha hecho cuerpo las formas de producción, reproducción y destrucción espacial que no pueden dar cuenta de sus propias condiciones existenciales mientras reproducen parámetros y fundamentos teológicos.

Con base en lo trabajado en este artículo, tecnología refiere, por tanto, a los objetos, regímenes socio-ecológicos y regímenes metafísicos específicos, situados geográfica, histórica y políticamente, que marcan la continuidad e interdependencia entre tecnología, capitalismo y extractivismos, pero también, de forma paradigmática, entre instrumentalidad, extracción y conquista como destrucción socio-ecológica y política. La tecnología implica así una economía que desencadena diversos procesos de extracción y destrucción espacial y política. Por ello, estos procesos y la noción de instrumentalidad no han de restringirse o reducirse a sistemas tecnológicos, capitalistas y extractivistas; tecnología, teología (política y económica), instrumentalidad y conquista reproducen una presuposición común: que los seres han de ser extraídos y apropiados en tanto recursos o instrumentos acordes a una finalidad, función, tarea histórica u origen que les ha de regir. Esta presuposición es válida aún en los intentos por apropiar al planeta como un recurso para la supervivencia de una humanidad descarnada.

Junto con el capitalismo, en tanto economía política y ecología política, la tecnología expande un proyecto territorial de conquista, una metafísica de instrumentalidad y equivalencia económica de la diversidad, y las alteraciones en los ciclos nutricionales y de reproducción de las condiciones existenciales que sostienen nuestra vida compartida. La tecnología, en tanto exacerbación y movilización de un proyecto territorial de conquista inacabado pero constante y expansivo, desconoce y destruye las condiciones de sostenimiento de una existencia compartida. La producción de territorio dominante y sus ensamblajes tecnológicos son incapaces de sostenerse porque no reconocen su cuerpo compartido en tanto político y en tanto producción de espacio y territorio. Así, la tecnología incorpora y reproduce patrones de conquista (dominación, extracción, expansión territorial y desconocimiento ecológico) que imposibilitan la reproducción de la vida y las prácticas de sostenimiento de la existencia compartida. Lo teológico, lo económico, y lo tecnológico se sostienen de manera entreverada en una producción de espacio dominante que termina por difuminar los límites entre espacios para la extracción y espacios abastecidos, y por ello, se desconoce a sí mismo y atenta contra aquello mismo que le constituye. Frente a este proyecto territorial de conquista, otros cuerpos, humanos y no humanos, constitutivos del cuerpo (incluyendo la alimentación) han de ser recuperados en su importancia política. Es decir, deben regresar a la experiencia política, al dar cuenta de nuestras condiciones compartidas de existencia y del necesario respeto y reconocimiento de nuestro entreveramiento constitutivo.

 

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